domingo, agosto 08, 2021

Nueva Novela: Banzai

(De la contratapa)

Encuentro muchos significados para la palabra japonesa Banzai. Algunos la traducen como suicidio honroso, otros como diez mil años de larga vida o larga vida al emperador. La carga banzai era un ataque suicida que se asociócon los pilotos kamikazes durante la Segunda Guerra Mundial. Pero entre todas esas definiciones prefiero esta:
Banzai: estoy dispuesto a cambiar este momento por toda la eternidad.
 

Banzai es una novela sobre la corrupción, sobre esa plaga que en todos los ámbitos, públicos y privados, se ha vuelto la normalidad que los ciudadanos de a pie soportan con estoicismo; una novela que habla de personajes avariciosos que arrebatan las vidas y la tranquilidad de otros, con la misma frialdad con que saquean las finanzas públicas. Kamikazes que toman decisiones suicidas en las que mueren los demás, no ellos.
Por gente así es que Manuel y Mireia, los protagonistas de esta novela, se ven obligados a vivir un día, o más bien unas cuantas interminables horas, en el infierno, intentando sobrevivir, minuto a minuto, ese momento definitorio de su existencia.


Publicado por Panamericana Editorial. Disponible en librerías y ePub.

Género negro: algo más que un cadáver en un callejón

 

(Este texto sirvió como base para la conferencia que Roberto Rubiano Vargas dictó en la inauguración del seminario, Geografía de la sospecha, dedicado al Género negro, organizado por el Departamento de Literatura de la Universidad Central en 2019.)

Mi interés sobre el género policíaco obedece a que soy un fiel lector del género más que un autor del mismo. Mi opinión sobre él, por tanto, no es la del investigador ni la del crítico literario; sino más bien la de un creador que descubrió en algún momento de su vida, en esas novelas que cuentan con agilidad relatos con trasfondo criminal, una herramienta narrativa invaluable; una forma para contar historias a partir de una promesa sencilla: proponerle al lector que siga una historia de crimen, que en realidad podría importar poco, para contarle otra, que sí podría importar mucho, que nos habla de profundas emociones humanas.

Llegué a estos libros con la admiración que produce el descubrimiento de un mundo nuevo. Todo sucedió en la época en la que me encontraba escribiendo mi primer libro de cuentos, en la década de mil novecientos ochenta. Momento en el que cayó en mis manos un volumen de Raymond Chandler, una colección de cuentos que incluía como prólogo su famoso ensayo El sencillo arte de matar.

Raymond Chandler

Antes de ese momento mis primeras lecturas relacionadas con el tema policiaco habían sido pocas. Una historia sobre Eugène-François Vidocq el célebre ladrón del siglo XIX convertido en infiltrado en el mundo del crimen, primer director de la Seguridad Nacional de Francia y más tarde, en 1833, fundador de la que se considera la primera agencia privada de detectives. Era una historia que leí en una enciclopedia para niños y por tanto contaba todo en pocos rasgos, pero con la suficiente información como para apasionarme con el personaje. Más tarde descubrí las novelas y  cuentos de Arthur Conan Doyle, que me prestó el papá de un amigo mío a los trece años. Eran obviamente las aventuras de Sherlock Holmes. En Un estudio en escarlata lectura incluida en este seminario, conocí la biografía esencial de este personaje.

Lo que yo no tenía por qué saber en aquel momento era que me había tropezado con los las dos opciones icónicas que adoptaría el investigador en la novela policiaca. Vidocq, amigo de la experiencia directa, se disfrazaba de delincuente –él mismo lo había sido– para descubrir a otros delincuentes mientras que Sherlock Holmes confiaba en la deducción y la observación de los detalles.

Por aquella época de mi adolescencia el cine había hecho muy popular al personaje de James Bond. Como sus películas eran para mayores de dieciocho yo no las podía ver, pero nuevamente vino otro vecino en mi auxilio al prestarme su colección de novelas y cuentos de Ian Fleming: Goldfinger, Doctor no, Operación Trueno, etc. Por entonces también leía novelas de espionaje, novelas de guerra, de vaqueros, casi todas escritas por Marcial Lafuente Estefanía (autor español que escribió más de dos mil seiscientas).  Eran novelitas que se vendían en los mismos kioscos dónde se conseguían los cómics y que uno intercambiaba en las peluquerías y zapaterías. De hecho fue el zapatero de mi barrio el primer librero que me guió en esas lecturas; esa literatura comercial barata que pronto superé porque comencé a leer un poco más sofisticadamente cuando descubrí, en cuarto bachillerato noveno grado actual), que mi destino estaba en la escritura.

Y eso hubiera sido todo, en el campo de la novela criminal y sus variantes, de no haber llegado a mis manos, como regalo de un amigo argentino, publicista, aquel pequeño libro, de Raymond Chandler, publicado por editorial Diana de México, una edición vintage de 1956.  Allí fue la primera vez que leí la clásica sentencia de Raymond Chandler acerca de la diferencia entre el crimen perfumado a lo Agatha Christie y el realismo brutal de lo policiaco como lo escribió Dashiell Hammett en Cosecha Roja.

 

“Todavía hay gente que dice que Hammett no escribió novelas detectivescas sino simplemente crónicas de barrios bajos con un elemento superficial de misterio incluido en la obra como una aceituna en un Martini. Estas gentes son damas otoñales que gustan de crímenes perfumados con magnolias en floración y detestan que se les recuerde que el crimen es un acto de infinita crueldad aún cuando a veces el que lo cometa sea un muchacho juguetón, un profesor de la Universidad o mujeres hondamente maternales que peinan cabello cano.” [i]

 

Chandler se refería, por supuesto a algunas novelistas inglesas, como Dorothy Sayers y Agatha Christie, autoras especializadas en la llamada “novela enigma” que es como la novela rosa de lo policiaco. Más adelante continúa desarrollando sus ideas:

 

“El realista del crimen escribe sobre un mundo donde los pandilleros pueden llegar a gobernar ciudades y poco les falta para gobernar naciones enteras; mundo en que los hoteles, las casas de apartamentos, los más distinguidos y elegantes restaurantes, son propiedad de hombres que han hecho su fortuna en casas de asignación; donde una estrella de cine puede ser el contacto con bandas de malhechores y tras el atento recepcionista que espera en el vestíbulo se encuentra un jefe de chantajistas; un mundo en que el juez cuyos sótanos de la casa están atiborrados de licor contrabandeado, recluye en prisión a un individuo por llevar un pequeño frasco de vino la bolsa del pantalón; donde el alcalde de la ciudad puede perdonar el crimen si le pagan por ello y donde nadie puede sentir seguridad al andar en las calles oscuras porque la ley y el orden son cosas que se predican pero no se practican.”[ii]

 

Gracias a ese ensayo, El sencillo arte de matar, que supongo de obligada lectura para este seminario, comenzó mi interés por el género policiaco realista, género negro, hard boiled, genero duro, o como quieran llamarlo. Una categoría de la literatura policiaca que estaba más cerca del mundo y de la naturaleza humana, por tanto más cercana a la literatura a secas.

A partir de la lectura de esa colección y nuevamente gracias a mi amigo publicista, conocí a los grandes autores del género. Era el final de los años setenta en Bogotá y a nadie le interesaban estos libros que en cambio eran muy comunes en México y Argentina, países donde había una tradición lectora y un medio editorial interesado en el tema. Sin embargo, cuando terminé  mi primer libro de cuentos que se publicó en 1981 la única referencia que hice al género es que un personaje lee en un bus una novela de Dashiell Hammett.

Luego completé mi educación sentimental literaria sobre el género a través de la inolvidable colección de novela negra de editorial Bruguera. Con la lectura de esos escritores comencé a fascinarme por esa capacidad de síntesis para desarrollar la acción. El inteligente empleo de eso que yo llamo el “síndrome de Sherezada”, o sea el buen uno del suspenso para mantener la atención en los detalles, en las características de los personajes, en el proceso de la narración. En fin, descubrí que esas novelas eran un tren de alta velocidad para contar historias de manera vertiginosa sin perder la noción de la buena literatura. El suspenso inherente al género hace que literalmente el lector no pueda detenerse durante horas.

De las muchas razones que se me ocurren para explicar esta condición, tal vez valga mencionar que los primeros cuentos de esta forma narrativa, publicados en las revistas populares, terminaron vertidos en novelas y en guiones que luego fueron llevados al cine. Del cine, volvieron a la narrativa. El género negro escrito y filmado se ha retroalimentado mutuamente.

Un elemento común a las dos formas de narrar, el suspenso, suele hacer énfasis en elementos que son importantes para los personajes, pero no para el escritor. Es lo que se recoge en la que podríamos llamar la teoría del Macguffin. Quien mejor la cuenta es el director de cine Alfred Hitchcock.

De acuerdo con este director inglés, el Macguffin es la zanahoria que se le pone al frente al lector (o espectador en el caso de Hitchcock) mientras se le propina el golpe sorpresivo del argumento.

Dice Hitchcock, en su famosa entrevista con el también director Francois Truffautt:

 

(El Macguffin) “es un rodeo, un truco, una complicidad, lo que se llama un «gimmick». Bueno, esta es la historia completa del Mac Guffin.

Ya sabe que (Ruyard) Kipling escribía a menudo sobre los indios y los británicos que luchaban contra los indígenas en la frontera del Afganistán. En todas las historias de espionaje escritas en este clima, se trataba de manera invariable del robo de los planes de la fortaleza. Eso era el «Mac Guffin». «Mac Guffin» es, por tanto, el nombre que se da a esta clase de acciones: robar… los papeles, robar… los documentos, robar… un secreto. En realidad, esto no tiene importancia y los lógicos se equivocan al buscar la verdad del «Macguffin». En mi caso, siempre he creído que los «papeles», o los «documentos», o los «secretos» de construcción de la fortaleza deben ser de una gran importancia para los personajes de la película, pero nada importantes para mí, el narrador.”[iii] 

 

El Macguffin, de acuerdo a esta propuesta, consiste en proponerle al lector que se obsesione con una historia mientras se le cuenta otra, que de manera previsible es la verdaderamente importante. Es casi el mismo principio del cuento. La historia sumergida o paralela en el cuento es la importante, no la evidente, o la que le da sentido a la historia evidente. Tal vez por eso el género negro, en un principio, encontró su mejor encarnación en el formato del cuento moderno donde se desarrolló durante sus años iniciales en las revistas de Pulp fiction.

Alfred Hitchcock

Porque si bien es un género que nació como literatura dirigida a personas poco ilustradas, en sus vagones pueden subirse toda clase de historias, desde la muy vulgares y solo interesadas en el crimen, hasta sofisticados relatos con personajes poderosos casi salidos de la pluma de William Shakespeare. De hecho, algunas sentencias del detective Phiiph Marlowe, personaje de Raymond Chandler, parecen escritas por el dramaturgo de Avon.

 

De lector a autor

Mi primer intento en el género fue una novela corta destinada al lector juvenil (Una aventura en el papel) en la cual hice una parodia del detective de las novelas de Raymond Chandler. Cuando la escribí (1987) pensé que sería apropiada exclusivamente para algunos lectores jóvenes. Había en ella un cierto juego de metaliteratura, qué entonces me parecía arriesgado pero que hoy resulta muy común, al punto de que en la actualidad Una aventura en el papel la leen niños desde los ocho años de edad hasta adolescentes que ya despuntan barba. Además continúa siendo reimpresa de manera periódica, asunto que no deja de sorprenderme. Luego de esa novelita publiqué mi segundo libro de cuentos, El informe de Gálves y otros Thrillers (1992) que fue mi barco insignia con el cual levanté la bandera de la calavera y las tibias entrecruzadas. Fue una declaración pública de mi compromiso con el genero negro, pero también una manera de explicar mi particular manera de entenderlo: lejos del estereotipo del detective vintage, del detective paródico, o del detective a secas. En ese conjunto de cuentos no incluí casi elementos convencionales del género negro más comercial. No había ni detectives privados, ni policías y el crimen era un hecho casi marginal. Sin embargo la esencia del género estaba en cada página, en la mirada que hacía a los fragmentos de la realidad narrada.

Luego esos elementos y esta pasión han evolucionado, he cambiado muchos puntos de vista, pero sigo empeñado en hacer una versión propia de este género. Mis cuentos, mis novelas se acercan y se alejan del genero negro en una búsqueda personal que no termino de explorar. Porque para mí la virtud principal de este género es que puede adaptarse a casi cualquier forma narrativa, a casi cualquier historia, en cualquier novela y dotarla de recursos eficaces para narrar con profundidad y amenidad; un factor que no es despreciable en los tiempos que corren.

Hago esta aclaración porque lo que expondré esta noche será, más o menos, el producto de mi experiencia como lector y escritor de esta literatura considerada de consumo en los países del primer mundo, pero más o menos poco reconocida por el famélico mercado lector de Colombia. Tal vez por eso un editor me decía, hace algunos años, que los lectores colombianos asocian esta narrativa con el periodismo amarillista, crímenes y sangre y nada más.

Quizá esta situación haya evolucionado un poco, pero todavía encuentro personas que creen que esta narrativa no es más que la página de al lado de la crónica roja. Un prejuicio, en todo caso, pues el género negro es mucho más que un cadáver en un callejón.

La novela policiaca realista, es más bien una encarnación de la novela de caballerías como la entendía don Alonso Quijano. La expedición de un héroe en busca de desfacer entuertos sociales e injusticias. Es por tanto una versión de la novela de aventuras.

La aventura es un elemento que considero fundamental en la lectura. No concibo leer un libro que no me lleve a compartir una aventura. Esto no siempre tiene que ver ni con crímenes ni con barcos piratas, o caballeros con armadura. Creo que toda buena novela o cuento nos lleva a una exploración intimista de un aspecto de la vida y de unos sentimientos humanos. Y aquí radica un aspecto de lo que me interesa subrayar esta noche. Escribir sobre asesinos no es interesante, tampoco lo es develar su modesta naturaleza; por eso prefiero más el punto de vista de la victima que del victimario. Prefiero la mirada compasiva de un Heining Mankell, que no se priva de mostrarnos la violencia del crimen en cualquiera de sus novelas (La quinta mujer, Los perros de Riga, etc), al regodeo en el alma del asesino que hace un Jim Thompson, también en cualquiera de sus novelas (1270 Almas, El asesino dentro de mí, etc).

Toda gran literatura es una expedición de aventuras. Cuando leemos una novela como Madame Bovary estamos explorando el territorio íntimo del ser humano. Cuando leemos La Isla del Tesoro penetramos en los misterios de la exploración del siglo XIX. Toda gran lectura es la expansión de la capacidad intelectual. Ese estado de gracia en que la imaginación suele dejarnos sumidos.

Por eso me interesa más el genero negro realista, que la novela policiaca criminal propiamente dicha, que se encarga de manipular el crimen como si fuera un juego de mesa, solo que más parecido a las damas chinas que al ajedrez.

Pero, continúo aclarando estas ideas.

 

¿Qué es el género negro?

Lo primero que tendría que proponer en esta charla introductoria a este seminario sobre este género, sería preguntar, pregunta retórica puesto que voy a la respuesta yo mismo ¿Que es, o que no es? ¿Es un género menor? ¿Es una forma comercial, nada más?

Tal vez podría comenzar con una aclaración, el género negro pertenece al universo de la narrativa policiaca, sin embargo no toda narrativa policiaca pertenece al género negro. Dentro del amplio espectro de la literatura policiaca existe una gran diversidad de posibilidades formales, desde la novela de enigma, novela criminal o ficción política, hasta el policiaco realista, como lo bautizaron los editores franceses al crear la serie “noir”. El género negro es un punto aparte dentro de lo policiaco. Es, claro está, una mirada crítica a la sociedad; es una novela de entretenimiento, pero también es un vehículo de alta velocidad para contar historias y su influencia desborda el marco al que algunos editores han querido ceñirlo, porque influye en toda forma narrativa. Cada vez resulta más difícil encontrar un libro exitoso donde no se encuentre su influyente presencia.

James Ellroy

La novela policíaca de enigma suele estar poblada por personajes estereotipados donde el detective es solo otra más de esas caricaturas aristocráticas, atendidas por meseros de frac. Incluso en las muy inteligentes novelas de Chesterton, protagonizadas por el padre Brown tiende a pasar lo mismo. La búsqueda y el castigo de un culpable es la redención posible en estas novelas. La razón es sencilla: en esas novelas el crimen es el fin en sí mismo; es la razón de ser del argumento y de los personajes; el motivo que mantiene la atención en la lectura, por tanto sus personajes tienden a ser pobres porque lo importante es la trama. En cambio, en las novelas policiacas realistas el crimen solo es un medio que permite contar otras historias, otras tragedias. A veces la trama criminal también es interesante y atractiva, pero en ese caso solo es un bonus track. La  ausencia de una solución agradable también es un constante. Capturar al culpable puede ser un motivo más de perplejidad, porque lo importante no es la revelación de la trama criminal, sino interpretar al crimen como el hilo conductor que lleva del cadáver a los perpetradores intelectuales. Por eso la literatura criminal que se reduce a la encuesta del crimen es un poco limitada. En el negro el crimen es más el punto de partida para construir personajes y situaciones complejas.

Los elementos de lo que podríamos llamar literatura criminal ya se encuentran presentes en obras milenarias como Edipo Rey de Sófocles.

Es la historia de Edipo que asesina a Layo, su padre, el vigente rey de Tebas. Luego se casa con su viuda, Yocasta, y da cumplimiento a una terrible profecía. Edipo matará a su padre y se acostará con su madre.

El centro de esta historia que ha sobrevivido por veinticuatro siglos, es una oscura  trama criminal: un asesinato en un cruce de caminos. Aunque Edipo Rey es una primera noción de la literatura criminal, pero ya contiene todo lo que un buen thriller quisiera tener: crimen, sexo, incesto y conflicto político.

Edipo Rey, desde un primer punto de vista, es una encuesta investigativa sobre un crimen. Es un drama criminal. Sin embargo esta obra es recordada por sus temas de fondo, no por su historia criminal. Las razones para su permanencia en el tiempo no es el crimen sino la aparición de un elemento cultural que nos habla de las creencias de los hombres de su tiempo: el oráculo como representación del pensamiento mágico o la superstición y las terribles consecuencias morales que desencadena aquel asesinato.

El crimen de Edipo es una metáfora sobre  la lucha por el poder tribal en un reino de hace dos mil cuatrocientos años. El crimen en la novela negra contemporánea es un asombro que abre la puerta hacia asuntos mas perturbadores. Usa el crimen para explicar la vida y sus pasiones, pero no convierte la encuesta criminal propiamente dicha en su objetivo principal.

Los primeros rasgos de lo que se comenzó a denominar literatura criminal se encuentran mayoritariamente en obras del siglo XIX. Las del género negro aparecieron en la narrativa policiaca de la década de 1930, dos momentos claves en el desarrollo del género y por tanto importantes para el sentido de esta conferencia.

Nataniel Hawthorne, el gran cuentista norteamericano public aficionado Augusteo. A amente ens literarrias, es pobre. RTA FORMA ES EL REV﷽﷽irada que da sobre la realidad. Lo negro es una fó en 1834 un primer ejemplo de lo que sería el cuento con elementos de investigación policiaca. La catástrofe de Mister Higginbotham. Como es natural el detective todavía no existe, pero es un vendedor de tabaco el que hace la encuesta criminal y termina por develar el misterio y es gratificado con largueza.

A Poe se le ha echado la culpa de haber creado el relato policial. Esto tiene tanto de cierto como de inexacto. A él le interesaban los relatos analíticos, en los que el juego de los componentes daba como resultado soluciones sorprendentes. Los crímenes de la calle Morgue, es un cuento que no está construido alrededor de las víctimas sino del misterio de cómo las destrozaron. Esta primera salida del detective aficionado Auguste Dupin lo que interesa es la resolución de un misterio y no de las causas del crimen. Hay algunos elementos que luego serán comunes a la narrativa negra, particularmente el placer que siente Auguste Dupin, al burlarse de la Policía, gracias a su particular y afinada capacidad de análisis. Según Brander Mathews:  “el verdadero cuento policial como lo concibió Poe no se basa en el misterio en sí, sino más bien en los sucesivos pasos que permiten al observador analítico resolver el problema y que podrían ser desechados por cualquier ser humano”. Luego, Arthur Conan Doyle con su Sherlock Holmes llevaría el raciocinio forense a extremos que siguen siendo modélicos dentro de lo policiaco.

Aquí cabria hacer mención al surgimiento de la institución policial como un elemento que contribuye a la configuración del genero policiaco. La existencia de un cuerpo regulador de la vida en sociedad, es muy antiguo. El papel de la Policía o el cuerpo armado equivalente, ha tenido muchas funciones, controlar esclavos, proteger emperadores, perseguir ladrones, etcétera.

Se considera que el primer cuerpo de policía se creó en España en el siglo XV, se llamaba la Santa Hermandad. Es mencionada en el Quijote en el episodio de los Galeotes. Sobra decir que Cervantes conocía a esta Policía muy bien ya que debido a los diversos problemas de tipo económicos que sufrió, antes y después de escribir el Quijote, fue apresado por la Santa Hermandad en un par de ocasiones. Por otro lado, también vivió once años secuestrado en Argel lo que le permitió conocer como vivían las victimas de la injusticia.

La policía como una institución que centraliza el poder de coerción ciudadana surge en Europa en las primeras décadas del siglo XIX. Su aparición tiene lugar en una época en que la concentración de la riqueza se hace cada vez más grande al mismo tiempo que la pobreza también se extiende de manera incontrolada. Dos aspectos íntimamente relacionados con la revolución industrial.

 Curiosamente la máquina de vapor que provocó esta revolución industrial también sacude el negocio de la imprenta y facilita la multiplicación de las ideas y de la producción literaria. Se crean las condiciones para el desarrollo de una industria editorial en la que surgirá el cuento moderno, la novela por entregas o de folletín, que a su vez consolidarán el gran momento de la novela moderna durante el siglo XIX.

Durante ese siglo algunos autores dedican muchas páginas a la vida criminal, aunque no necesariamente desde el punto de vista de la búsqueda del criminal y su explicación de los hechos, sino simplemente mostrando la miseria de la condición humana. Balzac, Dumas, Victor Hugo y muy particularmente Charles Dickens. Aunque sería su asociado, Willkie Collins, con quién escribía y producía piezas de teatro, el que propondría la que podemos considerar primera novela policiaca, pues incluía algunos elementos de lo que más adelante se conocerá como novela negra. Se trata de la La piedra lunar, en la cual encontramos el detective anómalo, o investigador que no responde a ninguna autoridad. Es un detective que proviene en línea directa de Arsenio Dupin y Sherlock Holmes.

La mayoría de las novelas criminales, tienden a tomar prestados sus esquemas de la comedia clásica: un impulso demoníaco (avaricia, deseo, celos, ira) y un acto calamitoso (el asesinato) ponen a una personalidad y a una sociedad (familiar, barrial, ciudadana) al borde de la aniquilación hasta que el crimen es resuelto, el impulso contenido y la personalidad reintegrada, de modo que la sociedad pueda proseguir con su armoniosa misión.

   Dice Hubert Pöppel en su conocido texto: La novela policiaca en Colombia:

 

“En su forma ideal, la novela policíaca construye un mundo puramente ficcional, del  cuál el lector bien sabe qué es, por lo esquemático, un mundo altamente artificial (la ficción de una realidad) y del que puede disfrutar porque le ofrece la posibilidad de olvidarse momentáneamente de su propia realidad. El autor bien sabe que el lector sabe que la novela no le ofrece sino una construcción y ficción de la realidad. Lo sorprendente de la novela policíaca es que, en general, ese conocimiento recíproco se refleja en el texto.”[iv]

 

Tal vez esta cualidad de analizarse a sí misma o de proponer un escenario propicio para ilustrar las miserias de la naturaleza humana hace que muchos autores contemporáneos se inclinen por la parodia del género. Como si desde su origen no fuera ya una parodia de la vida y de la muerte, una suerte de ópera oscura; un juego narrativo que termina exhibiendo al ser humano con mucha seriedad.

Por supuesto que no todos los autores interesados en este género cuentan con esa afilada navaja estilística que es el humor. En nuestro medio se tiende a creer que el humor en el policiaco es lo mismo que la parodia. De ahí los detectives que comen chunchullo y morcilla, que hacen chistes gruesos y visitan burdeles. Se confunde el humor con la caricatura más gruesa. Como de “meme” para redes sociales.

El crimen, en el género negro, como motivo es mucho más amplio que un cadáver en un callejón. En la novela policiaca británica alcanza con un cadáver envenenado vestido de smoking.

 

El poder del detective

Aunque como autor no me interesa el detective, sobre todo porque no me siento a gusto creando personajes que en nuestro medio siempre han estado del lado del poder, como lector lo disfruto mucho y por eso destaco su papel.

Por otro lado creo que el detective como personaje no es indispensable, pero en cambio sí creo que la mirada del detective (o su equivalente) es una condición indispensable para la existencia del género.

Gracias a Auguste Dupin, que no fue creado como detective sino como un inteligente analista, surgió ese personaje que se ha convertido en sinónimo de la literatura policial, o de crimen: el investigador que trabaja al lado de la ley sin obedecer del todo sus reglas. Este arquetipo ha sido explorado hasta la nausea por los autores del género. Desde Dupin y Sherlock hasta el inspector Wallander de Heining Mankell. Hay un catálogo que incluye matones como Sam Spade, fracasados como Marlowe, asesinos como muchos de James Ellroy, policías corruptos y mujeres como la detective Kinsey Milhone de Sue Grafton

El detective ha devenido en sinónimo del género. Por eso llega a creerse que sin él no es posible la novela negra. Lo cual no es del todo cierto porque como sostengo, es su mirada lo indispensable, no su figura.

Pero, en cualquier caso, ¿quien es el detective? ¿Un ser dotado de superpoderes?  ¿De una capacidad analítica excepcional?

Rara vez la ética personal es un superpoder, pero se parece bastante.  La fuerza física ayuda, pero no necesariamente es definitiva. Muchas veces el detective ni siquiera está muy capacitado para los golpes, tal vez sucede, con algunos personajes de la  obra James Ellroy. Tampoco su capacidad de análisis tipo Sherlock Holmes o Auguste Dupin es un poder excesivo. Sobre esto Dashiel Hammett escribió:

 

“…muchos sistemas de descubrimientos científicos son excelentes cuando se mantienen en su terreno, pero cuando se establecen como métodos infalibles quedan en pura charlatanería y nada más. el problema es que los criminales no son nada científicos Y seguirán haciéndolo durante mucho tiempo, ya que uno de los rasgos criminales más señalados es el infantil deseo de hacerse rico en un abrir y cerrar de ojos.”[v]

 

Hacia 1915 Dashiell Hamett, ingresó a la agencia de detectives Pinkerton. Pese a su nombre tan urbano, esta agencia en realidad había hecho su prestigio protegiendo los trenes y los envíos de la Wells Fargo. Era casi un ejército paramilitar que actuaba entre el centro de los Estados Unidos y el polvoriento Oeste de la gran colonización norteamericana. Hamett ascendió a detective y permaneció algunos años en ese trabajo que le dio las experiencias que lo llevaron a escribir para los magazines de pulp fiction, como Dime detective, Black Cat y otros similares.

Sus primeros cuentos reflejan la naturaleza de su trabajo en la agencia Pinkerton, que en su obra literaria será conocida como la Agencia Continental. Son cuentos, así como su novela Cosecha Roja, ambientados en pueblos al borde de la vida rural, muy Lejos de los callejones donde transcurrirán los primeros años del género negro, en manos de otros autores.

Hammett definía el oficio real del detective, ese que lo llevaba a estar largas semanas vigilando una fábrica a debajo de un techo, o persiguiendo un ladrón de mercancías, de la siguiente manera:

 

“Simplemente te paseas por algún lugar sin perder de vista al sujeto y, salvo un golpe de mala suerte, lo único que puede hacer que lo pierdas es que estés demasiado preocupado. Se puede seguir durante semanas incluso a un criminal inteligente, sin que lo sospeche. Se de un detective que estuvo siguiendo a un astuto y viejo falsificador durante más de tres meses, sin levantar sospechas. Yo mismo perseguí a uno durante seis semanas, cogiendo trenes y recorriendo, con él, media docena de pequeñas ciudades; y yo, qué mido algo más de un metro con ochenta, no era precisamente una persona discreta. No debería preocuparte la cara del sospechoso. Para seguir a alguien es más importante el porte, la manera de llevar la ropa, el aspecto general, los modales –todo lo que puede verse de espaldas– que la cara.”[vi]

 

Aunque no es el único autor en escribir sobre detectives privados, si es el más destacado. Justamente porque en su vida real ejerció el oficio. Hammett, además tenía una sólida formación literaria, lo cual hizo que sus escritos se destacaran sobre la media de aquellos autores que sobrevivían con la paga de esas revistas, que era un centavo por palabra.

La verdad es que el trabajo del detective en la vida real es muy aburrido. Cuando yo comenzaba a interesarme en el género policiaco aproveché un encargo periodístico y visité las oficinas de detectives privados que había en Bogotá en la década de 1980. Eran oficinas ocupadas por antiguos policías, o militares, que se ocupaban de casos de robo continuado de almacenes, infidelidades y muy rara vez tenían que verse comprometidos con asuntos de armas. Ellos mismos se burlaban de mis requerimientos sobre su oficio, “no tiene nada que ver con las películas de James Bond”, me decían.

Dashiell Hammett

Chandler que a su vez había hecho la misma averiguación en algún momento en la ciudad de Los Angeles, había descubierto lo mismo que yo descubriría años después. Que el oficio real del detective privado es bastante aburrido. Por eso afirmaría en algún momento, qué el detective privado del género negro es una invención literaria.

Por supuesto que más tarde aparecerían autores que gustarían detectives más relacionados con la realidad: personajes rudos y  algo corruptos, como es el caso de James Ellroy. Cuyos policías se parecen mucho a los que conoció en sus años vivir en las calles y dormir en campos de golf al aire libre.

Pero incluso estos policías duros y realistas tienen muchísimo de invención literaria. Si damos una mirada a los detectives construidos por los escritores encontraremos esta regla de oro: son básicamente  convenciones literarias. Parecen reales, hablan del mundo real, pero no vienen de allí. O por lo menos no demasiado. El catálogo  es amplio. El detective sin nombre de Cosecha roja, de Dashiell Hammett, que acaba con una sociedad del crimen en un pueblo fronterizo, recuerda características de los detectives de la muy real agencia de detectives Pinkerton, en la cual trabajó Hammett. Sin embargo, su más conocido detective, Samuel Spade, es absolutamente una maravillosa creación literaria. Al igual que el legendario Philiph Marlowe, de Chandler. Hay oficiales de policía, como el de Petros Markaris. Detectives más o menos paródicos, como Beroscarain de Paco Ignacio Taibo, o el primer Carvalho de Vasquez Montalban;  está Mario Conde el detective medio intelectual del cubano Padura, o el existencialista inspector Walander de Heining Mankell.

El detective en la novela policiaca tiene una larga historia y una presencia dominante. Es su marca de fábrica. Sin embargo, yo me inclino a creer que el detective, en el caso del genero negro, no es necesariamente obligatoria. Por lo menos bajo la encarnación de un private eye, o de un inspector de policía, o un juez, o cualquier otra autoridad judicial. En cambio si considero indispensable su mirada, aunque no sea la de un detective. Es un pegamento fundamental de la trama. Y una manera de definir esta mirada del detective, es entenderla como algo más participativo que la de un narrador. Esa mirada del detective se convierte así en la de un observador privilegiado. Un analista que es algo más que un testigo. Puede ser la mirada de un periodista, un ciudadano de a pie o cualquier testigo que conozca los acontecimientos. La mayor parte de las veces esta mirada adopta la forma del narrador en primera persona pero también puede ser el eje de la narración en los relatos contados en omnisciente.

Tal vez el gran poder del detective o de quien ejerza esa mirada participativa sea el de ser un sobreviviente. El detective no evoluciona en la mayoría de las sagas detectivescas. Va en contra de la ley no escrita donde el protagonista de la novela evoluciona de acuerdo al argumento.

El detective cumple un papel curioso y contradictorio. Parece ser el protagonista pero no lo es. Los verdaderos protagonistas son aquellos seres cuyos avatares son narrados a través de la mirada del detective.

En realidad el detective termina siendo un falso protagonista de sus novelas. O un peculiar protagonista, pues nunca cambia, cruza por sus propias aventuras apenas con heridas en el cuerpo y en el alma. Termina convertido en ese narrador privilegiado que nos cuenta el destino de los verdaderos protagonistas, las víctimas, sea que sobrevivan o no. Por eso algún especialista en el género decía que en la novela policiaca solo los secundarios mueren. Yo rectificaría, diciendo que solo los verdaderos protagonistas mueren, el detective casi nunca.

Esto es algo que hace muy artificial al detective, pero también puede decirse que es parte de su naturaleza. Normalmente una narración de ficción cuenta un hecho extraordinario que le ocurre a una persona ordinaria. Resulta extraño que a un persona ordinaria, como lo es cualquier detective, le sucedan tantas cosas extraordinarias. Por eso mismo resultan un poco inverosímil aquellas colecciones de cuentos en las cuales el protagonista le ocurren todas las historias, pues por naturaleza el cuento narra una situación extraordinaria que le ocurre a una persona ordinaria.

Chandler consideraba que el detective, pese a ser un personaje que solo puede existir en la novela policiaca, es el elemento que genera el equilibrio de la justicia, en un temprano estudio (1957) sobre la obra de Raymond Chandler, un comentarista francés, Robert Champigny, señaló:

 

 “Chandler cuida extraordinariamente el ritmo. Así es cómo, tras la primera reacción ingenua, se desprende de estas novelas violentas, teatrales, una firme tranquilidad, una serenidad poética. La redención no está ligada al personaje del detective como afirma Chandler en su manifiesto (El sencillo arte de matar) sino que es, afortunadamente, más intrínseca: es la obra en sí.”[vii]

 

Lo político

Si el detective sólo es el protagonista en apariencia. Los verdaderos protagonistas son las víctimas del crimen. El individuo, por tanto, se encuentra enmarcado por sus circunstancias sociales. De hecho el discurso de la novela negra nunca se aleja del alegato ético contra el poder. Y ese es otro elemento esencial en el género. El crimen es una metáfora de la enfermedad social, no es un destino en sí mismo, es un medio para representar otra clase de delito más amplio y significativo para la sociedad.

El género negro considerado como la versión realista de esa novela artificial como es la policiaca, se ocupa de ofrecer una mirada crítica sobre la vida social. Al ambiente donde los individuos hacen su vida. Por eso podría considerarse como una versión moderna y contemporánea  ddel detective, a la que me he referido, son narradosarece ser el proitago nista pero no lo es. Los verdaderos protagonistas soáner  de la alguna vez mal llamada “novela social”. El negro es un género político. Cada vez más posmoderno y sorprendente, pero político hasta el tuétano. Esa mirada del detective, a la que me he referido, pone el acento en el ser humano y sus alrededores. Es la puesta en escena de hombres y mujeres que se recortan contra el violento e injusto fondo social en el cual luchan por sobrevivir.

 Esta es una de las razones por la cual la novela negra es en sí misma el vehículo mediante el cual se produce la catarsis del lector frente a las miserias de la existencia.

 Pero no hay que confundirse y pensar que es un género moralista. En general los autores de esta narrativa no creen que la policía protege al ciudadano, más bien el ciudadano necesita que lo protejan del abuso policial, del abuso del poder. Este es casi el paradigma general que da sentido al género negro. Digamos que es una forma que analiza las anomalías de la ley.

 Si la narrativa policiaca de enigma, al estilo de Ágatha Christie, se encargó de establecer el asesinato como un acto de buen gusto, y si, además, hay una narrativa policiaca que se encargó, cómo le gustaba a Poe y a Conan doyle, de observar el crimen como un experimento de laboratorio; el  género negro se ocupa de lo que no es tan elegante. De La  basura social. Qué es el margen donde el individuo se pierde más allá de los bordes de la ley.

Esa mirada es la que lleva al lector a sumergirse en la furia del vendaval social con un salvavidas que le permite salir a la superficie. Ese flotador es la misma novela. No hay moral, no hay discurso vivificador ni valores que se trasmitan. La lectura de las novelas son en sí misma la catarsis que transforma al lector.

 

Un género influyente

 Puede decirse que el género negro tiene una estilística peculiar. Una manera efectiva de utilizar el suspenso, que de todos modos está presente en casi cualquier obra narrativa. Es la tensión o el “efecto de Sherezada”, eso que consiste simplemente en decirle al lector: “esto te lo cuento después”.

 Pero por otro lado sus formas de contar qué buscan la mayor eficiencia, sin desconocer la poesía del lenguaje, hacen que su influencia se  encuentre presente en otras formas narrativas contemporáneas.

 El género negro desborda sus límites, se inmiscuye en todas las formas narrativas. Pero ¿por qué razón? ¿Será porque estimula nuestra adrenalina lectora? ¿Será que produce el mismo efecto morboso que hace que los conductores se detengan a ver los accidentes al borde de la carretera? ¿Será por aquel elemento qué hace que los animales se alarmen cuando ven a un congénere muerto: el temor a la muerte? En términos literarios, entonces podríamos pensar que es el temor al final. La ansiedad de conocer los secretos mejor guardados de los personajes. De lo que no dominamos. En suma, se trata de ese temor a la nocturnidad. Ese temor a la noche. Ese temor al bosque oscuro. Al mundo de los dragones o al de los habitantes de la carrera séptima a medianoche. El miedo y la curiosidad como dos fuerzas que se atropellan mutuamente. El deseo de mirar en la boca de la muerte para entenderla y no temerle. Ese sentimiento tan básico, quizá es en el que se fundamenta el género.

 Y esa curiosidad es la que cualquier escritor quisiera imprimirle a todos sus textos de ficción. Por eso creo que cada vez se profundiza esa línea que separa al policiaco paródico comercial, más o menos repetitivo, en el que resulta indispensable el crimen, la sangre y el detective, de esta otra corriente en la que el Thriller o género negro se va imbricando en los temas convencionales de la literatura haciendo surgir una forma contemporánea, más acorde con el volátil lector de nuestro tiempo.

Por eso, como una recomendación obvio, considero que conviene conocer los mecanismos de la novela negra. Su efectividad para describir y construir escenas. El interés que logra despertar en el espectador. Esa misma eficiencia que sirve para contar cualquier historia. Que enseña a administrar los recursos, a no perderse en disquisiciones lejanas a la idea central de lo que queremos contar.

Y ese es otro encanto de esta variante narrativa y realista de lo policiaco.



[i] Chandler, Raymond. El sencillo arte de matar. Editorial Diana. México D.F. 1956.

[ii] Ibid.

[iii] Truffautt, Francois. El cine según Hitchcock. Alianza Editorial. Madrid. 1974

[iv] Pöppel, Hubert. La novela policiaca en Colombia. Editorial Universidad de Antioquia. Medellín. 2001.

[v] Citado en, Johnson, Diane. Dashiell Hammet, Biografía. Six Barral. Barcelona. 1985.

[vi] Ibid.

[vii] Citado en Hoveyda, Fereydoun. Historia de la novela policiaca. Alianza Editorial. Madrid. 1967.

miércoles, enero 27, 2021

El escritor en el (in)cómodo papel del profesor

Conferencia presentada por Roberto Rubiano en el seminario organizado por la Maestría de escritura creativa de la Universidad Eafit. Medellín, 2017)


Resulta común que un escritor sea a la vez un profesor de matemáticas, de lengua española (o inglesa, o italiana), de geografía e incluso de literatura. La docencia es un oficio que no le es ajeno. Es un trabajo cómodo, le permite vaciar su mente de los problemas de la escritura y concentrarse en algo que no le complica demasiado la existencia.

Ernesto Sábato, al preguntarse sobre de cual oficio podría vivir el escritor, se respondía a sí mismo:

¿Cómo vivir? De cualquier modo que la creación no sea manoseada, bastardeada, abaratada: poniendo un tallercito mecánico, trabajando de empleado en un banco, vendiendo baratijas en la calle, asaltando un banco.

Así que la docencia es una buena alternativa de trabajo para el escritor, menos riesgosa, en todo caso, que asaltar un banco.

En general los escritores no tienen demasiadas ofertas de empleo y la educación siempre es una de ellas. Algunos lo hacen por necesidad, otros por legítimo interés y en muchos casos por las dos razones. Aunque cualquier escritor preferiría vivir de sus derechos de autor y siempre es mejor ser publicista o guionista de televisión (aunque hay mucha competencia),  la docencia es uno de esos oficios tranquilos que reclamaba Sábato para cualquier escritor.

Sin embargo, la única razón no es solo económica. Hablar a un público universitario es una actividad que resulta común en el caso del escritor consagrado, que puede ir a Princeton, o a cualquier otra prestigiosa universidad donde le pagan unas cifras altas, para que ofrezca charlas sobre su vida y obra, es decir, para que hable sobre lo que más le interesa. En el otro extremo, para un autor promedio, ejercer como profesor de geografía es un oficio que puede alejar las molestas reflexiones acerca de su propio destino como creador. Menos frecuente, es que el autor sea formador de escritores. Es decir, profesor en escrituras creativas, para decirlo con palabras apropiadas para esta conferencia.

Pero, sea cual sea el caso, quizá nada más ambiguo, tal vez impropio, que un escritor-educador. Es decir, aparentemente los escritores no ofrecen respuestas, ni sabiduría, ni conocimientos, sino más bien hacen preguntas, generan incomodidades.

Así que, entonces, ¿qué hace el escritor como educador? ¿Cultiva su ego? ¿Cultiva lectores? ¿Pasa las horas muertas? ¿Busca espacios para exhibir su acervo cultural? En algunos casos puede que sí, pero en la mayoría yo creo que hay una pulsión por la educación que tiene que ver mucho con el de la intimidad de su oficio. Es parte de ese deseo de opinar sobre los asuntos de la carne y del mundo.

Pero en todo caso, para ejercer como profesor resulta necesario tener una mínima capacidad didáctica para expresarse ante un auditorio. Gabriel García Márquez, por ejemplo, no gustaba de hablar en público. Sus charlas informales en la escuela de San Antonio de los baños en Cuba, recogidas en el libro Me alquilo para soñar, y que muestran su lado de educador, las dio en una mesa conversando informalmente, y fueron grabadas y editadas por sus estudiantes. Al otro extremo, hay autores que tienen una enorme elocuencia para dictar sus conferencias. Pensemos en Mario Vargas Llosa o John Maxwell Coetzee, que mantienen abierta su cátedra con entusiasmo juvenil. En ellas comparten con los estudiantes su experiencia en la lectura de las obras de los autores que admiran. Así que algo debe tener el oficio de educador para que los escritores se sientan felices en ese universo.

Pero una cosa es compartir el gusto por la obra de algunos autores y la otra ofrecer soluciones prácticas a un colega que está comenzando su andadura en el campo de la creación literaria. ¿Dónde radica la autoridad para  mostrarle a un nuevo escritor un posible camino, una solución a su problema narrativo? Porque ningún autor acompañante de escritura creativa ofrece soluciones definitivas. Propone alternativas, sugiere soluciones. No mucho más. Se dedica a facilitar a otros creadores el camino hacia los secretos creativos.

 

Talleres, el primer circulo

Los centros de escritura creativa ofrecen diversas alternativas que van desde los talleres que se dictan en localidades barriales de Bogotá o Medellín, hasta los talleres de mayor nivel que existen en casi todas las ciudades importantes del país y en muchísimos de sus municipios: talleres de poesía, talleres de crónica, talleres de cuento, talleres de novela. Lugares donde se forman esos escritores que no han tenido opción u ocasión de adquirir estos conocimientos en centros universitarios. Y no lo han podido hacer por una sencilla razón: los centros universitarios hasta hace muy poco no se ocupaban de estos temas.

El escritor español Eduardo Mendoza, en alguna entrevista relativamente reciente se declaró muy en contra de esta ocupación de los escritores, al considerarla una moda pasajera. Sin embargo, la realidad nos muestra que esa actividad no es una moda de último momento, sino más bien una ocupación bastante antigua.

Charles Dickens y Willkie Collins sostenían de manera habitual una suerte de tertulia sobre el trabajo literario donde participaban noveles escritores. El taller Escribiendo versos, de la Universidad de Iowa, comenzó a dictarse en 1896.

Siempre los talleres, llámelos como quieran, han sido un oficio para los escritores, aunque solo hasta ahora se hayan convertido en una actividad más permanente e incluso académica.

Los tradicionales departamentos de Literatura están hechos para la formación de críticos, y para la investigación, pero muy poco para la formación de escritores. Eso cambió, por supuesto, con la llegada de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, del desarrollo de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central, derivada de la larga experiencia del taller de la misma Universidad, que existe desde hace más de treinta y cinco años, el surgimiento de la Maestría en creación literaria de la EAFIT de Medellín y cada vez es un paisaje bastante amplio y desarrollado. Hoy, los departamentos de literatura no se oponen a los cursos de escritura creativa dentro de sus programas o a la coexistencia con talleres de creación.

No es lo mismo que ocurría con ese escritor de los años 1960, 1970 o 1980, que se veía obligado a bucear con más intuición que otra cosa al hablar sobre el oficio de escritor. Por ejemplo, el caso de Cortázar, cuando fue invitado a Berkley, en 1980, a dar sus cursos sobre su obra (Clases de literatura, lo titularon), hizo lo mejor que pudo. Es encantadora esa crónica de cómo explicaba las razones de su escritura, pero por supuesto él estaba adivinando y aprendiendo más de sus alumnos que a la inversa. O el caso de José Donoso que consideraba que las universidades eran el cementerio donde iban a morir los elefantes de la literatura, o sea ellos: los escritores consagrados. Hay muchas opiniones o experiencias; Vargas Llosa tiene como veinticinco doctorados, ha acumulado una amplísima experiencia dictando sus cursos de literatura a partir de los cuales saca libros magníficos como el estudio que hizo sobre Juan Carlos Onetti, después de dictar un ciclo de conferencias sobre la obra del novelista uruguayo. Y así, sucesivamente, los escritores consagrados siempre encontraron en los espacios universitarios aquello que les gusta, –que es lo de siempre– hacer lo que les da la gana y formular más preguntas que responderlas.

En cambio el escritor que asume el oficio de acompañante en los centros dedicados a la escritura creativa, solo tiene hasta cierto punto la misma libertad del elefante que va a morir al cementerio universitario. Además tiene una obligación ética: está formando conscientemente a sus estudiantes, cosa que los escritores consagrados no hacían. Si los formaban, si de paso algún estudiante entre el público asistente, algo aprendía de Cortázar, pues chévere, pero ese no era el encargo. Su papel era hablar sobre él mismo y punto.

En este aspecto, creo que los talleres de escritura creativa no son espacios para que el profesor promueva su obra. Por supuesto que es su experiencia la que le permite resolver las dudas que surgen al revisar una obra en marcha, pero eso no obliga a que sus estudiantes lean su obra. No se trata de un acto de pudor sino de sinceridad. Se trata de usar la obra de autores más grandes que uno para ejemplificar las posibles soluciones a los problemas de los estudiantes.

Por otro lado, si los estudiantes quieren leer la obra de su profesor pues bien, es lógico. Me parece que es casi una obligación que sepan quién carajos es el profesor que les está dando clase. Y eso es lo que suele ocurrir, los estudiantes terminan leyendo al profesor sin que este lo obligue o lo pida. Por otro lado, si no tienen interés en leer a sus profesores digamos que eso habla un poco mal del estudiante, de su falta de entusiasmo y curiosidad.

Pero, bueno, dejando de lado ese tema, lo fundamental es que el trabajo del escritor como acompañante en los cursos o los programas de escritura creativa tiene algunas peculiaridades. No son las mismas condiciones que tiene el maestro de geografía, o de ciencias sociales; el maestro universitario, o el maestro de filosofía. Y tampoco tiene las libertades, ni la independencia de los cursos libres que dictaban los Cortázar, los Donosos y los Vargas Llosa, y aquí es donde cabe una reflexión acerca del papel del escritor como educador:

¿Puede ser el escritor un educador de nuevas generaciones? ¿un formador de escritores y de lectores? pues evidentemente la experiencia nos dice que la respuesta a estas preguntas retóricas es, sí. El fondo del asunto no es ese, no es sí es posible o no es posible. Por supuesto que todavía subsisten voces –como la del escritor español Eduardo Mendoza– que insisten en que la escritura no puede enseñarse, que eso es algo innato en el ser humano; o aquellos que repiten la vieja sentencia del “saber popular”: el que sabe hace y el que no, enseña.

Pero bueno, lo que nos preguntamos a esta altura, después de algunos años de estar en esta experiencia, es ¿Cuál es la estrategia para apoyar a los nuevos escritores? ¿Cómo lograr que encuentren su voz? ¿Es necesario un método? ¿Es posible que haya unos textos canónicos que nos puedan apoyar en este trabajo?

En nuestro medio, el texto más destacado es El universo de la creación narrativa de Isaías Peña Gutiérrez, en el cual expresa su particular teoría acerca de la creación literaria: la pentafonía narrativa.

Salvo ese libro y artículos sueltos por aquí y por allá, de los que somos autores muchos escritores que trabajamos en escrituras creativas, no hay mucho más, por fortuna. Evidentemente en el mundo existen demasiados manuales sobre escritura creativa, sobre cómo crear personajes, cómo hacer tramas, manuales de guión, manuales de novela, manuales de comienzos, manuales de finales, en fin, digamos que evidentemente hay una cantidad de textos –mayoritariamente empíricos– y tal vez no se necesitan más. Lo que se necesita es saber compartir los saberes de escritor. 

 

La creación literaria y la academia

Me parece a mí que los programas de escritura creativa no están diseñados para formar una academia, o por lo menos una academia en el sentido convencional: donde se acotan temas de investigación, donde se establecen principios que puedan ser relativamente inamovibles y que sirvan de punto de partida para nuevas investigaciones. Digamos que por la naturaleza misma de la escritura creativa, los principios establecidos son las novelas ya escritas. La tradición literaria es con lo que se cuenta, y la titulación, es la obra que cada estudiante logra concluir.

En Escrituras creativas lo que menos importa, diría yo, es el título, lo fundamental es la asimilación de las destrezas que permitan la expresión personal. Algo que probablemente el escritor cuando llega a la universidad ni siquiera sabe que tiene, que va a surgir más adelante. Es ahondar en los secretos de la creación; en esas preguntas que la literatura hace.

Por supuesto muchas veces los programas de escritura creativa se ocupan de temas como los que Vargas llosa trata en sus conferencias acerca de la obra de otros escritores. Yo diría, sin embargo, qué hay algo más específico en los estudios de escritura creativa que en aquellas conferencias. Yo creo que la esencia no está en compartir manuales y fórmulas creativas, sino que está en ese compartir los saberes prácticos de escritor.

Pero, ¿qué son los saberes de escritor?

Podría citar los míos y los de las colegas que compartimos en el taller de la Universidad Nacional. Son aquellos recursos que hemos aprendido a usar, que hemos afinado a través de la conversación infinita con otros escritores. Son esos saberes que hemos explorado a través de nuestro día a día. Son esos saberes sobre los que cada vez que hablamos les encontramos nuevas aristas que compartimos con los estudiantes.  Esos saberes comienzan en los recursos esenciales que el estudiante debería asimilar: el narrador, el personaje, la voz del escritor, el diálogo, etc. Temas que el profesor que no es escritor también puede impartir; pero hay otros saberes de escritor que tienen que ver con la pasión por la escritura, con el por qué se escribe, en qué recoveco del pasado de cada estudiante surge su vocación. Esa pasión también hay que entrenarla. Este sería un caso donde el profesor no escritor podría estar en desventaja. Porque la pulsión de la escritura tal vez solo la podría explicar –en toda su dimensión– quien la vive y la ha educado.

Pero en cualquier caso, un primer acuerdo que puede hacerse es que sí hay y eso lo sabemos quienes hemos frecuentado los talleres de escritura creativa– elementos que se pueden sintetizar, sistematizar y expresar. Una suerte de caja de herramientas de la narrativa, que se puede compartir. Tal vez es una cantidad limitada de saberes de escritor. Hay algunos muy personales e intrasmisibles. Los escritores pueden recomendar cosas, dar opiniones, pero casi nunca lo hacen con la vehemencia de estar repitiendo algo que pueda ser asimilado a una ciencia exacta. Todo lo contario, lo transmiten simplemente como una posibilidad, como una experiencia de la que no se conocen todas sus facetas.

La docencia, puede ser una actividad creativa para el escritor. Lo debería ser para todos los profesores, pero como no conozco tantos no puedo juzgarlo. Para mí, el impartir talleres y ofrecer conferencias breves a mis estudiantes durante esos ciclos de aprendizaje es un proceso que no se aleja demasiado de mi proceso personal de creación. Renuevo conceptos, arriesgo tesis y propongo dudas que despejamos al unísono.

El trabajo del escritor en el aula es una extensión de su trabajo personal en su estudio. Si lo hace bien no será la repetición de un conocimiento, sino que innovará de acuerdo al grupo de estudiantes que tenga en ese momento.

 Ni maestro ni discípulo tienen total seguridad de llegar al final de un proyecto narrativo, incluso cuando lo terminan, los dos probablemente de manera diferente estarán pensando: “esto no es lo que yo quería”. Pues llegar al final del arcoíris en la creación literaria es una entelequia. Nunca se obtiene una satisfacción plena.

Dice Graham Greene:

Para un escritor el éxito es siempre temporal, es siempre un fracaso demorado. Y es incompleto además. La ambición de un escritor no se satisface como la de un hombre de negocios con una cómoda renta, aunque a veces se vanaglorie de ello como un nuevo rico.

 

El escritor y la pedagogía

Entonces continuemos con otra certeza. Así como hay una gran variedad de oficios, o una gran variedad de maestros escritores que enseñan geografía o cualquier otra materia, aceptemos una primera idea: también puede haber aquellos maestros que pueden compartir sus saberes de escritor con otros escritores. O maestros no escritores que puede acompañar a los nuevos escritores.

Este es un viejo debate que vivimos en los primeros tiempos de la red nacional de talleres de escritura creativa, Renata, que dirigí y ayudé a conceptualizar antes de que fuera rebautizada como Relata. Cuando discutíamos acerca del perfil del docente del taller de escritura creativa, algunas opiniones se inclinaban hacia que este podía ser cualquier persona, que no necesariamente tendría que ser un escritor, mientras que otras personas sostenían que ser escritor era una condición indispensable. Ese fue un debate bastante largo sin resultados definidos. Sin embargo, es evidente que aquel que comparte o imparte conocimientos en el proceso de escritura, si no es escritor al menos debería entender el proceso de la escritura  lo cual no significa que el acompañamiento en la academia, entre comillas, de escritura creativa esté reducida solo a los escritores.

Yo creo que la creación es algo que se practica, se desarrolla. La intuición también es perfectible; es decir no hay ningún secreto milenario, ningún arcano imposible en el acto de la creación literaria; entonces tampoco voy a cometer el exabrupto de decir que el acompañamiento a los nuevos escritores solo es posible por otro escritor.

En todo caso, en el caso del profesor–educador o del educador-escritor, ambos deberían tener cualidades pedagógicas al impartir sus talleres.

Y aquí entramos en el terreno del método. El profesor de escritura creativa no produce clones de su propia manera de entender la escritura. Debe tener una mirada diversa. De poderse ocupar de cinco autores con cinco miradas distintas y poder ofrecer a cada uno soluciones o aclaraciones de acuerdo a  las características de cada una de esas cinco obras y no pretender que a los cinco los puede leer de la misma forma. Cada estudiante es un escritor en formación, con un universo en proceso de expansión, un big bang personal, que es importante percibir y respetar.

Por supuesto no existe un método único para crear, porque el autor de ese método infalible para la escritura creativa sería uno de los autores más vendidos en el planeta. Sobre esto reflexionó con ironía Jorge Luis Borges:

Si la literatura fuera un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro, a fuerza de ensayos y variaciones.

Tampoco existe un método único de enseñanza. Pero creo que el escritor como profesor debería tener un arsenal de recursos que le permita atender cada uno de aquellos hipotéticos cinco  casos distintos y ofrecer soluciones creativas tanto en el contenido del texto, como en la pedagogía al enfrentar cada caso. Por eso resulta tan difícil trabajar con manuales o con clases sistematizadas y repetitivas. En escritura creativa, aunque parezca tautológico, la creatividad debería ser la regla al enseñar.

Hoy todo está sistematizado en las redes y es muy probable que si uno quisiera tomarse el trabajo de mirar los manuales disponibles, encontraría en sus páginas muchos de aquellos saberes de escritor cuya existencia he mencionado en este texto. Aquí y allá siempre los habrá, también es seguro que se puede encontrar en ellos algo sobre lo que el maestro Isaías Peña insiste mucho: un código personal, una nomenclatura. Porque afortunadamente, como la escritura creativa o creación literaria no es una ciencia exacta, pues tampoco existe una nomenclatura definida para trabajar con ella. Cada escritor/profesor desarrolla la suya. Entonces, partamos de que no existe el manual definitivo ni el método definitivo, pero si existen muchos caminos que pueden ser recomendados por cada escritor devenido en docente. El escritor como profesor.

Y supongo yo que todo eso llevará al mismo lugar: evitar que el escritor novato repita errores, duplique esfuerzos y pueda llegar más pronto a donde se dirige.

Esta sigue siendo la única verdad posible. Cualquier centro de escritura creativa, acorta los caminos, crea senderos, evita esfuerzos inútiles. El método o el anti método, o la ausencia de método está en eso. No hay un curso igual a otro. Llevo varios años impartiendo talleres y cursos y jamás he visto que un curso se parezca a otro, por la sencilla razón de que cada grupo de alumnos es distinto. Cada grupo genera una química distinta. Porque uno como escritor que acompaña a otros escritores, tampoco es el mismo cada año. Evoluciona. En todo caso el libro que me impresionó el mes pasado es diferente al que estoy leyendo esta semana. La novela o el conjunto de cuentos que estoy escribiendo me presenta unos problemas distintos a los que representó hacer el libro que ya escribí o ya publiqué. Es decir hay una sensibilidad cambiante.

Y en este territorio se trata de eso, estamos en un lugar donde no hay una ciencia exacta sino el espacio de las corazonadas, de seguir el instinto y ahí es donde vuelvo al principio donde señalaba que el escritor no se dedica a establecer certezas, a repartir sabidurías, a impartir conocimiento; tal vez se dedica a generar dudas, a provocar preguntas mas que a responderlas.

Los saberes de escritor se pueden compartir. Lo que no es tan fácil de replicar es la pasión por contar. La necesidad de construir un mundo. Eso es algo que solo cada escritor, impulsado por su pasión artística, puede resolver.

La pedagogía de la escritura literaria tiene mucho que ver con la esencia del papel del escritor como creador. La literatura obliga ser un buen expositor de ideas, de sentimientos. De narraciones amenas. Obviamente el escritor como profesor debe curiosear, aprender de la pedagogía. Pero el escritor en su esencia tiene incorporado un método de comunicación, el explicativo, pero la pedagogía le enseña a comprender la manera como se aprende y de esta forma acompaña mejor a los nuevos escritores.

El maestro abre las puertas de un libro, se supone que lo conoce, el libro del escritor. El que abre a su estudiante es él mismo. Es su experiencia, tal vez aquí radica un poco la esencia de lo que quiero decir. Aquí es donde surge el escritor como profesor de escritura. En esa develación, en la develación de sus propios descubrimientos.

El estudiante trae consigo lo que tiene que aprender antes de llegar al salón de escritura creativa. El escritor como profesor, por tanto, no enseña nada. Tal vez ayuda a hacer las preguntas y poco más. Acompaña el proceso en el que el estudiante descubre el escritor al que está condenado ser. Aprende a hacer las preguntas pertinentes; a entender el origen de sus pulsiones y de sus deseos de narrar.

Por ultimo, otra reflexión de Borges que nos debería recordar a los docentes de escritura creativa nuestro lugar en el mundo. Dice el maestro:

Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran mirado a las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer.