lunes, octubre 24, 2011

Fotografía digital: de la afición a la adicción

Durante el concierto de Andrés Calamaro, que cerró Rock al Parque este año, cada gesto del cantante fue grabado por cientos de cámaras digitales de fotografía, celulares y equipos profesionales. Es inoficioso calcular cuantas fotos se tomaron esa noche pero probablemente fueron demasiadas; y una enorme parte de ellas se publicaron en blogs, en páginas de Facebook, o fueron enviadas por celular.
Esto ocurre en casi todo evento público; sucede en las bodas, en las fiestas familiares, en los restaurantes y en las celebraciones de oficina. En cualquier reunión de estudio o trabajo siempre hay por lo menos una cámara digital registrando el hecho.

Las cámaras nos acechan. Si caminamos por la plaza de Bolívar seguramente quedaremos en decenas de fotos. Al bailar en una discoteca seremos el fondo de la foto que toma el vecino de mesa, al gritar en el estadio nuestro gesto es recogido por muchos celulares. Hay una adicción a la captura de imagen. Como si una ley dictara que aquello que no se registra no sucedió.

Esto no pasaba con la fotografía análoga. Con 24 o 36 negativos por carrete; con un proceso más o menos costoso y demorado entre la toma y la imagen final, el aficionado era menos generoso con sus disparos. Quemar rollo como decíamos hace veinte años, solo era posible para los profesionales que podían tomar cinco o diez rollos al día porque alguien pagaba por eso. Esa cantidad de fotos, de 120 a 360 en un día, la hace ahora cualquier aficionado en un paseo dominical. Si no le gustan las borra y vuelve a empezar, cero costo. Y además no las tiene que imprimir porque el soporte natural para sus fotografías está en el ciberespacio.

Entre la técnica y el arte
La fotografía digital enseñó a tomar fotografías básicas a la mayor parte de las personas que antes no lo hacían. En la experiencia de fotografiar en negativo y luego revelar las imágenes había una distancia muy grande antes de ver el resultado. La experiencia era difícil de asimilar para el aprendiz. Con la cámara digital este aprendizaje cambió. El aficionado de la era digital puede comenzar a experimentar observando el resultado de su toma un segundo después de hacerla. No tiene que complicarse con lecturas de luz, temperatura de color, Asa, diafragmas, profundidad de campo ni velocidad. Utilizar una cámara hoy es tan fácil como tomar un lápiz para dibujar. Sin embargo, así como la mayor parte de las personas solo pueden dibujar una carita feliz con un lápiz, obtener una buena fotografía sigue siendo tan exigente como lo era con el rollo de 36 exposiciones. El fotógrafo colombiano Jorge Mario Múnera, por ejemplo, necesita menos de un rollo para hacer uno de sus excelentes retratos. Y cuando trabaja con una cámara digital los hace en series de 36 exposiciones que nunca revisa en la pantalla durante la sesión sino que lo hace después. O sea, para él no hay diferencia en el uso de las dos cámaras.

El arte de la fotografía no depende de la técnica, esta es accesoria. Robert Capa, el más grande reportero de la historia era un pésimo laboratorista. Probablemente hubiera utilizado una cámara digital con la misma displicencia con la que usó las Leicas y Contax de su tiempo. Como un medio para un fin superior: conmover a la humanidad con sus impactantes imágenes.

En 1900 Kodak promocionó la primera cámara Brownie con el slogan “usted toma la foto y nosotros nos encargamos del resto”. Tendrían que pasar casi noventa años, para que este secreto del negocio evolucionara al punto de que “usted toma la foto y su cámara se encarga de todo lo demás”. Hoy una niña de siete años puede usar una cámara que además le permite añadir gadgets a la imagen, como los que hacían los fotógrafos de parque o ponerle adornos para hacer bromas visuales, como hizo alguna vez la Kodak regalando pegatinas con leyendas como “qué fiesta tan brava” o “esto es muy peligroso” para poner sobre las fotos de un cumpleaños, por ejemplo.

Las cámaras digitales avanzaron en diez años lo que las cámaras tradicionales en setenta. De la Brownie, a la Leica hubo menos de veinte años, de esta a la reflex promedio hubo otros 20 años de investigación. De la Sony Mavica que usaba diskette, a la reflex de 5 megapixeles hubo apenas meses, lo que tardó algún tiempo es que bajara de precio, pues al principio era un aparato muy costoso. Hoy una cámara digital que funcione bien se consigue a partir de los trescientos mil pesos.

La fotografía se ha democratizado en su aspecto más tecnológico, pero no necesariamente en los aspectos conceptuales que hacen significativa a una imagen.

La evolución del álbum
Hace años los turistas agobiaban a sus visitas mostrando álbumes con las fotos de los paseos, o proyectando slides con un carrusel Kodak. Hoy el álbum ha evolucionado, el visor de imágenes de Windows, o el muy cómodo IPhoto de Apple, pusieron el álbum fotográfico en cada computador. Y de ahí saltan a ese otro álbum virtual que se llama Facebook, o viajan por Youtube, Photobucket, o son comentadas en millones de Blogs sobre los más variados temas.

Ahora las fotografías se cargan en USB, se exhiben en portarretratos electrónicos que cambian de foto cada 5 segundos, sirven de salvapantallas en los computadores de oficina que reemplazaron a las recurrentes fotos de los niños bajo el vidrio del escritorio.

Ese es un aspecto nada despreciable de la fotografía digital, así como la red ha divulgado la información a un extremo todavía difícil de interpretar, la fotografía se tomó el ciberespacio por asalto. Las fotografías ya no se comparten en la intimidad de una aburrida velada con slides sino a través de la red, donde además son comentadas, criticadas, compartidas y reenviadas.

La cámara, como quería McLuhan, es cada vez más la extensión del ojo humano. Pero la sensibilidad para tratar la imagen no viene adosada a las pilas de litio o a los zoom digitales. La afición en la era digital obedece al mismo entusiasmo que había por la fotografía analógica, solo que ahora prácticamente todas las personas toman fotos. La diferencia fundamental es que ya no es una afición, ahora lo que hay es una adicción a la imagen. Una necesidad de certificar la existencia mediante la prueba fotográfica.

(Publicado originalmente en Carrusel de El Tiempo)

miércoles, octubre 19, 2011

El blog, manual de uso, 1

¿Para qué sirve un blog? Es una pregunta que todo bloguero se hace todos los días. Una explicación puede ser esta caricatura del New Yorker en uno de sus números de septiembre. Según esta, un tercio de los blogs se dedican a publicar “basura surtida” recetas de cocina, críticas de cine, críticas de libros, pensamientos, etc. Otro tercio de usuarios lo utiliza para promocionar al autor del blog, la venta de sus libros o sus pinturas. Y otro tercio, para las más variadas teorías conspirativas.

Como esto se dice en una caricatura todo lo dicho ahí es cierto y no lo es: es decir, es caricaturesco. Pertenece a la realidad pero la exagera para hacerla entender. Y por supuesto debemos pensar que sí, que la mayor parte de los blogs están enmarcados más o menos en una de estas opciones.

El Blog se ha convertido en un espacio que sirve para todo, desde desbloquear la comunicación en países con férreo control informativo, como Cuba o algunos países islámicos, hasta permitir que un escritor novato comience a subir sus escritos con la esperanza de que alguien les de una mirada.

El blog es un medio libre y personal. Es una de la oportunidades que ofrece la red. O como dice Arianne Huffington, “la nueva entretención de la gente es la comunicación”. Hay fenómenos curiosos como el blog Generación Y de Yoanni Sánchez que ha obtenido el favor de los lectores, los medios y es un éxito gracias a la censura cubana.

Los periódicos han absorbido el blog, como una suerte de columna en la que los blogueros colaboran en ofrecerle una personalidad al periódico, en lugar de que el periódico use la personalidad de los blogueros, como si lo hace la Arianne en su afamado medio de internet The Huffington Post.

El blog también puede ser una suerte de diario personal. Pero así como hay toda clase de diarios también se dan toda clase de blogs a manera de diario. Una cosa es asomarse a las páginas del diario de un adolescente que consigna allí sus cuitas de amor y otra un poco más interesante hojear el diario de Franz Kafka o el de Adolfo Bioy Casares.

Ese es el caso de Hemeroflexia de Andrés Trapiello. Él lo llama Almanaque. Trapiello es un escritor madrileño que año tras año publica un nuevo tomo de su diario. Es un autor disciplinado que recoge su día a día y lo publica más o menos con cinco años de distancia de los acontecimientos narrados. En su blog hace otra cosa, recoge sus apuntes dirigidos a la prensa, escribe sobre arte, lecturas, impresiones diarias y actualiza su blog con una frecuencia envidiable.

Y esta es una característica fundamental del buen blog: la frecuencia. Aunque también estan la pertinencia y la calidad de lo escrito.

La frecuencia es algo normal en la red. Nadie vuelve a una página que permanece semanas abandonada (yo a veces me descuido). La pertinencia significa que uno no puede hacer un blog para hablar sobre uno mismo, como el quinceañero enamorado que solo tiene energía para hablar de sí mismo y de sus cuitas de amor. O lo que es lo mismo: se equivoca de cabo a rabo el escritor que tiene el blog solo para colgar las entrevistas que le hacen, para incluir las críticas (favorables) que se le hacen y descuida al lector de su obra que puede interesarse en conocer los aspectos culturales complementarios de esa obra. Qué lee, qué películas ve, que ideas defiende ese escritor. Por último la calidad depende siempre de algo relacionado con lo anterior, es decir, publicar sobre temas específicos, que aporten un punto de vista refrescante sobre lo conocido. Y hablar de uno mismo solo es interesante cuando se contrasta sobre la visión que uno tiene sobre el mundo.

Por último, no sobra mencionar que el blog también sirve para hablar sobre el blog… pero seguiremos.

lunes, octubre 03, 2011

Notas sobre el cuento: su longitud

Hace poco, en una lectura de cuentos y su posterior conversación sobre el genero, volvió a surgir que una definición del cuento es el tamaño. Es decir, que según la cantidad de palabras un cuento es un cuento y una novela es una novela. Engañosa definición.

Por supuesto que el primero que habla de esto es uno de los fundadores del cuento moderno, don Edgar Allan Poe, quien decía que, entre otras cosas, un cuento debe poder leerse en una sola sentada. Pero también señalaba que el cuento busca producir un efecto único y que en función de ese efecto único todo lo demás estaba a su servicio.

A mi que me gusta ir, como dicen en España, por la libre, opino que la longitud es un tema subsidiario para juzgar que un artefacto narrativo sea un cuento. Por eso no creo que un cuento largo pase a ser automáticamente una nouvelle o novela corta (sobre lo cual me extenderé en otra entrada), o que un cuento muy corto, por el hecho de ser breve, pase a ser un microrrelato; subgénero cuya existencia en tolda aparte tampoco reconozco por las mismas razones que estoy exponiendo.

Cuento es contar, y contar una sola historia que produzca una sola impresión en el lector sin importar la cantidad de páginas o renglones que esta tarea requiera. El efecto de una sola impresión lo consigue el buen cuento que utiliza la menor cantidad de elementos para referir la historia contenida en el cuento. Eso que Ruyard Kipling, en su autobiografía Algo sobre mí mismo, llamó la teoría del Iceberg (que Hemingway citó en la entrevista de la Paris Review, apropiándose de la idea) y que Ricardo Piglia explora en su teoría de la historia oculta en el cuento.

Pero sobre este tema también me extenderé en otra entrada,

Hay cuentos muy largos, como El perseguidor de Cortázar que siguen siendo cuentos a pesar de tener algo así como sesenta cuartillas mecanografiadas. Y hay novelas que no dejan de ser novelas por el hecho de ser cortas, como Bonsai de Alejandro Zambra, que en cuartillas mecanografiadas no debe llegar a cuarenta. Dos pruebas sencillas de que en el cuento la longitud no importa, sino contar una historia autosuficiente en la que el personaje está perfectamente imbricado con el argumento y el argumento, de alguna forma, explica al personaje; cuya vida, más allá del cuento, carece de interés para el lector.

Sin embargo el cuento bien logrado es el que deja palpitando en la mente del lector ese universo cerrado que se expande cada vez más a medida que la lectura va quedando atrás. Y en ese aspecto, la longitud del cuento simplemente es la que obliguen los hechos, los personajes y escenarios organizados por el autor para que este efecto suceda.