lunes, agosto 29, 2011

El publicista Hammett reflexiona sobre literatura

Los fragmentos que incluyo en esta entrada de blog pertenecen a un ambicioso texto sobre el estilo literario, escrito por Dashiell Hammett en 1925, cuando inició su actividad como comentarista de libros publicitarios en la revista Western Advertising. El título del artículo era: La publicidad es literatura, y su texto (en parte) dice:

"Hablar de lavadoras como si fueran yates, es no ser demasiado literario; es no ser suficientemente literario. La floritura desproporcionada, lo chillón, gozan de peor reputación en la literatura que la que nunca han tenido en la publicidad. Hay escasos puntos literarios en los que se dé un acuerdo general, pero no conozco a ningún escritor de primera fila ni a ningún crítico que no considere como el más perfecto el estilo que viste las ideas con las palabras más adecuadas.

Otro punto -quizá el único otro punto- en el que hay acuerdo, es que la claridad es la primera y principal virtud literaria. La frase innecesariamente complicada, la imagen ensombrecida, no son literarias; son antiliterarias. Joseph Conrad, de cuya obra John Galsworthy ha dicho que es "lo único escrito en los últimos 12 años que ha enriquecido, en alguna medida, el idioma inglés", definió el oficio del escritor como "por encima de todo, que resulte claro". Anatole France, probablemente la figura más importante que haya dado la literatura moderna y, por si fuera poco, el hombre que más ha leído, decía: "¿cuál es la frase mejor escrita? ¡La más corta¡” condenó el uso del punto y coma, una resaca de la época de las frases larguísimas, que no se adecúa a una época de teléfonos y aviones. Insistió en que todos los innecesarios "cuyos" y "ques" han de ser extirpados con cuidado, ya que estropean el mejor estilo.

(…) El lenguaje del hombre de la calle rara vez es claro o simple. Si creen que exagero, hagan que una taquígrafa provista de lápiz y papel, se ponga, un rato, a escuchar indiscretamente. Se darán cuenta de que este lenguaje corriente, sin los gestos y las muecas, resulta no sólo excesivamente complicado y repetitivo, sino, por su incoherencia, prácticamente inútil. El hombre corriente quizá se exprese un poco mejor por escrito. Si desean comprobar este cuán poco, elijan al azar a media docena de hombres cuyo trabajo cotidiano no guarde relación alguna con las palabras y háganles redactar algún párrafo. El resultado será interesante e instructivo. Pero no será ni claro y sencillo.

Las palabras que prefieren hombre corriente son las que le permiten hablar sin tener que pensar (...)

Pueden leer toneladas de libros y revistas sin hallar, incluso en un diálogo de novela, intento alguno de reproducir fielmente el lenguaje coloquial. Hay escritores que le intentan, pero rara vez ven publicadas sus obras. Incluso un especialista en lengua vernácula como Ring Lardner consigue sus efectos de naturalidad gracias a una hábil montaje, deformando, simplificando, matizando la lengua nacional, y no transcribiéndola palabra por palabra.

La simplicidad y la claridad no hay que tomarlas del hombre de la calle. Son lo más difícil de obtener y el logro literario más arduo, y todo escritor que intenta conseguirlas precisa de una gran dosis de habilidad. Simplicidad y claridad son las cualidades más importantes para asegurar el máximo efecto que se desee producir en el lector; y asegurar ese máximo efecto deseado es la meta principal de la literatura..."

viernes, agosto 26, 2011

Dashiell Hammett el publicista que transformó la literatura policiaca.

Hace 50 años, en 1961, falleció Dashiell Hammett. Fue el final de una vida torturada por las enfermedades pulmonares. Al momento de su muerte llevaba más de veinte años sin publicar un libro y probablemente sin escribirlo. Además, considerando que fue un escritor más o menos tardío resulta extraño que haya podido trascender para la historia de la literatura.

Comenzó a escribir como muchos otros autores en la década de mil novecientos veinte para las revistas pulp, magazines baratos que eran leídos por gran cantidad de lectores. De manera paralela también trabajaba como redactor de publicidad para una tienda de joyería. Sus “copys” eran muy diferentes a los que hacen hoy en día los nuevos talentos de la publicidad. No eran tan sintéticos como “Diamonds are forever” que el único texto que acompaña la fotografía de un diamante y una marca norteamericana. Más bien eran pequeñas historias mediante las cuales Hammett intentaba conmover a los posibles usuarios de la joyería. Al mismo tiempo reseñaba libros de publicidad para una revista especializada por lo que a los dos años de estar en esa actividad era un reconocido y formado publicista. Podría haber intentado una carrera en el ramo y quizá ahora su nombre sería tan conocido como el de David Ogilvy, o el de Leo Burnett en el campo publicitario; su cadena internacional de agencias publicitaras se podría llamar hoy D. Hammett Advertising, pero esto no fue así porque persistió en su vocación de escritor de relatos policiacos. Y si no logró dejar una huella en la publicidad, en cambio dejó una marca indeleble para la literatura policiaca y un ícono reconocible: el del Agente de la Continental y su encarnación más lograda, el detective privado Sam Spade.

Hammett quiso ser soldado, o en todo caso participó en las dos guerras mundiales. Tal vez por eso formó parte de la agencia Pinkerton de detectives. Una organización que hoy consideraríamos de corte más o menos paramilitar, que aparte de investigar robos a empresas, también fungió de fuerza de choque contra los emergentes sindicatos de las primeras décadas del siglo XX. Esta experiencia en la Pinkerton sería fundamental para él, porque le permitió observar los entresijos del poder empresarial, la corrupción de las autoridades urbanas, el mundo de la delincuencia común y las relaciones de todos esos anillos sociales.

El detective como personaje de la narrativa policial estaba muy bien establecido desde la época en que E.A. Poe publicó sus tres relatos protagonizados por Auguste Dupin. Pero esta figura que tuvo representantes como Sherlock Holmes, había caído en un lugar común que achataba y hacia predecible la literatura policiaca hasta el momento en que Dashiell Hammett comenzó a publicar sus relatos realistas, basados en sus propias experiencias y visiones. Por eso el “Agente de la Continental” pronto fue una marca reconocible y su manera de narrar la literatura policiaca, con personajes y situaciones más realistas y profundas (intelectuales, diría alguien), hizo que sus colegas de las revistas pulp, como Black Mask, se quejaran con los editores acusándolos de que estaban “hammettisando” estas publicaciones.

Escribió su obra en un corto periodo de trabajo. No es muy extensa; cinco novelas, una de ellas mítica: El halcón maltés, un libro de relatos recogidos por él y unos 23 cuentos dejados atrás, por considerarlos muy primitivos. En 1938, prácticamente, dejó de escribir y se dedicó fundamentalmente a leer y a pensar. Lilian Hellman, su compañera durante muchos años, da cuenta de esta faceta de su personalidad en su autobiografía.

En 1951, Hammett, acusado de actividades comunistas, fue una de las víctimas del senador Joseph MacCarthy y tuvo que pagar una pena en prisión de nueve meses.

Al morir seguía intentando avanzar en una novela muy diferente a las que lo habían hecho famoso. Tulip, se llamaba y solo conocemos un fragmento publicado bajo la forma de relato corto.

Esta fue, en parte, la vida de este aspirante a publicista que escribía como si fuera Faulkner unos relatos destinados al consumo masivo. Por ironías de la vida, los autores que él admiró y trató de asimilar para su escritura, Hemingway y Faulkner, a su vez trataron de imitarlo a él. Justicia poética para un gran autor.

martes, agosto 23, 2011

Una de Maray


Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza, porque en ese caso no serían pasiones sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias.

Sandor Maray (En El último encuentro)

domingo, agosto 21, 2011

Las librerías en Colombia

Es domingo y acabo de leer un comentario en Facebook donde un escritor de la costa Caribe, Guillermo Tedio, reflexiona sobre una queja que hace José Luis Garcés González, otro escritor de la costa, de Montería más precisamente, sobre la ausencia de librerías en su ciudad. Lo cual considera una verguenza. Leo los comentarios añadidos al primero, la mayoría refirmando la triste idea. Alguien de Valledupar dice que allá la cosa no es diferente. Otro (Alberto Buelvas), tratando de proponer una idea ecuánime, dice que lo que sucede es que "las librería son un negocio y como cualquier negocio necesita de un punto de equilibrio para subsistir en cuanto a gastos. Las librerías se han convertido en un mal negocio, las personas que compran libros, la gran mayoría lo hacen por internet. Por otra parte, hay personas que bajan el libro lo imprimen o lo mandan a imprimir donde resulte más barato (es sumamente económico), esto ha acabado con el negocio de las librerías, y si a lo anterior le sumamos la piratería imagínese."

Ojalá fuera cierta tanta felicidad sobre el libro electrónico y la venta POD (Print On Demand).

Las librerías, como todos los negocios relacionados con la cultura necesitan ser rentables, como dice el último comentario, pero esa rentabilidad siempre será menor que la de una tienda de licores. Por eso necesitan de cierto tipo de empresarios que son una especie en vía de extinción: los libreros. Esos tipos que aman los libros y creo que hasta les duele vender sus existencias, pero ese dolor lo compensan con el sentimiento de que van a compartir las lecturas que les gustan con nuevos lectores.

Tengo un amigo que puso una librería en Bogotá hace como tres años. La lucha ha sido grande. Para sobrevivir trabaja todos los días en ella, propone actividades, escoge bien su catálogo y gracias a eso se ha inventado algo que escasea en el negocio: lectores compradores. Mi amigo es uno de esos libreros que lee los libros que vende, que lee los comentarios de los libros y que lee los catálogos. Es uno de esos pocos libreros que van quedando en esta ciudad. Por supuesto que conseguir ese personaje junto con un grupo de socios dispuestos a invertir algún capital no es fácil ni en Bogotá ni en Valledupar, ni en Montería.

Pero que los hay, los hay.

Mientras tanto quedan las esperanzas. En Ibagué, donde tampoco hay librerías, aguardan desde hace dos años la apertura de una Panamericana. En Pereira, donde no hay librerías hay un grupo de escritores que ha intentado varias veces abrir una librería de libro usado.

En Colombia comprar un tiquete aéreo por Internet todavía es un asunto de minorías, la compra de libros en línea es una actividad casi inexistente. Empecemos porque no hay una oferta masiva de artefactos de lectura, Kindle, por ejemplo. El Ipad se vende bien pero es usado más para actividades multimedia y manejo de documentos que para lectura de libros (que también sirve para eso). Pero sobre todo el problema es que la oferta de libro actualizado en español es muy escasa. El portal todoebook de España, donde las editoriales más grandes y algunas de las pequeñas, ofrecen libro electrónico todavía no incluye ni una parte mínima de los catálogos de estas editoriales. Panamericana de Colombia, que va a estar en este portal, apenas ha subido un título de prueba. Por tanto, pese a la creencia de algunos de que las librerías están condenadas por la venta de libro electrónico, en Colombia por ahora no se cumple.

Casi no hay canales para la venta de libro físico o electrónico; pero tenemos la biblioteca más visitada de América Latina, la Luís Ángel Arango. O sea que lectores no faltan. O sea que hay esperanza de que la verguenza compartida por todas las ciudades colombianas (incluída Bogotá) de tener tan pocas librerías, en algún momento se supere.

viernes, agosto 19, 2011

¿Cómo escribir más rápido?

Este parece un tema baladí pero a muchos autores les preocupa de sobremanera. Hay autores que escriben con lentitud, o corrigen excesivamente y les toma tiempo cada pagina. Otros autores, la mayoría, al margen de que les quede fácil o difícil escribir, optan por la procrastinacion, el aplazamiento, el no escribir.

Sin embargo, para los que si escriben y quieren escribir más rápido, encuentro un articulo en la revista Slate que se ocupa del asunto. Perezoso, se titula y su subtitulo resulta un poco contradictorio: ¿Como ser un escritor mas rápido?

Dice el autor, Michael Agger, que "echado sobre mi teclado me he dedicado a cazar anécdotas sobre escritores rápidos" y menciona el caso del historiador Cristopher Hitchens que escribe una columna en la misma revista y es capaz de componerla en veinte minutos, después de salir de un sesión de quimioterapia y después de una cena con amigos, un sábado en la noche, tarde. También menciona al novelista del siglo XIX Anthony Trollope que escribía en papel hecho a su medida donde cabían 250 palabras, la misma cantidad de palabras que Williams Buckley escribía en 15 minutos y cuando se le acababan los quince minutos y no había llegado a las 250 palabras aceleraba el paso.

No esta mal, eso significa que Buckley podía escribir una cuartilla normal en media hora de trabajo. Multiplicado por ocho horas quiere decir que podía hacer 16 cuartillas diarias. Bastante, pero apenas cerca de las cifras del novelista francés Georges Simenon que escribió algunas de sus novelas en diez días; por algo dejó un legado de mas de cien novelas de diversa extensión, una larga obra periodística y muchas adaptaciones al cine.

Otro escritor muy rápido, en el ámbito español es Jordi Sierra i Fabra. De él se dice también que puede componer una novela en diez días. Para estos días su obra ya debe superar los cuatrocientos títulos. Por lo que puede concluírse, según estos dos casos, que a mayor velocidad mayor cantidad de obra. Comparado con ellos, un industrioso de la literatura, como Mario Vargas Llosa, queda como un perezoso, ya que su conjunto literario no llega a treinta títulos. Menos mal algunos de ellos ya pertenecen a la historia grande de la literatura.

Hay casos curiosos como el de John Banville que escribe su literatura mas
acabada y detallista bajo su propio nombre, pero hace novelas policiales bajo el seudónimo de Benjamín Black. Una confesión del autor define muy bien la diferencia entre los dos autores: "como Benjamín Black escribo unas dos mil quinientas palabras al día, como John Banville si logro doscientas al día soy muy, muy feliz." Entonces surgen dos preguntas: ¿La diferencia está en la velocidad, o en la libertad que ofrece el seudónimo? ¿Bajo seudónimo, sin la presión de escribir como se espera de un cierto prestigio literario, se escribe mas rápido?

Las respuestas quedan pendientes.

Existe, por supuesto la diferencia en la velocidad de composición de un periodista y de un autor literario. El primero está habituado a la presión, a una cantidad limitada de caracteres para comprimir la información. El otro solo tiene la presión de sí mismo. Por eso a veces aplaza y aplaza la conclusión de sus obras hasta límites exagerados.

Para terminar citaré al autor del articulo de Slate, que a su vez cita a un sicólogo de la Universidad de San Louis que dice que algunos escritores son "bethovianos" porque componen borradores instantáneos para descubrir que es lo que quieren decir. Y, por otro lado, dice el sicólogo, hay escritores "mozartianos" que saben alargar el desarrollo de sus borradores por largos periodos de tiempo con el fin de reflexionar y planificar mejor.

Escribir para blogs también garantiza cierta eficiencia. ¿La prueba? escribí este texto en menos de veinte minutos. Solo para ganarle a Cristopher Hitchens, aunque por supuesto yo no acabo de salir de quimioterapia ni de una cena con amigos.

domingo, agosto 07, 2011

El colega de Homero

Conocí a Jairo Aníbal Niño cuando él ya era una celebridad en el medio del teatro (con su obra El Montecalvo había ganado el premio al Mejor Espectáculo Libre del V Festival Mundial de Teatro de Nancy, Francia, en 1967). Había dirigido el teatro de la Universidad Nacional de Medellín, había sido censurado por la curia por su obra El baile de los arzobispos, y su frenética actividad creadora le había dado tiempo hasta para tener un grupo de títeres y haber escrito algunas obras para niños. Por entonces comenzaba su carrera como narrador. Era el año de 1974 y formábamos parte de un taller de creación literaria que dirigía, casualmente, el director editorial de Panamericana, Conrado Zuluaga, y del cual hacían parte, entre otras personas, Piedad Bonnett, Guillermo Alberto Arévalo y Amalia Iriarte.

En ese grupo Jairo presentó sus primeros cuentos. Aquellos sorprendentes textos de pocas líneas que después serían publicados con el título de Puro pueblo. A partir de aquellas reuniones desarrollé con él una relación más o menos profesional, más o menos amistosa, que se prolongaría en otras reuniones en la sala de su casa o en cualquier esquina donde uno se lo encontrara, porque Jairo se detenía a conversar con un entusiasmo inagotable sin importar ni la hora ni el lugar. Era un contador de cuentos implacable. Hablaba y hablaba sin dejar de improvisar cuentos, recuerdos trucados, mitos personales, mentiras y otras imaginerías. Él hacía honor a la noción de su arte según Nabokov: “La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle Neanderthal gritando “el lobo, el lobo” con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando “el lobo, el lobo” sin que lo persiguiera lobo alguno”.

Jairo siempre gritó que el Lobo venía detrás suyo; la literatura era una estela a su paso. Así nos lo recuerdan sus propias palabras en una entrevista que Guillermo González le hizo en 1983 sobre sus estudios y orígenes literarios.

“Porque de pronto yo empezaba a leer a Homero, La Ilíada, ese lindo cuento de bandidos, en un parque de Bucaramanga, al lado de un taxista amigo y con el taxista amigo empezábamos a hablar de los personajes de Homero. Hasta que al final, de pronto, yo sabía que el taxista se estaba enamorando de Helena, de una manera peligrosa –porque todo enamoramiento es peligroso, porque es de vida o muerte cuando es de verdad, entonces uno no sabe lo que va a pasar-; así aparecían las cosas del amor y de la guerra. Y a mí me parecía mucho más emocionante y mucho más inteligente y para mi aprendizaje mucho más sensato, estar al lado de los choferes de camión, conversando sobre los personajes de Homero, que en un salón, donde no meramente no estaba aprendiendo nada, sino que estaban matando a La Ilíada”.

Poco tiempo después de aquel taller inaugural, dejamos de vernos porque me fui a vivir durante año y medio a Medellín donde mi mujer había sido contratada por la agencia de publicidad Leo Burnett (dato que ya veremos tiene alguna relevancia en esta pequeña memorabilia). Y aquí incluyo otra historia más o menos ilustrativa sobre la personalidad de Jairo.

Humberto Dorado me contó alguna vez que en un largo viaje que hicieron a China como integrantes del Teatro Libre de Bogotá había compartido habitación y cabina de tren con Jairo. En una de esas noches este le contó una historia muy divertida acerca de un duelo entre un profesor y un carnicero de pueblo enfrentados por el amor de la mujer de uno de ellos dos y como Jairo aseguraba “todo enamoramiento es de muerte”. Además Jairo juraba que era real (como el lobo de Nabokov). A Humberto se le grabó ese argumento en la memoria y a partir de él terminó por escribir un guion de cine muy celebrado: Técnicas de duelo; que fue convertido en película por Sergio Cabrera. Obviamente cuando el guión estuvo listo Humberto buscó a Jairo y le comentó que lo había escrito a partir de esa historia que él le había narrado en alguna noche de conversación interminable. Jairo soltó la risa y le dijo que sinceramente no se acordaba de haberle contado ese cuento ni mucho menos que él hubiera jurado que era una historia real. Al final le dijo, que mucho le gustaría aceptar que ese cuento era suyo pero como no recordaba haberlo narrado ahora el dueño real era Humberto.

Así era Jairo. Los cuentos le brotaban con una facilidad envidiable. En una de esas charlas en las que leía mis cuentos y los cuentos de otros colegas que buscábamos su aprobación, le escuché decir algo que sonaba a “boutade” pero que Jairo solía decir con esa cara de palo que lo caracterizaba: “uno no es colega de sus contemporáneos sino de Homero, si uno no pone su mira alta su obra tampoco lo será”.

Esta idea que poco a poco dejó de parecerme descabellada, vuelve a mi mente cada vez que leo un texto ajeno o intento un texto propio. Todos somos parte de la misma tradición literaria. No somos escritores del barrio de la Soledad, o de la Candelaria, o de Bucaramanga o de Sonsón, sino parte de un cuerpo textual que crece en cada página que se escribe en cualquier rincón del mundo y que se inició con grandes contadores de cuentos como Homero.

En la navidad de 1976 (yo acababa de regresar de Medellín), más exactamente en la noche de Inocentes, Jairo me llamó con una urgencia irreprimible. Quería leerme algo. Eran como las seis de la tarde y le dije que bueno, que yo estaba en mi casa.

Al rato llegó con un cartapacio en la mano. Era uno de esos originales más o menos impecables que escribía con precisión de relojero; redactado en una máquina de escribir con tipos grandes. Casi sin mediar saludo siguió a mi estudio que en esa época no era muy cómodo. Jairo se sentó en el piso sobre un cojín y yo me acomodé en la silla de mi escritorio. A partir de ahí y por espacio de dos horas me leyó un texto que hablaba del ave tente y del sicario con un ojo verde y otro violeta. Obviamente era el texto de Zoro que iba a enviar (o ya lo había enviado) al jurado del premio Enka de literatura infantil cuya admisión de originales cerraba el 31 de diciembre.

Ese premio se había creado ese mismo año como una iniciativa de la empresa de hilos de Medellín, representada por Jaime Cadavid, por sugerencia, de la escritora Rocío Vélez de Piedrahita y apoyada en su divulgación por la agencia de publicidad donde trabajaba mi mujer.

El proyecto fructificó y entonces le pidieron a la agencia unas bases para el concurso. En ese tiempo yo era experto en bases de concursos porque era un escritor en proceso de formación y comenzaba a participar en ellos. Así que, como un favor a mi mujer, terminé redactando la primera versión de las bases de un certamen que con el tiempo tendría una importancia grande para la literatura infantil y juvenil en Colombia.

Cuando el concurso fue lanzado, Manuel Mejía Vallejo le comentó a un amigo común que él creía que se premio estaba hecho a la medida de gente como Jairo Aníbal Niño. Me pareció extraño que lo dijera pues hasta ese momento Jairo no había publicado sino unos pocos de aquellos relatos cortos, pero Manuel Mejía conocía sus obras de teatro para niños y sobre todo su prodigiosa imaginación. Tal vez por eso lo dijo. En todo caso no deja de ser curiosa esa sucesión de pequeñas casualidades que confluyeron esa noche en el estudio de mi casa.

Obviamente mi reacción al terminar la lectura de Zoro fue, hombre Jairo ese premio está en su bolsillo porque un texto como este no lo ha escrito nadie en este país. O tal vez lo dije de una manera menos sentenciosa. La memoria es traicionera, pero todavía recuerdo con felicidad esa noche en la que Jairo en menos de dos horas me leyó ese texto y a pesar de la hora no pude ni bostezar.

Supongo que no fui ni el primero ni el último de los devotos escuchas de esa primera lectura de Zoro. Yo me imagino a Jairo en esa semana crucial leyéndoselo a todo el mundo, a sus hijos, a su mujer, al embolador de la calle diecinueve, y a muchos de sus amigos escritores. Supongo que no esperaba que le dijéramos mucho, ni que le corrigiéramos comas, yo creo que él solo quería confirmar que el texto dejaba estupefactos a todos los que se enfrentaban a él por primera vez.

El resto es historia. Zoro ganó el premio Enka con todos los honores. Es un texto que entonces y ahora resulta sorprendente. Estableció un antes y un después para la literatura colombiana. Jairo inició con él un larga serie de obras destinadas al público infantil que lo convirtieron en un héroe para muchas generaciones de jóvenes lectores. Su relación con los niños y jóvenes no solo se dio a través de sus textos sino mediante sus constantes visitas a colegios, bibliotecas y festivales donde entretenía a decenas de pelados con sus cuentos escritos o improvisados que sacaba del cubilete de su imaginación.

La literatura es un organismo vivo y una de sus células vitales fue sin duda Jairo Aníbal con esa actitud graciosa, amable y feliz con la que asumió su oficio de narrador. Hizo de sí mismo una encarnación de sus creencias. Un colega de Homero, un encantador de la palabra, un hombre que contaba cuentos con gracia y que dijo sobre su propia muerte:

“Yo voy a morir de literatura. Es decir, el día en que sea incapaz de responder a la llamada de un cuento, hay que enterrar a Jairo Aníbal Niño, porque estará muerto.”

Sin embargo este vaticinio no se le cumplió porque Jairo sigue respondiendo a los cuentos que se cuentan en este país. Y acaso el bacilo de esa fiebre por contar historias con la que vivió toda su vida continúa circulando por ahí, en decenas de pacientes que en este momento inspirados por alguno de sus cuentos, poemas u obras de teatro, redactan su primer esfuerzo literario.


(Escribí este texto por encargo de Editorial Panamericana, para una publicación en homenaje a Jairo Anibal Niño que debe aparecer en estos días)

viernes, agosto 05, 2011

Notas sobre el cuento. El lector

Quisiera creer que en este tiempo de apresuramiento los escasos lectores que quedan por ahí podrían interesarse por un género –el cuento– que se despacha en una sola sentada, en un solo viaje de Trasmilenio o de Metro; sin embargo creo que me equivoco. Me temo que esos lectores con entrenamiento básico prefieren el lado opuesto de la brevedad, o sea el best seller, ese objeto de papel y tinta que no baja de ochocientas páginas.
¿Por qué?

Tal vez por deformaciones del gusto; prejuicios acerca del cuento como género; creencia de que es una forma fácil y por tanto engañosa. Que el término cuento es sinónimo de fantástico y fantástico es sinónimo de brujas y dragones. Y por último que ochocientas páginas pueden contener más vida que dos u ocho, lo cual no es del todo cierto porque hay novelas de ochocientas páginas absolutamente prescindibles, como El código Davinci y cuentos de Borges, de solo dos páginas, como El espejo y la máscara, que son indispensables.

Por eso sospecho que el cuento se ha convertido en estos tiempos de velocidad y superficialidad, en un género para lectores con paladar más o menos refinado.

Cristina Fernandez Cubas, la gran cuentista española, sostiene que los lectores de cuentos son lectores exigentes. Que quieren estar despiertos frente a lo narrado, no quieren que los adormezcan, quieren vivir la adrenalina del cuento. Frente al lector de best sellers que quiere adormecerse durante una enorme cantidad de páginas que muchas veces tiene argumento apenas para un capítulo o dos y no muy buenos.

Por la misma razón que existe el best seller, es evidente que las novelas no del todo resueltas ( o abiertamente mediocres) se pueden terminar. Y eso se puede hacer saltando parrafos, perdonando obviedades, rellenando los espacios vacíos. Estrategias de lector. En cambio el cuento procura un juego de inteligencia entre el lector y el autor. Un cuento mediocre deja ver sus costuras demasiado pronto, por eso un cuento mediocre, a diferencia de la novela mediocre, no se puede terminar de leer.

Toda obra literaria se completa en la mente del lector. Depende de la experiencia lectora para cumplir sus objetivos. Pero ninguna como el cuento donde el lector sigue viviendo en ese universo recién leído durante largo, largo tiempo.

lunes, agosto 01, 2011

Una de Hernando Téllez (en 1952)

Es injusto exigir que tengamos críticos especializados cuando ningún otro género literario, fuera del periodismo, existe plenamente. Los literatos en Colombia escriben por afición, por lujo, en horas extras robadas al trabajo corriente que los defiende de la adversidad financiera. El país puede vivir sin literatura, no siente la necesidad de leer, se encuentra aún en el forcejeo del contratista, del ingeniero, en vísperas de Paz del Río. El escribir no está clasificado como un oficio. Todos tenemos que pagar nuestros zapatos. Pero el escritor se le invita a colaborar en las revistas o a coronar reinas sin remuneración alguna, por el simple honor, como un deber gracioso de la inteligencia. El intelectual no tiene clientela.

Hernándo Téllez