sábado, diciembre 08, 2012

Parafernalia Bond

En los días en que estrenaban Skyfall, la nueva película con James Bond, vi,en un canal de cable, una maratón de viejas versiones de la serie James Bond, con Sean Connery, Pierce Brosnan y los demás Bonds que el cine nos construyó. A poco de ver escenas fotografiadas con ese Technicolor que hoy parece iluminación de telenovela, salta a la vista ese inventario de la guerra fría: los enemigos de la paz, mujeres fatales, tecnología aparatosa. Los computadores son grandes, un simple casete de audio puede contener el control de un satélite, esas películas son el delirio de los maletines ejecutivos, de las sociedades secretas, Spectro, una suerte de organización fascista con agentes rubios, muy malos. Maletines trucados, trampas de gas, pistolas con silenciador. Banda sonora muy expresiva, casi excesiva en su afán de poner acento donde el director no lo lograba con la puesta en escena.


Daniel Craig en Skyfal
Hoy el nombre de James Bond se ha reducido a una encuesta a ver cual de los actores que personificó al legendario agente lo hizo mejor. Quizá la serie quedó marcada por el inconmovible Sean Connery que boxeaba como un estudiante de Eton, vestía como un maniquí de los años sesenta y se peinaba con excesivo fijador. Gomina le decían en aquellos años. Pero no hay que olvidar que Bond, antes de ser un mito cinematográfico, era un personaje literario, un agente secreto de la guerra fría. Un hombre, que como su autor, Ian Fleming, había nacido casi con el siglo XX (ese siglo que se inicia, de acuerdo con el historiador Eric Hobsbawm, en 1914), que había estado en la segunda guerra mundial, que era alcohólico pues casi siempre lo encontramos con un trago en la mano o a punto de servirse una bebida alcohólica. Un hombre, además, al que le gustaban los gadgets y al cual un funcionario del MI5 le preparaba algunos juguetes, como cámaras fotográficas miniatura, bolígrafos que disparaban, capsulas de envenenamiento, botellitas de gas, un Aston Martin preparado con ametralladoras y así. En sus relatos aparecen las máquinas a menudo, Motos BSA modificadas, avionetas Cessna, el sombrero guillotina de Odjob, el mayordomo de Goldfinger, y por supuesto la pistola Walter PPK, guardada en una pistolera Burns Martin. Todo muy de su época, una época en la que Fulgencio Batista todavía no había abdicado a favor de Fidel Castro, como lo menciona en el cuento Solo para sus ojos. Un tiempo en el que la cortina de hierro estaba cerrada y con el candado oxidado y Bond volaba todavía en Comet, el defectuoso Jet producido por la industria británica.  

Todo ese conjunto de cosas forma la parafernalia Bond que estaba en los cuentos y en las novelas de Fleming, pero que el cine llevó a un delirio que el novelista británico no habría logrado imaginar. Sin embargo, después de ver la serie de películas en la maratón televisiva, me di cuenta de que la imaginación tecnológica de los sesenta no pudo imaginar este presente del siglo XXI. La única pieza de esa parafernalia Bond que sigue siendo hoy tan mortífera como lo fue en aquellos años es la pistola Walter PPK que le gustaba a nuestro agente. Esa arma sigue siendo la misma, fundamentalmente, hoy en día. El arte de matar no ha evolucionado. Es más, probablemente ha involucionado. No hay nada sofisticado en acabar con la vida del prójimo con los siete balazos de una pistola automática. 

En todo caso, la brutalidad sigue siendo el encanto de esa serie cinematográfica, hoy renovada gracias al pulso de ese gran director que es Sam Mendes.

domingo, noviembre 25, 2012

Un cuento de Gentecita del montón

Este cuento forma parte de Gentecita del montón, mi primer libro de cuentos. Fue escrito hace más de treinta años. Todavía me reconozco en él.



Ilustración de Marcos Roda para la portada de 1981
Un domingo antes del fin del mundo

Para Morales


Heinz miró por la ventana sin decir nada. El trasteo estaba listo. Las cajas, los muebles, las maletas bien amarradas se acumulaban en todos los rincones de la casa. Salió al antejardín y se sentó en la barda, pensativo. Dio una última mirada al vecindario. Observó las ramas de los urapanes y los gorriones que volaban sobre el Parque Nacional. Todos salimos y lo acompañamos en su espera sin decir palabra. Acostumbrados a sus actitudes inexplicables mirábamos hacia donde él miraba, aguardando alguna revelación de despedida. Tal vez un mensaje final. Sentíamos cierta nostalgia anticipada al saber que Heinz ya no estaría más entre nosotros. Que la larga temporada que vivimos en su alucinante compañía terminaba para siempre. Sin embargo, colaborábamos solidarios a su precipitada fuga. Sabíamos, porque él mismo nos lo había dicho, que este día llegaría y no podíamos evitarlo.


Un camión de Rojas Trasteos dobló en la esquina mientras observábamos el viento convertirse en pájaros que se perdían entre los árboles. Nuestro tiempo compartido terminaba en ese momento. La agonía de nuestra relación se precipitó con la llegada del vehículo. Las manos me sudaban en los bolsillos del bluyín.

–Bueno jóvenes –dijo Heinz con la amable autoridad que caracterizó siempre su forma de tratarnos. –Si vinieron a colaborar empiecen a meter mano.

Los ayudantes del camión prepararon las mantas y colchonetas que protegerían su herencia: los muebles tallados a mano, el piano, los libros coleccionados en sus treinta y cinco años de vida. Las cajas con instrumentos eléctricos, dos arrobas de plomo e innumerables frascos con conservas de vegetales y frutas.

Vestido con corbata y chaleco de lana, Heinz daba meticulosas instrucciones acerca del orden en el que debíamos cargar las cosas en el camión. Esa caja todavía no, las mesas al fondo, hay que hacer rendir el espacio, decía mientras el chofer y sus ayudantes lo miraban de medio lado y escupían en el piso, con desprecio.

El Negro, Joaquín, Toño y yo nos distraíamos a cada momento. Encontrábamos notas bajo las cajas que no podíamos evitar leer. O pequeños juguetes, astrolabios y giróscopos de fabricación casera. Heinz molesto nos presionaba para que continuáramos cargando las cosas.

Él siempre había sido así y nosotros lo entendíamos. Nadie puede evitar que su temperamento sea al mismo tiempo su destino, y el de Heinz ya no nos sorprendía. Era alguien que sabía de dónde venía y para dónde iba. Por eso aceptábamos su manera de comportarse: directa, sin malabarismos de cortesía social.

En cambio, en la época en que lo conocimos muchos de nuestros amigos se espantaron con él. Veníamos de una adolescencia sufrida en colegios de altas paredes de ladrillo y canchas de baloncesto donde jugaban los futuros ejecutivos de algo. Éramos niños felices de los barrios del norte de Bogotá y comenzábamos a formar parte de las estadísticas de bachilleres sin universidad y desempleados clase media. Ahí fue cuando conocimos a Heinz.

Fue al final del desastroso concierto del parque nacional. Grupos de hippies con sombreros de paja y ruanas guambianas aplaudían con entusiasmo a los grupos de rock de los años setenta. Limón y medio, Siglo Cero, La banda de Marciano. Pasamos toda la tarde con nuestros rocanrroleros del subdesarrollo –torpes guitarristas y amplificadores en cortocircuito–, hasta que se acabó la vareta y despertamos. Bajamos la loma del parque, pisando las hojas secas de eucalipto, guiados por el comportamiento alucinado del público, hasta que encontramos un pequeño grupo de gente reunida alrededor de un tipo barbudo y medio calvo. Era Heinz que aprovechaba la efervescencia del rock para invitar a un congreso de la ciencia hermética.

El embeleco fracasó por falta de público. Tiempo después se lamentaría por no haber propuesto mejor una orgía de cacao sabanero o algo más acorde con la época. Le habría ido mejor, porque la única gente que consiguió fuimos nosotros. Gente extemporánea como él. Lectores de El retorno de los brujos y de los libros de Fulcanelli; y enemigos, como él, de la compañía femenina. Tipos solitarios y perplejos ante la vida.

Al día siguiente nos puso cita, nuevamente, en el Parque Nacional. Ahí, frente a las aguas oxidadas que rodean el monumento a mi general Uribe Uribe, nos hizo un recorrido por el monumento secreto que se ocultaba en los jardines del parque.

Mientras caminábamos por los senderos de cemento, entre las rotondas y las glorietas de pinos, nos explicaba el sentido oculto de una serie de monumentos esotéricos enclavados en diferentes lugares del parque. Sabía, por buena fuente, que los masones venían a fotografiarse en lugares escogidos. Nos hizo comprender, extasiados con su charla lenta y mimética, el sentido ceremonial del templo del jaguar: una rotonda sucia de mierda de gamín y envolturas de chicle, decorada con baldosas pintadas con símbolos medievales que enmarcaban los largos bigotes del felino. Mestizaje del siglo once con las deidades chibchas. Nos hizo reparar en la simetría del parque. Forma de cruz orientada hacia el cerro de Monserrate. Lugar de rituales clandestinos planificado por constructores fantasmas cuya identidad estaba perdida en los archivos del distrito.

Después de ese segundo encuentro, nuestra relación quedó sellada para siempre en una complicidad de sociedad hermética. Comenzamos a frecuentar su casa situada a dos cuadras del parque nacional. A leer sus libros y apuntes y a participar en sus empresas inútiles que en algún momento nos hicieron dudar en su cordura. Llegamos a creer que era uno de esos aficionados a mecánica Popular que desbaratan cerraduras y relojes de pared. Nos ponía a fabricar brújulas, elaborar papel con trapos viejos y a aprender a generar electricidad mediante el uso de guayabas y tomates. Con el paso del tiempo comprendimos que Heinz simplemente trataba de iniciarnos en la sabiduría que genera la necesidad. Quería prepararnos para un futuro de carencias. Un futuro en el que la civilización nacería de la nada.

En esos tiempos mucha gente visitaba su casa. Hippies que venían de paso y se comían cuanto encontraban en la despensa. Un grupo de paisas zurumbáticos practicantes del zen y hasta gamines encontraba uno durmiendo sobre los cojines de la sala.

Los padres de Heinz habían muerto hacía poco y la casa era parte de su herencia. Paseaba por los corredores de la segunda planta regando los materos que su madre cuidaba. Lo seguíamos mientras revisaba las goteras que caían en la buhardilla, o contrataba con jardineros ambulantes la poda del jardín cada vez que el césped crecía más arriba de la rodilla. Desempolvaba los libros de su padre, guardados en una biblioteca con puertas de vidrio. Ahí veíamos libros en alemán y en francés. Alguna vez, Toño, al que le gustaba esculcar, encontró una foto de un grupo de masones en el Parque Nacional. Era un grupo de señores serios, con corbata y traje de paño y un delantal de cocinera. Uno de ellos era el padre de Heinz. Pero ninguno hizo preguntas.

La gente que venía se aprovechaba de su ingenua hospitalidad, como hizo un tipo flaco y desencajado que decía ser pintor. Se instaló seis meses en uno de las habitaciones de la casa con la excusa de que estaba haciendo el retrato de Dios.

Sin embargo, poco a poco la gente se fue aburriendo de él y él aburriéndose de la gente, hasta que solo quedamos nosotros cuatro atendiendo sus conferencias informales. Sentados en la sala de la casa, acomodados sobre cojines y la espalda contra la pared seguíamos sus explicaciones in quitarle la vista de encima. Sus charlas podían tratar sobre los conocimientos de Hermes Trimegisto o sobre los recursos medicinales de la hierbabuena y la albahaca.

Él no pretendía ser líder de nada ni oficiante de secta religiosa o política. Era alguien poco dado al gregarismo fácil. Prefería la soledad de sus investigaciones, que ni siquiera nosotros, a lo largo de los años, pudimos comprender muy bien. Su obsesión más recurrente era comprender los hilos del poder mundial. Porque conociéndolos, decía, podremos conocer con anticipación el momento exacto de escondernos antes de que el dedo de un fanático en algún palacio, oprima el botón que destruirá el mundo.

Por esos sus investigaciones tenían las más caprichosas direcciones. Leía los libros sobre la CIA que publicaban las editoriales de izquierda en Medellín. Se detenía a conversar en la carrera séptima con los seguidores del gurú Maharshi Ji. Nos enseñaba a interpretar los despachos de prensa de la UPI. Leía con detenimiento las revistas soviéticas que vendían los militantes de la Juco y las revistas gringas que conseguía en la secretaría de prensa de la embajada norteamericana. Coleccionaba los folletos de los Hijos de dios. Y con toda esa información clasificada de manera aleatoria concluyó: el enfrentamiento entre Rusia y los Estados Unidos se iniciaría con un cruce de misiles sobre el Atlántico. Al brillo de la primera explosión sobre el océano, seguiría la destrucción metódica de todos los objetos y construcciones elaboradas por el hombre, ubicadas en el hemisferio norte.

Las Ojivas nucleares –según su interpretación– no tocarían ningún punto sobre Latinoamérica. Pero la nube radioactiva destrozaría toda forma viviente. Acabaría con la verde jungla del Amazonas. Terminaría con las cristalinas aguas que bajan de los Andes. Infestaría con su energía letal los cultivos de maíz. Por eso debíamos prepararnos con tiempo. Construir tanques de plomo para preservar el agua. Elaborar alimentos encurtidos y frutas en conserva. Conciliar la sabiduría del Tao con la artesanía del albañil para revivir la civilización. Así que nos puso a coleccionar pilas viejas de linterna y objetos de plomo que depositábamos en una caneca de transportar petróleo. A diseñar fraguas manuales y estudiar atentamente la geografía y las corrientes atmosféricas para encontrar el lugar propicio donde fundar la primera colonia colombiana de sobrevivientes del fin del mundo.

El peligro fundamental no será la explosión de la bomba –decía mirando las telarañas del cielorraso, fumando sus inacabables cigarrillos sin filtro–, sino la nube radioactiva que destruirá toda posibilidad de alimentación. La única forma de proteger nuestra comida será con un fusil. Habrá que luchar con veinticinco millones de colombianos hambrientos.

Percibíamos el horror dibujado en la precisión de sus palabras. Yermas extensiones de tierra sobre la que se arrastrarían hombres y mujeres cuya piel se caería en tiras debido a la radiación y a la verde lluvia envenenada. Nosotros, los sobrevivientes, estaríamos encerrados en cuevas de cemento o piedra natural, con un barril de agua y pocos alimentos. Dormiríamos en el suelo, protegidos por capas de plomo en el techo y en las paredes. Nuestros labios se cuartearían por la sed y nuestro cuerpo se reduciría a piltrafas, por la falta de proteínas. No tendríamos a dónde ir. Pasarían años antes de que existiera una hectárea cultivable. Nos enfrentaríamos a bogotanos hambrientos dispuestos a matar por un sorbo de agua. Fieras humanas en harapos, a las que tendríamos que matar a tiros porque el precio de nuestra vida sería la de ellos.

Sin embargo, pese a sus temibles vaticinios, nuestra vida cotidiana de aquellos años continuó igual. Poco a poco tuvimos que escoger oficios para vivir. Toño redactaba horóscopos para un programa de televisión. El Negro era profesor de castellano en un colegio de revalidación del bachillerato para adultos. Yo vivía a la expectativa de una beca para estudiar antropología en México y Joaquín entró a la Universidad nacional. Allí lo sorprendió la masacre estudiantil de 1971, a través de un escueto comunicado que algún activista leyó interrumpiendo la clase de lógica matemática. A partir de ese momento y durante muchas semanas, su horizonte fue piedra en las calles y el humo de las molotovs ardiendo sobre los Mercedes Benz de los funcionarios del gobierno. Pero después de las pedreas y los vidrios regados sobre el pavimento, regresaba a la casa del Parque Nacional, como un fiel iniciado.

Pero hasta esos asuntos de nuestra vida cotidiana le servían a Heinz para sistematizar sus teorías sobre el fin del mundo. La lucha estudiantil que tanto entusiasmaba a Joaquín, para él solo era otra manera de establecer el acercamiento de la hora final. Eran signos de descomposición, junto con las huelgas y peloteras que sacudían todos los municipios del país. Él las enlazaba con los conflictos geopolíticos que ubicaba con manchas de tinta roja sobre un cicatrizado mapamundi llenos de flechas e indicaciones que solo comprendía él. Allí buscaba la fisura por la cual reventaría el planeta. Al mismo tiempo continuaba su infatigable labor de aprendizaje de las más insólitas ciencias. Heinz, hidra de las mil cabezas, no aceptaba la sobrevivencia como un ejercicio animal. Él creía que debíamos recuperar el conocimiento humano en todas sus formas. Einstein era apenas una opción racionalista incomparable al conocimiento de Hermes Trimegisto, o al cifrado mensaje que nos enviaba el ubicuo Fulcanelli. A veces a alguno de nosotros le asaltaba la duda y trataba de contradecirlo. Pero él siempre tenía una respuesta disponible, hidra de las mil respuestas. El siempre supo que éramos incrédulos pero igual nos tuvo paciencia.

Con él descubrimos la localización exacta de las pirámides chibchas de la sabana de Bogotá. Nos enseñó a detectar el fluir de los manantiales subterráneos. A predecir terremotos en la quietud del alba según la actividad de las cucarachas.

Pero más que todo eso, fue un amigo leal. Alguien que nos ayudó a superar el duro tránsito de la adolescencia a las responsabilidades. Cuando nos recibía vestido con unos pantalones anchos, el faldón de la camisa por fueras del chaleco de lana y unas pantuflas despanchurradas, su mirada se iluminaba bajo las breves hebras de cabello que chorreaban por su cráneo pelado de calavera de mono. Era feliz porque nosotros aprendimos la sentencia: hay que ser fiel hasta la muerte. Sin embargo, pese a que él nos dio los sentidos para continuar viviendo, a veces preferíamos la felicidad de la ignorancia.

Por eso continuamos llevando esa doble vida en la que permaneceremos hasta el minuto final del horror. Buscando puestos de trabajo en redacciones de periódico y agencias de publicidad o colegios de secundaria o condenados a estudiantes eternos de la Universidad nacional. Mientras tanto, Heinz correrá a evitar el tumulto nuclear. Mientras nosotros perdemos el tiempo, él estará creando el mundo a partir de arena seca.

Porqué desde siempre tuvo la idea fija en su mente: ir lejos para poder salvarse. El lugar idea, retirado de la lluvias radioactivas, tenía que ser seco, alejado de las corrientes del Golfo de México y de ser posible protegido por las cordilleras. Decidió irse al Huila, a un lugar que jamás quiso (o pudo) determinarnos con exactitud, ya que pertenecía al universo de sus recuerdos infantiles. Un lugar que visitó alguna vez, durante una excursión familiar.

Vendió la casa pero conservó los muebles,. En una bodega, por superstición atávica. Decidió irse para Neiva. Desde allí organizaría el paso final del renacer humano. Buscaría pacientemente el lugar de sus sueños infantiles, conseguiría tierra como colono y empezaría a forjar la primera colonia colombiana de sobrevivientes del fin del mundo.

Ese domingo de trasteo, mientras movilizábamos cajas y muebles, el aire estaba cargado de palabras y preguntas que ya nunca haríamos. Ninguno de nosotros, ni Toña, ni el Negro, ni Joaquín ni yo, expresamos nuestro deseo de partir con él. Tal vez eso explicaba su actitud hostil y sus escuetas órdenes.

El camión fue cargado hasta los topes. Las National Geographic estaban bien acomodadas. El piano bien amarrado y las maletas de ropa encima de todo. La casa era un eco repetido que dejábamos atrás con nostalgia anticipada.

Esperamos a que Heinz aclarara sus últimos asuntos con el chofer y nos sentamos en el muro del antejardín. La tarde estaba fresca y los árboles del Parque Nacional se deshojaban uno a uno.

–Bueno jóvenes– dijo Heinz sacudiéndose el polvo de las manos. –El entierro terminó.

Alguno alcanzó a balbucir.

–¿Y qué Heinz, va a escribirnos?

–No, qué va. Si deciden irse, allá nos vemos.

–¿Y si no lo encontramos?

–Es porque no lo merecen.

Continuamos conversando mientras caminábamos hacia la séptima. Nos detuvimos al borde del andén. Nadie sabía qué aguardábamos, pero cuando vimos que Heinz alargó el brazo para detener un taxi, nos dimos cuenta de que todo había terminado. Permanecimos inmóviles mientras el carro se detuvo. Era un aparato viejo. Un Dodge del 54. Heinz subió sin mayor ceremonia. Desde la ventanilla se despidió con un gesto cabalístico que ninguno reconoció. Sin hacer casi ruido, el taxi desapareció en el fondo gris de la carrera séptima. Entonces quedamos solos frente al atardecer, un domingo antes del fin del mundo.

miércoles, noviembre 21, 2012

Lectura de Los ejércitos, de Evelio Rosero



Por razones de trabajo, con mis estudiantes, leí hace poco Los ejércitos de Evelio Rosero. Fue una nueva lectura de esta novela (que había leído hace cinco años, cuando salió) pero que volvió a generar en mí la misma inquietud. La sensación de que es la primera novela moderna sobre la mal llamada "literatura de la violencia colombiana".

En esta literatura sobre la violencia se reconoce un primer periodo  que cubre las obras que se intentaron desde la década de 1940, hasta la década de 1970, más o menos. (Según algunos analistas literarios son 74 novelas). Entre ellas se destacan El cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón, El día señalado, de Manuel Mejía Vallejo, algunos de los cuentos de Hernando Téllez, La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio y muchas novelas inanes e intrascendentes que contrastaban con los cuentos de Gabriel García Márquez en Los Funerales de la Mama Grande y su novela La mala hora. En menor medida, pero también enmarcable en ese grupo de novelas sobre la violencia se podría incluir El Coronel no tiene quien le escriba, novela en la cual la violencia de la guerra de los mil días está ligada a la violencia por la tierra de los años cuarenta del siglo XX.

Este pequeño grupo de novelas, de todos modos no impidió que el mismo García Márquez, al hacer un balance sobre este periodo de la literatura colombiana, la definiera como un simple “inventario de muertos”.

Hacia 1970, gracias a la influencia de este autor, surge una nueva y amplia generación de escritores colombianos, entre los cuales todavía hay varios activos, como Oscar Collazos, o Miguel Torres que escriben sobre el tema de la violencia urbana. Sin embargo la mayoría de escritores de aquella generación fue un poco ingenua, fue muy influida por la militancia política y su obra se diluyó en gran parte, en buenas intenciones.

La violencia rural se convirtió primero en una imposibilidad. Ningún escritor lograba un acercamiento vivo al tema. Pesaba mucho García Márquez y su llameante y crítica opinión sobre el inventario de muertos.

Hoy existe un amplio espectro de novelas sobre el conflicto colombiano. Pero prácticamente ningún escritor importante había vuelto a intentar un retrato de la violencia rural, hasta la llegada de Los ejércitos, de Evelio Rosero.

La violencia rural contemporánea ha sido contada más por sus protagonistas, a través de libros testimoniales, los paramilitares, los secuestrados, los militares, que por la literatura. Abundan los libros testimoniales donde secuestrados, o secuestradores cuentan su versión, unos desde la libertad los otros desde la cárcel. Es casi un género literario, “el libro de delincuente” y “el libro de secuestrador”. Hay por supuesto un proyecto que reina sobre todos estos textos oportunos y oportunistas, es ese monumento llamado Memoria Histórica, el proyecto dirigido por el historiador Gonzalo Sánchez. Gracias a este trabajo de investigación se ha recuperado la memoria de las víctimas, se ha cuantificado el alcance del delito paramilitar, se conocen los móviles (los mezquinos móviles) de los usurpadores de tierras y en general es una pequeña biblioteca que ilustra claramente cómo es el conflicto colombiano. Sin embargo, este trabajo hecho desde las ciencias sociales, aún no encuentra su equivalente en la literatura del conflicto. A excepción, claro, del libro de Evelio.

Pero, ¿qué hace diferente a Los ejércitos?

Obviamente, 


La forma. El narrador. La voz narradora es la de alguien camino del patíbulo. No es un relato que narra en retrospectiva sino que avanza con el personaje hacia su destino. Hace remembranzas sí, pero siempre el tiempo de la novela nos va llevando de un estado de terror a otro estado de terror y destrucción.


El argumento. Que recoge un inventario del conflicto y lo supera. Pese a que el pueblo donde se desarrolla la historia es un lugar genérico (Rosero habla que se inspiró en muchos pueblos de cordillera de Nariño donde pasó su adolescencia), la novela también muestra los fenómenos de la ciudad. Ya no es un pueblo incomunicado (como los descritos por las 74 novelas de la violencia), los medios de comunicación notan que el pueblo existe, por lo menos cuando un cilindro bomba destruye la iglesia, o cuando hay una masacre.

La atmósfera. Es un acercamiento intimista a la violencia. Incluye, de hecho,  elementos ya tratados en novelas como El día señalado o La mala hora. Pero los lleva más lejos: los sustrae del estereotipo. El retrato del cura del pueblo es preciso e implacable. La historia del cura con mujer, servidor de dios y de los hombres.

Los ricos del pueblo se muestran como son, sin necesidad de ser calificados como tales. Casi sin darnos cuenta nos vamos enterando de quienes son los gamonales, aunque nunca son definidos así. En cierta forma, ellos son tan víctimas como cualquier otro. Los ejércitos solos se bastan a sí mismos, los civiles solo están a su servicio.

Es un retrato de los señores de la guerra. Aunque apenas vemos sus rostros lejanos: el del comandante enfermo que desprecia al curandero, el del capitán del ejército que asesina a tres civiles sin ninguna razón, el del guerrillero que le lanza una granada al protagonista, a través de ellos distinguimos con claridad las muchas cabezas de la hidra de la guerra.

Las desapariciones. Son casi de película de horror, propias del terror fantástico. La violencia es tan demencial, como dice Rosero, que resulta irreal.
El terror va cercando al hedonista maestro que narra la novela, hasta que descubre junto a él al anónimo combatiente que se apresta a asesinarlo.

Por todo esto, y muchos otros detalles que me quedan sueltos, Los ejércitos es una novela excepcional.

viernes, septiembre 14, 2012

El vidrio de la Librería Nacional

La Librería Nacional es uno de los puntos de venta que sirve de referencia para medir el posible éxito o fracaso de un libro nuevo en Colombia. Las editoriales calculan las posibilidades de éxito de una nueva publicación a partir del pedido que esta librería les haya hecho. Esta decisión es subjetiva y obedece, hasta donde sabemos, al olfato de su reponsable principal, Felipe Ossa, un librero con larga tradición, experto en el género del cómic, entre otros asuntos.

Probablemente ese gusto literario es el que se expresa en el vidrio de su librería en el aeropuerto del El Dorado, de Bogotá. En un viaje, hace un par de semanas, estuve un rato aguardando la hora de entrar a migración observando la vitrina de la librería y me llamó la atención la lista de los autores que habían ganado el raro privilegio de estar grabados en ese vidrio.

Por supuesto estaban los best sellers seguros, como Paulo Coelho, Dan Brown o J.J Benitez. Otros best sellers más respetables como Mario Vargas LLosa, Arturo Pérez Reverte e incluso Stephen King. Hay maestros que sobreviven a las periódicas olas del mercadeo literario como James Joyce, Tomas Mann, Edgar Allan Poe, Vladimir Nabokov o Franz Kafka. 

Entre los autores latinoamericanos se destacan Juan Rulfo, Ernesto Sábato y sorprende, en tan reducida lista, la presencia de Laura Esquivel, no tanto la de Isabel Allende, pero sí mucho la de Alfonsina Storni.

De los autores colombianos, aparte de García Márquez, solo alcancé a percibir a Walter Riso y a Plinio Apuleyo Mendoza, el primero un superventas de la autoayuda y por tanto de presencia obligada, el segundo seguramente un afecto personal de los responsables de la selección porque hasta donde sabemos sus ventas no son tan espectaculares. Entre los autores colombianos ya desaparecidos solo alcancé a ver a David Sánchez Juliao.

El vidrio de la Librería Nacioal no es un canon literario demasiado ortodoxo. Es una propuesta que ilustra un poco los criterios de funcionamiento de la librería. Una gran mesa de novedades y estantes dedicados a los éxitos de ventas garantizados. Pero de todos modos para los autores allí incluidos es algo así como que su nombre esté escrito en piedra. Esta vez escrito en vidrio.

viernes, agosto 24, 2012

Una de Hernándo Téllez

El patriotismo es el paraíso de los escritores mediocres, de los pintores y escultores insignificantes, de los críticos sin talento. Es el refugio natural y la natural defensa de quienes creen que una historia local, una geografía determinada, unas específicas instituciones políticas, un folclor acotado, pueden excusar toda insuficiencia en el arte. Pero desengañémonos no hay arte patriótico ni filantrópico, ni higiénico, sino arte, sencillamente arte.

(En Alquimia de Escritor

jueves, julio 12, 2012

Cuando el Rock era Blues


Hace cincuenta años, debutó una banda de Rythm and Blues en el Marquee, de Londres; un metedero donde los músicos blancos producían un sonido que hasta entonces solo se identificaba con el de los músicos negros. Esta banda se llamó y se sigue llamando The Rolling Stones.

The Rolling Stones
En ese tiempo irrumpía un nuevo sonido proveniente de Norteamérica, el Rock and Roll. Entre los interpretes de la nueva oleada de músicos había algunos que habían tomado las viejas tonadas de Memphis y las habían adaptado a sus voces y a su estilo. Uno de ellos y cabeza de playa de esa nueva generación, era Elvis Presley. Sin embargo, en inglaterra, los músicos blancos que interpretaban blues y jazz tenían ya algunos años trabajando; de hecho el cantante de The Rolling Stones, Mick Jagger trabajaba con Alexis Korner y su  banda de blues antes de formar su propia agrupación.

En Inglaterra, la lucha por los derechos civiles, el conflicto racial que por esos años hacía eclosión en Estados Unidos, no se vivía tan intensamente. Inglaterra, acostumbrada a sus dominios coloniales en el Pacífico Sur y en el Caribe, tenía muchos ciudadanos de origen afro y la segregación racial no existía, por lo menos tan marcadamente como en los EE UU durante los conservadores años sesenta.

Ian Stewart
La irrupción de una banda como The Rolling Stones, cambió el panorama musical, pero también influyó positivamente en la lucha por los derechos civiles de la población negra. Sin el Rock influenciado por el Jazz y por el Blues esto no hubiera sido posible tan rápidamente.

De la formación original de The Rolling Stones  en 1962, solo quedaron cuatro músicos, Keith Richards. Mick Jagger, Brian Jones y Ian Stewart. Posteriormente ingresarían Charlie Watts y Bill Wyman. Brian Jones fue asesinado por un albañil que hacía reparaciones en su casa, en 1969 y fue remplazado por varios guitarristas hasta que Ron Wood se quedó con su puesto. Bill Wyman se retiró hace unos pocos años y Ian Stewart, el llamado "sexto Rolling", nunca apareció en las fotos y videos, pero sí en los créditos de los conciertos y las grabaciones, hasta su muerte en 1985. Sin sus teclados el sonido de The Rolling Stones, durante estos cincuenta años, habría sido distinto.

martes, julio 10, 2012

Lady Gaga y el sudor

No es que sea muy juicioso, pero voy al gimnasio cada vez que puedo. Desde que entro hasta que salgo, suena una música trance o house, lo que se supone le sube a uno la adrenalina para hacer ejercicio. A veces hago spinning con un grupo de gente que pedalea conmigo como si se le fuera la vida en cada pedalazo y todo el tiempo estamos impulsados por el bom bom del equipo de sonido. Bueno, a mí me va muy bien hacer spinning. También subo a mi bicicleta normal y recorro calles con ella y como vivo en una falda de montaña el spinning me ha enseñado a trepar montaña aprovechando mejor mi energía. Pero en esta nota no se trata de que hable sobre las virtudes del deporte sino sobre la música que ponen en mi gimnasio (y por extensión, supongo) en todos los gimnasios.

 Yo no sé si es que no conozco lo suficiente de música house o trance, o lo que sea el sonido típico de la discoteca actual, pero me parece que el ochenta por ciento de la música que escucho en el gimnasio es interpretada por Lady Gaga. Y la que no es interpreptada por ella está llena de efectos discotequeros. Un bajo que retumba por todas las venas mientras uno suda y da pedalazos o trota en la cinta, o patonea en las escaladoras. Son mezclas caprichosas con las cuales los instructores marcan los ritmos del ejercicio. Dos minutos de Lady Gaga para subir, tres minutos de Lady Gaga para hacer fondo. Cuatro minutos de música indefinida para descansar.

Estos gustos musicales de los intructores de gimnasio están creando una extraña deformación en mi personalidad. Me han llevado a identificar el ejercicio con lentejuelas y zapatos de tacón extragrande.  Por eso, a veces, veo fotos de Lady Gaga y, como un ratoncito de laboratorio, ya me dan ganas de comenzar a correr en la cinta de ejercicio.

domingo, junio 10, 2012

Los cuentos de García Márquez

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Acaba de aparecer una edición de los cuentos completos de Gabriel García Márquez. Pareciera que a esta altura de la vida decir algo sobre esta obra es superfluo, y quizá lo sea; sin embargo, no puedo evitar una reflexión sobre estas piezas maestras de nuestro más conocido escritor.

En medio de tanta maravilla narrativa: Cien años de Soledad, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera, etc, se puede olvidar que la obra cuentística de García Márquez es excepcional.

Gracias a algunos de sus cuentos, los del período reunido en Ojos de perro azul, García Márquez se dio a conocer ante el gran novelista y periodista Eduardo Zalamea Borda, quien como responsable de la página cultural de El Espectador fue el primero en publicarlos. En estos cuentos ya se anunciaban algunos de los temas y maneras de contar que GGM frecuentaría más adelante. Luego vendría un periodo de maduración en el cual se sentiría mucho la influencia de los autores norteamericanos. Son aquellos cuentos de  Los funerales de la Mama grande (1962). Este es el que yo llamaría su período anglosajón, la segunda etapa en su proceso personal. El registro de estos cuentos es muy diferente al de los primeros y también distinto al de La hojarasca (1955) y al Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, un texto que se desprendió de aquella novela y que fue rescatado por la revista MITO. Con estos cuentos y con El Coronel no tiene quien le  escriba (1961), GGM logró transmitir su mundo con esa sobriedad aprendida a Hemingway y a Fitzgerald, pero también al Faulkner cuentista. Asimiló todo lo que había que aprender sobre cómo componer un cuento leyendo a los grandes maestros de idioma inglés, que, hasta ese momento, eran los mejores exponentes del cuento moderno.

Pasaría un tiempo, una novela escrita también bajo esta influencia, La mala hora (1964), hasta que pudo encontrar su voz definitiva en Cien años de soledad (1967). Posteriormente haría unos cuentos de nuevo registro, muy personales en su tono de voz, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972). Este es el que podemos considerar su tercer momento como cuentista. Aquí todavía el mundo desbordado de Cien años de soledad está presente. La voz que se alza es la de un narrador en proceso de surgimiento que se expresará con toda su fuerza en  El otoño del patriarca.

El cuarto momento de las búsquedas de GGM en el cuento lo encontramos con sus Doce cuentos peregrinos (1992). En estos hay una libertad enorme al momento de componer esos relatos que narran otros mundos diferentes al del Caribe. Algunos incluso se expresaron primero como notas de prensa (o guiones) antes de encontrar su envoltura bajo la forma del cuento.

En estos cuatro momentos de la obra del GGM cuentista podemos encontrar o visualizar una búsqueda exigente. Una exploración sobre la manera de contar que nunca se conformó con los logros alcanzados y nunca se repitió ni se propuso escribir utilizando los descubrimientos hechos como una fórmula garantizada.

García Márquez siempre supo cual era el oficio fundamental del escritor: encontrar la forma perfecta de echar el cuento.

lunes, mayo 07, 2012

Escribir y correr




Haruki Murakami además de escribir novelas es un corredor de Maratón. Producto de sus reflexiones como escritor y atleta, es su libro De que hablo cuando hablo de correr (homenaje nada velado a Raymond Carver). De ese texto escogí el fragmento que incluyo a continuación.


"Soy consciente de que escribir novelas largas es básicamente una labor física. Tal vez el hecho de escribir sea, en sí mismo, una labor intelectual. Pero terminar de escribir un libro se parece más al trabajo físico. Por supuesto que, para escribir un libro, no es necesario levantar grandes pesos, ni correr muy rápido, ni volar muy alto. Por eso, la mayoría de la gente, que solo ve el exterior, cree que el trabajo del novelista es una tranquila labor intelectual de despacho. Tal vez piensen que, con tal de tener la fuerza suficiente para poder levantar la taza de café, se pueden escribir novelas. Pero, si probaran de veras a hacerlo, estoy seguro de que enseguida me comprenderían y se darían cuenta de que escribir novelas no es un trabajo tan apacible. Es sentarse ante la mesa y concentrar todos tus sentidos en un solo punto, como si fuera un rayo láser, poner en marcha tu imaginación a partir de un horizonte vacío y crear historias, seleccionando una a una las palabras adecuadas y logrando mantener todos los flujos de la historia en el cauce por el que deben discurrir. Y para este tipo de labores se requiere una cantidad de energía a largo plazo mucho mayor de la que generalmente se cree. Y es que, aunque realmente el cuerpo no se mueva, en su interior está desarrollándose una frenética actividad que lo deja extenuado. Por supuesto, la que piensa es la cabeza, la mente. Pero los novelistas, envueltos en el ropaje de nuestras “historias”, pensamos con todo el cuerpo, y esa tarea requiere que el escritor use –en muchos casos que abuse– todas sus capacidades físicas por igual."

Haruki Murakami

martes, abril 24, 2012

Gira

Estoy en medio de una experiencia nueva para mí. La de recorrer colegios por todo el país promoviendo mis libros. Yo sabía que la editorial hacia estas cosas pero nunca lo había hecho con mi participación. Hoy estoy en Pereira, ayer estuve en Manizales y mañana estaré en Armenia. En total once colegios, conversaciones con más o menos mil o mil doscientos estudiantes y cuarenta o cincuenta educadores. Dos reimpresiones en camino esta semana. Acercamiento con algunos escritores de edades entre los once y los diecisiete. Hoy me abordó una pelada de quince que acaba de publicar cinco libros, me invitó a su presentación el sábado próximo en la feria del libro. Todo muy raro, todo muy divertido.

jueves, abril 19, 2012

Yankee go home

Esta mañana, al entrar a clase en uno de los edificios del Universidad Nacional de Colombia reparé en una de esas grandes pintadas que los organismos herméticos del activismo estudiantil pinta todos los días en los muros de la Universidad. Era un graffitti con una consigna, muy poco original, pero perentoria:

Fuera yankys de Colombia y todo el mundo

Debido a que iba a una reunión con mis colegas y con los estudiantes de la Maestría en escrituras creativas, venía pensando en uno de esos temas que nos da vueltas en la cabeza durante estas charlas. Digamos en la precisión del lenguaje como una de las virtudes de una buena prosa. Por eso la consigna escrita en la pared atrajo mi atención.

Tal como está redactada, es una frase completamente surreal. De dónde se van los Yankys: ¿de Colombia y de todo el mundo? ¿De Estados Unidos inclusive? O solo de Texas. O también de Nueva York. O querían decir que se fueran de Afganistan y ese largo etcétera de países y lugares donde tienen tropas y portaviones. En ese caso faltó la preposición "de" al final de la consigna.

O tal vez, el anonimo grafittero quiso decir: váyanse todos de Colombia, Yankys incluidos. Y por tanto los únicos que se quedarían serían los conmilitones del grupo que firma la consigna. En ese caso faltó la palabra "también" al final de la consigna.

Tiembla uno al pensar si uno de estos grupos, cual sendero luminoso, un día logra gobernar el país. ¿Cómo serían sus decretos? Donde digan "suprimase el hambre" algún ciego seguidor de estas consignas podría creer que se trata de suprimir a los hambrientos y entonces... como diría Joseph Conrad: el horror, el horror.

domingo, abril 15, 2012

Un cronista con los tenis puestos

Escribí esta nota como prólogo al libro Antoniología de Antonio Morales Riveira, que recoge una buena muestra de su oficio como cronista. Es una publicación de Icono Editorial. El libro será lanzado en estos días, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

Cuando pienso en el pasado que hemos compartido con Antonio, lo recuerdo como alguien que siempre estaba ejerciendo de periodista. Me vienen a la memoria pasajes diversos desde la época del colegio, cuando Antonio intentaba hacer teatro (de lo cual le quedó alguna faceta histriónica) y de la Universidad, cuando estudiaba Antropología (lo que reafirmó su compromiso con las causas humanitarias), siempre relacionados con una sala de redacción. Antes de terminar el bachillerato Antonio pasaba sus vacaciones de mitad de año haciendo prácticas en El Espectador. Luego, mientras estudiaba en la Universidad ya trabajaba haciendo noticias, escribiendo reportajes y haciendo crónicas. De ahí en más, siempre lo he visto escribiendo o dirigiendo revistas o noticieros de televisión. Siempre en el frente de la información; incluso cuando estaba en el campo del periodismo crítico con humor, que inició con Quac el Noticero y donde está todavía torciéndole el pescuezo a la seriedad de las noticias.

Por supuesto que el pasado de Antonio es mucho más diverso que el párrafo anterior, pero es que no voy a escribir sobre el amigo, ni sobre el escritor, ni sobre el entusiasta de las causas justas y por tanto perdidas de antemano, ni sobre el demente rumbero que tanto nos divierte a los demás, sino simplemente sobre su oficio de periodista.

Leer estas crónicas de Antoniología nos pone en sintonía con uno de los muchos países que conviven en Colombia: el de la gozadera, el que pone en tela de juicio al poder. Porque cómo dice él en su crónica sobre Fanny Mickey: ahora vivimos en un país cada vez menos prejuiciado, que podemos gozar del mínimo de libertad y a veces llamar las cosas por su nombre y no ser una especie de apéndice colonial de la moral monacal.

Claro que estas crónicas no solo hablan de Colombia, también de otras personas y lugares. En ellas hay dirigentes políticos o músicos o santas como la señora de Calcuta. Pero lo importante es que siempre hay una presencia perturbadora y singular atravesando el meridiano de los hechos, o la geografía de los lugares.

Y menciono la geografía porque esta es la asignatura en la que Antonio ha aprobado siempre con excelencia. Aunque más que la geografía tal vez sería mejor precisar que es la “dromomanía”, o sea el vicio de andar para arriba y para abajo, que lo ha llevado a recorrer el mundo y muchas de las infinitas veredas que forman esta tierrita llamada Colombia.

Para quienes sufrimos de la enfermedad de la dromomanía, –escribe él en alguna de sus crónicas– esa terrible pero al mismo tiempo maravillosa compulsión que nos obliga a viajar permanentemente para aquietar el alma errante, la invención del avión y el desarrollo de la aviación han sido dos elementos fundamentales que nos han permitido no solo aliviar la tensión de sentirnos presos en la insoportable quietud, sino de realizar nuestros sueños y deseos de salir corriendo. O sea, volando. Y en otra, sobre Pompeya, vuelve y lo menciona: Paso a paso veo sobre sus adoquines mis botas que me acompañan en mi “dromomanía”, esa manía del dromedario que nunca quiere dejar de andar.

Antonio sufre del mal de los tenis puestos. Ese que comparte con las personas que siempre están saliéndose de las fiestas en busca de otra mejor. Tal vez esa manía no sea buena para disfrutar las fiestas pero si es buena para un observador de la realidad noticiosa. Esa realidad tan cambiante y al mismo tiempo tan perecedera. Porque como decía Jorge Luis Borges: No vale la pena interesarse en el periodismo, pues está destinado a desaparecer. Bastaría con un periódico bimensual, ya que todos los días no se producen hechos sensacionales.

Tal vez por eso, lo fundamental de estas páginas no esté en la pertinencia de los temas, sino en la manera como son enfrentados por Antonio el periodista. Su importancia no radica o en lo sensacional que pudieron haber sido en su momento, sino en lo sensacional que los convirtió la escritura de Antonio. La manera como le da vueltas y vueltas a los temas hasta convertirlos en algo menos perecedero. Y lo que es más importante, lo suficientemente atractivos como para que sigan siendo leídos ahora; muchos años después de cuando fueron escritos y publicados al ritmo trepidante de las rotativas.

Eso tal vez explica que escriba sobre el reinado de belleza de Cartagena evitando los lugares comunes sobre él. Dice nuestro Antonio: Es el reino de la organza atravesada en cuanto vestido puede imaginar la mente truculenta de los diseñadores, un reino donde existe inclusive el color hielo, el fucsia degradé y otros inventos mucho más osados. Sí señor, realismo, el de las Paolas y las Zoraidas y cuantos nombres compuestos le disparan a sus bellas hijas las madres colombianas de las cuatro esquinas de la geografía nacional.

Ese escribir con los tenis puestos hace que sus crónicas y reportajes estén cargadas por la observación sagaz. Una mirada desenfadada sobre las personas que describe, sobre los hechos que observa o sobre los lugares que visita. Hay en estas crónicas una voz personal y definida. A veces, también aparece él mismo como personaje de sus propias crónicas, muy a la manera del Nuevo periodismo pregonado por don Tom Wolfe, ofreciendo opiniones o mezclando sus gustos en los más diversos aspectos de su trabajo. Una pista: El “Godofredo” que actualmente usa en sus parodias publicadas en KienyKe, originalmente era el nombre de un equipo de sonido donde escuchábamos discos de Thelonius Monk y de Bola de Nieve, heredados de su padre, el novelista Prospero Morales Pradilla.

Obviamente entre sus gustos personales está el viajar del dromedario, esa manera de recorrer el mundo posando su rápida mirada sobre las ciudades que visita: Desde Mid Town se ven las dos caras de Nueva York: la maquillada para el turista y la llena de viruela y pústulas. Ambas en verano son alegres. En una y otra el grupo familiar de jazzistas del sur del Bronx esta en el parque, en el zaguán tocando el mejor jazz del mundo, el que se cuece a 40 grados entre latas de cerveza y palmoteo desaforado de transeúntes despreocupados. O esta otra mirada sobre la India que al mismo tiempo que hace una descripción turística la convierte en un comentario más significativo: Vamos hacia Hampi, en la India profunda en el estado de Karnataka en pleno corazón del subcontinente. Un bus destartalado como todos y que funciona gracias a esa tecnología del remiendo tan propia de la pobreza, avanza. Las carreteras en la India, salvo una o dos autopistas de locura, son de un solo carril. El mismo de ida y el mismo de vuelta, quizás para señalar que por las leyes del Karma arriba es como abajo, porque el péndulo de la historia puede ir y venir y da lo mismo.

Nada envejece más rápido que la noticia. Por eso en el periodismo surgieron la crónica y el reportaje, esos formatos periodísticos que ofrecen contexto y profundidad a la mercancía mediática y libertad a los periodistas.

Por eso, en algunos casos, muchos, tal vez, Antonio no obedeció al mandato de la mercancía periodística. Más bien él se empeño en proponer temas que normalmente no hubieran sido considerados destacables. Tal vez dentro de estos se puedan incluir retratos como el que, muy temprano en la carrera de ambos, hizo sobre la gran pianista Teresita Gómez, o sus crónicas sobre los mercados de Bogotá, o su profunda observación al mundo del bazuco cuando esta plaga social apenas comenzaba a descubrirse en la prensa colombiana (1983) y que nos costó la vida de uno de nuestros mejores amigos.

Las informaciones que sirvieron para provocar estas crónicas estuvieron destinadas a desaparecer. Las noticias que les dieron origen ya son periódicos de ayer, olvidados como la memoria de Hector Lavoe, sin embargo, gracias a la justicia poética del periodismo, siguen existiendo gracias a que Antonio las tomó a su cargo; les dio ese toque que las sacó del olvido y las convirtió en piezas de lectura vigente. En cierta forma, las volvió literatura. Algo que Antonio estaba lejos de desear mientras las componía. Él solo hacía su oficio con honestidad. Pero lo hizo tan bien que ahora son la muestra de un excepcional narrador de historias.

domingo, abril 08, 2012

Leer y de qué manera

Hace unos días en Medellín, la bibliotecaria de un colegio, en presencia de muchos niños y adolescentes me preguntó a quemarropa qué opinaba yo sobre la lectura en pantalla versus la lectura en papel. Obviamente en la pregunta había un interés profesional, ella es la persona que gestiona la biblioteca y para que ese lugar siga teniendo importancia se necesitan clientes, lectores. Los escritores también necesitamos clientes. También nos la pasamos en busca de lectores. De hecho, mi presencia en esa biblioteca obedecía a una, de una serie de visitas que mi editorial viene programando en colegios de diversas ciudades del país para promover algunos de mis libros, así que ese era mi oficio, buscar clientes, lectores.

Sin embargo, mi respuesta fue directa y sencilla. Busqué en mi mochila y exhibí un tableta y dos libros en papel. Leo en cualquier formato. Leo en el computador y leo en papel, en revistas impresas o en revistas electrónicas en la pantalla del Ipad, por tanto no encuentro diferencias fundamentales entre una cosa y otra. Aunque las hay, por supuesto.

Sobre este tema el blog de la revista NYRB (New York Review of Books) trae un artículo de Tim Parks, ¿Necesitamos cuentos?, en el cual reflexiona sobre la lectura de cuentos “complejos”, como la llama Jonathan Frantzen en una entrevista citada por el artículo, versus la lectura distraída que incluye consultas al Twitter y al FaceBook. En la próxima entrada me referiré con mayor atención a este artículo que pone en tela de juicio algunas opiniones “políticamente correctas” sobre la lectura.

En todo caso, en mi respuesta a la bibliotecaria había muchas zonas oscuras. Mencioné esa mañana que el riesgo que existe en la lectura en pantalla es la distracción. Uno puede concentrarse en un libro electrónico durante algunas horas y de repente sentir la necesidad de consultar el correo a ver quien escribió, o buscar información sobre un tema mencionado en el libro y entonces abre el navegador y ahí la concentración en el “cuento complejo” se acaba y caemos en esa lectura ligera que propicia la red y, en general, la pantalla.

Leer en pantalla ha beneficiado la lectura, aunque ha degradado la calidad de lo que se lee. Se lee mucho, pero se lee superficialmente, saltando de un tema a otro. De una revista electrónica a un blog, del blog al Facebook y de este a las frasesitas de Twitter en las cuales todo el mundo consigna sus pensamientos en ciento cuarenta caracteres.

El tema sigue pendiente. El problema es que yo siento que se lee menos. Uno de los libros que este año promueve mi editorial es una novela para lector juvenil titulada Una aventura en el papel. Ese libro lleva veinticuatro años circulando. Sus derechos han sido gestionados por tres editoriales distintas y la actual es la edición número tres (cada una con diseño e ilustración distinta) para no mencionar las reimpresiones. Digo esto para señalar que es un tíulo que se ha enfrentado a varias generaciones de lectores. Y siento que después de estos veinticuatro años los niños entre ocho y catorce años que me encuentro en estas charlas demuestran menos interés por la lectura convencional que los primeros que leyeron mi libro hace veinticuatro años.

A primera vista esto podría implicar que se lee menos. Que los proyectos de incentivo a la lectura han fracasado. Que los clientes de las bibliotecas y de los escritores están en retirada. Sí, todo eso se podría pensar, pero en realidad todos los niños que estaban en esa biblioteca leen en pantalla. Leen mensajes en Twitter y comentarios en Facebook. Leen instrucciones y seguramente piratean tareas de lenguaje en el rincón del vago punto com. Y eso es algo que no puede desconocerse.

Entonces la pregunta a resolver no es qué resulta mejor, si leer en pantalla o en papel. Yo creo que más bien hay que responder cómo o de qué manera canalizar la “lectura dispersa” de la pantalla como complemento de la “lectura compleja”. En un método de acompañamiento a la lectura que resuelva este tema, sin duda está el futuro de la lectura.

domingo, marzo 25, 2012

Lenguaje y género

Una lengua se construye en los caminos, en los mercados, en los lugares donde las personas socializan. Después, los escritores recogen esas palabras y las ponen en los libros, luego las palabras son recogidas por la real academia de la lengua y luego le dan una dimensión superior y las incluyen en el diccionario. Pero los diccionarios siempre están atrasados, las palabras andan por la calle mucho antes de llegar a sus páginas.

Tal vez por eso, las lenguas reflejan las sociedades donde se desarrollan, donde se alimentan de conceptos que las palabras condensan y definen. Si la sociedad es de guerreros ya su lenguaje estará lleno de enfrentamientos, si es machista lo mismo sucederá, o mas buen, lo mismo ha sucedido, porque al menos el castellano es un lenguaje machista, o por lo menos sexista. La academia siempre resolvió el tema con el expediente de que si bien tal o cual adjetivo es masculino, por extensión se entiende que es para los dos sexos. Lo cual mirado desde la perspectiva contemporánea no deja de ser una salida cómoda, tan cómodo como el recurso pueril de algunas instituciones al utilizar la arroba para referirse a los dos sexos: l@s niñ@s, l@s alumn@s, etc, para posar de políticamente correctos.

En un debate sobre el sexismo en la lengua castellana, motivado por el documento publicado por la RAE sobre el tema, el escritor mexicano Jorge Volpi señalaba: Un debate así es necesario porque tenemos la sensación de que la lengua nos viene dada, como si nos sumergiéramos en una que ya existe y que apenas podemos modificar. Ninguna lengua es inocente. La española, como otras, tiene un matiz sexista inevitable, que está en el centro mismo de las estructuras gramaticales, sintácticas y también en muchos usos de la lengua. A partir de tener conciencia de que la lengua que utilizamos tiene muchos usos sexistas, viene la siguiente cuestión: ¿de estos, cuáles son modificables y cuáles no y cómo podemos avanzar para tener una lengua menos sexista?

Este es el trabajo que por ahora pocos estamentos parecen dispuestos a resolver. Algún colectivo feminista por acá, alguna oficina pública por allá. Los manuales de buen comportamiento lingüístico analizados recientemente por la RAE, y así.

Mas adelante otro participante, Pedro Álvarez de Miranda decía: Tengo que disentir de la afirmación (…) de que la RAE sea el órgano regulador de la lengua. Estoy más de acuerdo con que las lenguas son instituciones absolutamente democráticas en las que no pueden intervenir poderes legislativos. Es el cuerpo social el que acaba saliéndose con la suya, excepto en un terreno, que es el ortográfico. Ahí conviene que haya un juez o un árbitro. En el terreno gramatical y léxico los hablantes son soberanos y, a la larga, acaban haciendo lo que los hablantes quieren, le guste o no a la Academia. La lengua cambia al hilo de la sociedad.

Estas dos afirmaciones estaban en el centro del debate. De todos modos tan impositivo como el sexismo criticado por los manuales de buen comportamiento lexicográfico, a veces resultan también estos manuales, o estas imposiciones lingüísticas. Por ejemplo, “lideresa”. Aunque aceptado por la última edición del diccionario de la RAE, no pasa de ser un invento forzado por los colectivos de mujeres que en su afán por combatir la discriminación caen en un exceso sexista al revés. En este caso, el término “líder” claramente no tiene connotación sexista. Diferente a la palabra “director”, ya que no se podría decir, “señora director”, sino “señora directora”. Pero en cambio puede decirse que “ella era una líder natural”, así como “él es un líder natural”.

Otro caso interesante es el de poeta y poetisa. La palabra poeta, que viene del griego al latín y del latín al español designa a la persona, hombre o mujer, que escribe poesía. No exclusivamente al hombre poeta. Sin embargo ya el latín había adoptado la palabra “poetissa” y en español se conoce desde 1508 el término “poetisa”. Pero cuan pocas mujeres poetas aceptan para sí misma el término pues, tal vez por la crítica sexista, “poetisa” se convirtió en sinónimo de diletante. A tal punto que nunca han faltado las menciones a malos poetas como “poetisos”.

Pero lo dicho. Los cambios en el lenguaje de una sociedad deben reflejar las transformaciones sociales, no al revés. Si no, terminaremos creyendo que el uso políticamente correcto de las palabras nos vuelve correctos, cuando a lo sumo, nos hace prudentes, nada más; decentes en la forma no en el comportamiento.

domingo, marzo 04, 2012

Una de Julio Ramón Ribeyro

Yo he creído siempre que el escritor verdaderamente genial es el que escribe no importa qué, olvidándose de sus propias experiencias, de su propia vida. Qué le puedo decir: sobre las cruzadas, sobre Platón, de algo que pasó en Afganistán o en Japón. Ese es el escritor verdaderamente épico, que inventa, que saca todo de la nada. Mientras que el tipo que está sacando cosas del interior, de su propia vida, de su propia experiencia es un escritor lírico, menor, ¿no?. Pero al mismo tiempo —como todo tiene su contraparte, como todo argumento tiene su contrargumento— hay grandes escritores que han tratado íntegramente sobre su propia vida, que es el caso de Proust. Efectivamente, Proust no ha hecho sino escribir sobre él mismo, desde la primera hasta la última línea.

(En Alquimia de Escritor)

martes, febrero 28, 2012

Una de Andrés Trapiello

Reproduzco esta nota de Andrés Trapiello, publicada originalmente en el Magazine de La Vanguardia el 22 de enero de 2012, y reproducida en su excelente Blog, Hemeroflexia. Es una sensata reflexión sobre la red y los derechos de autor. Sobre la defensa del creador frente a las propuestas de los delirantes adalides de la libertad en línea dígital.

NI TUYO NI MÍO

Siempre le hizo a uno muchísima gracia el modo en que el padre de mi tío Vitalino, marido de Estilita, hermana a su vez de Porfirio y Presvinda, le explicaba a su mujer, Basilisa (en León nos las gastamos así con los nombres propios), lo que iba a significar la República, que acababa de ser proclamada en 1931: “Será algo muy bueno: entre lo que tenemos y lo que nos toque del reparto, estaremos mucho mejor”. El hombre consideraba que lo suyo era suyo, y lo de los demás, de todos.

Es más o menos lo que piensan de la llamada propiedad intelectual algunas gentes, negándola sin rebozo después de vestirla con una palabra que suena enteramente altruista: el procomún. Sus argumentos, si no los ha comprendido uno mal, son los siguientes: hay bienes que son de todos: el agua, el aire, el conocimiento científico, el software y, también, las obras culturales. En el caso de los creadores, como ellos no crean de la nada, sino que son parte de una cadena de cientos, de miles de años, deben devolver su obra a los demás, en lo que han denominado retorno social. Leo en un periódico a uno de los defensores del procomún: “Para que a alguien creativo se le ocurra algo, ha tenido antes que leer un montón de cosas (...) y ha necesitado una infraestructura, bibliotecas, transportes, canales de acceso... Hay una dimensión en la creación que es procomunal: por eso es un absurdo que a alguien al que se le ocurre algo le den la propiedad en exclusiva por ni se sabe cuántos años”. Sí se saben los años, ochenta. Muchos o pocos, según se mire. Pocos, por ejemplo, mientras al palacio de Liria, que es también una creación cultural, con todas las colecciones de arte que contiene, no se le aplique el concepto de retorno social, al igual que a todas las patentes de objetos en los que intervenga la rueda, que viene, como se sabe, de atrás, y sin la cual no habrían sido posibles.

Jamás ha ocultado uno, al contrario, lo ha difundido desde hace años, este raro convencimiento, compartido, me consta, por otros creadores: la sensación de que los logros propios nos son ajenos, como si tal o cual página, tal o cual poema, nos lo hubiera dictado alguien mucho mejor que nosotros, en tanto que fracasos o errores los reconocemos de inmediato como propios. Por tanto, algo de lo que sostienen los defensores del procomún es cierto. Todo lo sabemos entre todos, decía Giner de los Ríos, quien lo había oído de un pastor soriano. Por eso no le importará a uno renunciar a sus derechos en favor del común: el día en que dejen entrar en el palacio de Liria a todo el mundo como en su propia casa, o llevarse de la tienda de Apple, sin pagar, naturalmente, el ipad con el que van a descargarse bienes del procomún, o engancharse gratuitamente a la red telefónica o, invocando al inventor de la rueda, hacer uso del primer coche que tenga a mano. Lucha uno por algo así desde que era joven, desde que pensó que el mundo sería mejor si lo compartíamos todo con todos, si seguíamos el principio clásico: trabajar cada cual según sus facultades y recibir según sus necesidades. A eso se le llama comunismo, pero se teme uno que nos lo están explicando como a la tía Basilisa. Ahora bien, si llega la cosa, ese día lo mío es de todos, y lo de todos, mío. O mejor aún: ni tuyo ni mío.

Entrevista

Esteban Dublin de la revista electrónica Internacional Microcuentista, me pidió que respondiera este cuestionario. Aquí lo copio.

Esteban Dublin: En tu blog personal, has escrito algunas notas con respecto a tu relación con el microrrelato. Cuéntanos de dónde salió tu gusto por el género y por qué...

RRV: Comencé a escribir cuentos (y novelas) desde que estaba en el colegio. Siempre fui un lector apasionado del cuento, Chéjov. London, Maupassant y ya en la universidad (comienzos de los setenta), se publicaban muchos cuentos de autores latinoamericanos. Parte de esta fiebre por el cuento produjo una gran revista mexicana dedicada al género: El cuento, dirigida por Edmundo Valadés. Esta revista publicaba en cada número algunos cuentos muy cortos, algunos de un párrafo, muy sorprendentes e ingeniosos. Entre sus autores se destacaba una autora argentina llamada Luisa Valenzuela y un venezolano, Luis Brito García. Al mismo tiempo conocí un par de antologías sobre el cuento fantástico hechas por Borges y Bioy Casares. En estas antología brillaban con especial incandescencia los cuentos cortos. Por tanto desde mis primeros tiempos como aprendiz de cuentista, le dediqué mucho tiempo al minicuento. Todavía me sigue interesando, mucho, como lector y como autor. Los disfruto mucho leyéndolos y cuando se me da, también escribiéndolos.

E.D: Sabemos que amas la fotografía. ¿Qué relación encuentras entre el microrrelato y tu otra pasión?

RRV: En realidad no estoy muy de acuerdo con aquella idea esbozada por Cortázar de que un cuento es como una foto y una novela como una película. Más bien estoy de acuerdo con el cuentista Octavio Escobar, quien dice que el cuento es lo que más se parece a un largometraje. La foto tiene una relación mucho más directa con la poesía. Actualmente mis fotografías son imágenes intervenidas de manera digital. Probablemente en una fotografía mía, una vez terminada de elaborar, se pueden encontrar cinco o seis negativos o tomas digitales (a veces más), pero aunque trato de sintetizar historias en ellas, creo que solo consigo lograr una impresión, una sensación sobre la realidad fotografiada. El microcuento, tal como yo lo entiendo, tiene más que ver con el hecho de contar que con la prosa poética, que abunda en la minificción. Por tanto no encuentro una relación evidente entre el microcuento y la fotografía. Supongo que muy profundamente mi actividad como escritor y como fotógrafo se nutren de la misma necesidad de expresión; pero me resulta difícil definir esa conexión.

E.D: Has sido premiado en diferentes certámenes nacionales de cuento. ¿A qué crees que se deba? ¿Qué le dirías a los escritores que se quieren dedicar a esto?

RRV: Gané algunos premios de cuento en diversas épocas de mi vida. Supongo que lo conseguí porque eran los cuentos que más impactaron al jurado. Hoy en día participo como jurado en muchos concursos y sé que los buenos cuentos se van imponiendo poco a poco. A medida que uno va leyendo –en medio de la avalancha de escritos–. Poco a poco, pero con firmeza, los mejores cuentos se van decantando por argumento, originalidad y escritura. Yo creo que los concursos son buenos para comenzar a difundir la obra de los autores novatos o simplemente de los escritores que buscan un poco de reconocimiento, y en algunos casos, algo de apoyo económico en un medio donde existe tan poco estímulo para los escritores. Para ganar hay que tener obra de calidad, pero también hay que contar con algo de suerte, y esa suerte es que el jurado realmente lea todo lo que llega. Un jurado descuidado (que no lea con juicio) le puede hacer daño a un escritor que ha trabajado con honestidad. A veces mis compañeros de jurado han tenido opiniones totalmente contrarias a las mías. He estado en situaciones donde yo propongo un ganador y mis compañeros de jurado no lo consideran ni como finalista (así de subjetiva puede ser la manera de juzgar en un jurado). Nunca hay que tomar el resultado de un concurso como una opinión definitiva sobre lo que uno escribe. Ni cuando se gana, ni cuando de pierde.

E.D: Háblanos de tu malestar con respecto al auge desmedido que ves con respecto a la minificción…

RRV: No tengo ninguna reserva, por principio, ante el minicuento o relato breve. Me preocupa que los nuevos escritores crean que es un camino de aprendizaje debido a la aparente facilidad que representa escribir un párrafo. Por ese camino se llega a creer que el cuento, en su versión habitual (2 a 20 páginas) solo es un camino para llegar a las ligas mayores representadas por la novela, lo cual no es cierto. El minicuento, el cuento y la novela son un destino en sí mismos. Hay escritores que desarrollan habilidad para uno de estos géneros y a veces no les alcanza la habilidad o la experiencia para dominar otras formas de narrar. Cada una de esta formas conlleva dificultades. Un buen minicuento es tan exigente como un buen cuento o como una novela. La narrativa se divide básicamente en dos. Las obras necesarias y las prescindibles. Las necesarias son aquellas que reflejan intereses reales, honestidad vivencial e intelectual, oficio y dedicación. Las prescindibles son las que se hacen por calentar la mano, entre estas probablemente está un alto porcentaje de eso que llamas el “auge desmedido de la minificción”.

E.D: ¿Hacia dónde crees que va el microrrelato en Colombia? ¿Crees que haya un futuro editorial?

RRV: Siempre hay futuro para los cuentos bien escritos. Lo que sucede es que los buenos cuentos son muy escasos. Yo solo tengo un libro de cuentos cortos (no creo que puedan considerarse minificcción) y no tuve problemas para publicarlo en una editorial que lo ofrece en Colombia y en otros países de América Latina. Editar en Colombia siempre ha sido difícil para el escritor que comienza. Las editoriales de origen español tienen poco interés en el cuento, en general y casi ninguno en el microcuento. Sus editores rinden pleitesía a la noción de que solo la novela vende. Sin embargo hay nuevas editoriales, tanto en España como en Colombia, que apuestan por nuevas opciones. Un buen conjunto de microcuentos siempre encontrará posibilidades de ser publicado en una de estas editoriales.

E.D: Aparte de la literatura y la fotografía, otras cosas deben apasionarte. ¿Cuáles son?

RRV: Cine, salsa, rock, jazz y la historia de América desde mucho antes de 1492.

Un libro: Tirante el Blanco de Joanot Martorell (y Martí Joan da Galba).
Una película: El filo del tiempo de Win Wenders.
Un autor: Mis preferencias varían constantemente, hoy es Cormac MacCarthy.
Un aroma: Tierra caliente.
Una comida: Mexicana y/o española.
Una foto: La secuencia Things are queer de Duane Michaels.
Un cliché: Ninguno.
Un dibujo animado: Fritz the cat, de Ralph Bakshi, basado en el cómic de Robert Crumb.
Una frivolidad: Todas.
Un secreto: No saber guardarlos.