jueves, febrero 28, 2013

Nombres, museos y editoriales

¿Qué tienen en común los grandes museos y las grandes editoriales? No mucho, en verdad, salvo que estas dos instituciones, la primera de estricta condición cultural y la segunda de caracter comercial y cultural, gustan de vivir al amparo de los grandes nombres.
Público ante La Gioconda. El Louvre

Pero, ¿qué es un gran nombre?

Para los museos obviamente los clásicos:  Velazquez, Rembrandt, o los modernos del siglo XX como Picasso, o Magritte, o Monet. O los vanguardistas de los años sesentas como Andy Warholl, o los farsantes contemporáneos como Damien Hirst. Para las editoriales en cambio los nombres grandes no son los clásicos, No son Dumas, ni Balzac, ni siquiera les alcanzan los nombres como Proust. Porque a diferencia de la pintura cuyo valor poco se deprecia, los derechos del autor literario expiran y por tanto un buen nombre, en términos editoriales, es aquel cuyos derechos todavía son explotables. También un gran nombre editorial es aquel de los de más alta venta, sin importar sus cualidades artísticas.

Un museo vive de las leyendas de los grandes pintores, de su nombradía y de su fama. Un museo que se precie de su colección de arte moderno tendrá muchos Picassos, algún Van Gogh, o al menos lo pedrirá prestado. En los últimos años he recorrido varios museos en los cuales rara vez encuentro propuestas particulares en sus colecciones básicas. Es decir, hay pocos como Orsay que estuvo en remodelación desde hace algunos años y ahora se fortaleció con las colecciones impresionistas del Museo de la Orangerie y el Museo del Jeu de Paume. Es una colección esencial sobre el movimiento impresionista que dificilmente otro museo del mundo puede ofrecer. Sin embargo tanto el Museo de Arte Moderno de Nueva York como el de Viena o el de los Angeles, se esmeran por contar en sus colecciones con una buen a muestra de impresionistas. Es como un sello, sin Monet o sin Van Gogh no hay público para los museos.
Jardines del Paul Getty Museum

Hay museos que en sí mismos son una belleza. Tal el caso del Paul Getty Museum. Cuyas instalaciones de por sí ya ameritan la visita. Ubicado en una colina con vista a Malibú, al norte de Los Angeles, el Getty cuenta –obviamente– con su buena colección de nombres famosos. Sin embargo parece que solo le alcanzara para eso, para ser llamado museo. Su colección no parece ofrecer una mirada particular. De todos modos, gracias a sus instalaciones y al énfasis en su colección fotográfica, el Getty es un icóno museográfico. Por lo menos cuenta con los grandes nombres que le permiten jugar con propuestas arriesgadas firmadas por curadores y artistas jóvenes. Aparte, el Getty es un museo que vive de la herencia del petrolero Paul Getty; una condición que comparten muchas de estas instituciones en el mundo. Desde el MOMA hasta Orsay, pasando por el Louvre o el Prado, los museos de arte cuentan con benefactores de toda laya, desde jeques y traficantes de armas, hasta los mismos gobiernos que amparan su actividad porque son fuente de ingresos turísticos, dan personalidad a las ciudades y son buena publicidad.

Las editorales en cambio viven de conseguir el dinero que los grandes nombres producen.Y en eso hay una enorme diferencia. O una actitud, tal vez. Las editorales adquieren los grandes nombres como una inversión de negocios, en cambio los Museos lo hacen de una manera un poco más generosa. Como un aporte cívico a la construcción de sociedad.

En el correr riesgos los Museos pueden perder dinero, a  fin de cuentas, viven de poderosos subsidios privados, como el Paul Getty.  En cambio las editorales regidas ahora por los principios del capitalismo salvaje impulsado por Rudolph Murdoch y su gran imperio mediático que terminó por absorber gran parte del aparato editorial de occidente, están obligadas a ofrecer resultados económicos con cada título que imprimen.
Orsay, Paris (Foto de Lucila Escamilla)

Por esa razón, entre los grandes Museos y las grandes editoriales hay una enorme diferencia. El riesgo que corren en sus proyectos dirigidos al público. Los Museos, gracias a los grandes nombres, arriesgan en propuestas curatoriales que pueden incluír a autores desconocidos y temas poco convencionales. Las editoriales, cada día, arriesgan menos en nuevos nombres. Y cuando arriesgan en un nuevo nombre es porque este tiene el sello de lo explotable en la frente (es una madame, un presentador de televisión, un cocinero o un asesino). En cambio, en un escritor, cuya trayectoria tenga valor artística, rara vez se van a arriesgar. Lo harán cuando ya tenga un nombre consolidado, forjado en la dificultad y editoriales pequeñas, es decir, se interesarán en él solo cuando pase a formar parte de los "grandes nombres".

viernes, febrero 22, 2013

La memoria de Jack London

Cuando pienso en el cuento, como género, pienso en Jack London. Probablemente este autor fue el primer cuentista que leí en mi vida, muy temprano, quizá a los siete años o algo así. Por supuesto que en ese momento yo no tenía idea de lo que era un cuento o una novela o la versión resumida de una novela por la revista Selecciones. Era un lector que buscaba entretención en un mundo superpoblado de hermanos (el de mi casa) y con pocas ofertas de diversión.
Escritorio de Charmian Kitteredge

Desde entonces London ha sido un autor que ha acompañado mis mejores momentos de lectura. Me he convertido en algo así como un especialista en su obra. Escribí una biografía sobre él, he traducido algunos de sus cuentos (para la colección Libro al viento y para Panamericana Editorial) y sigo leyéndolo con entuasiasmo. Tal vez por eso tuvo tanto sentido mi visita, en enero de 2013, a su casa en el condado de Sonoma, entre Napa y San Francisco, en California. Una zona de viñedos,  pueblos de aspecto agradable, pequeñas propiedades de hippies estabilizados en el sopor de la marihuana californiana (que podrá ser muy buena pero huele horrible y la fuman en todas las esquinas de San Francisco) y carreteras secundarias donde nadie tiene afán, a diferencia del resto del estado donde las autopistas devoran conductores que no parecen ir a ningun parte; que se abalanzan hacia el horizonte, como los cowboys de los westerns de John Ford.

La casa hacienda de Jack London es ahora un museo administrado por la oficina de Parques Nacionales de California. Es atendido por voluntarios que trabajan por amor al arte y casi sin paga, porque el estado de bienestar está desapareciendo en los Estados Unidos a velocidades estratosféricas y los presupuestos para los museos y parques cada vez son mas escasos.

Hoy queda muy poca de la tierra que en su momento London acumuló en su granja de inclinación colectivista (Rancho Bonito), donde había un techo para cualquiera y donde el escritor intentaba hacer un paraíso socialista. Algunas edificaciones son apenas ruinas, como ruinas son los restos de su Casa del Lobo. La casa que iba a ser la mejor casa de todo Estados Unidos, creía él y que se quemó al día siguiente de haber sido terminada, en 1914. La mayoría de las tierras pertenecen a los herederos de quien fuera su ama de llaves. Ahora, como la mayoría de esas tierras, están dedicadas al cultivo de la uva para la industria vinícola.

Recorrí aquellos bosques donde London reflexionaba mientras galopaba a caballo, Sailor on horseback como tituló Irving Stone la biografía sobre él. Visité su modesta tumba, a medio camino de su Casa del Lobo y al lado de la tumba de los niños que sirvieron de modelo para su relato sobre el Valle de la Luna.
Estudio de Jack London

Pero quizá el momento más revelador para mí, como escritor, fue observar su estudio. Un amplio lugar, iluminado por el sol estival de enero, donde se acumulan muchos de los objetos que utilizó para producir su abundante obra (56 libros escritos en menos de dieciseís años). London fue una suerte de Gadget man de su época. Había varios modelos de dictáfonos, máquinas para reproducir textos (primitivas versiones del sténcil o mimeógrafo), cámaras fotográficas, por supuesto también aparatos de música y el escritorio con la máquina de escribir donde su esposa, Charmian Kitteredge, pasaba a limpio su correspondencia diaria y las cinco cuartillas que el escritor escribió cada día, "menos es poco, más es demasiado"; esas más o menos 1500 páginas que escribió cada año y que poco corrig. Esa tarea la cumplían sus hermanas y la propia Charmian. También es notable su rincón de lectura, un camastro donde tomaba notas y las colgaba de una cuerda como ropa tendida.
Notas en el tendedero del estudio

De todos modos, esa capacidad para producir explica la abundancia de su obra y también su disparidad. London fue un autor profesional que consideraba su obra, en parte, simple "mercancía cerebral", aunque desde luego también se sentía orgulloso de ella. Eso lo llevó a emprender los más variados esfuerzos, periodismo, novelas, cuentos, piezas de teatro, e incluso alcanzó a tener alguna experiencia con el cine.

Frente a las ruinas de la Casa del Lobo (Foto de Lucila Escamilla)
Esas obras produjeron enormes réditos económicos que de una u otra forma se invirtieron en comprar más hectáreas de tierra para su Rancho Bonito, para construír una fábrica de vino, una curtiembre, criaderos de animales y otras actividades agroindustriales que buscaban beneficios para financiar una comunidad solidaria (algo como una comuna hippie a comienzos del siglo XX). Los restos abandonados de ese sueño libertario, forman hoy el Parque Museo Jack London. Una experiencia obligatoria, reveladora y recomendable para todo entusiasta de su obra.




La memoria de Jack London

Cuando pienso en el cuento, como género, pienso en Jack London. Probablemente este autor fue el primer cuentista que leí en mi vida, muy temprano, quizá a los siete años o algo así. Por supuesto que en ese momento yo no tenía idea de lo que era un cuento o una novela o una versión resumida de la revista Selecciones. Era un lector que buscaba entretención en un mundo superpoblado de hermanos (el de mi casa) y con pocas ofertas de diversión.
Escritorio de Charmian Kitteredge

Desde entonces London ha sido un autor que ha acompañado mis mejores momentos de lectura. Me he convertido en algo así como un especialista en su obra. Escribí una biografía sobre él, he traducido algunos de sus cuentos (para Libro al viento) y sigo leyéndolo con entuasiasmo. Tal vez por eso tuvo tanto sentido mi visita, el pasado mes de enero, a su casa en el condado de Sonoma, entre Napa y San Francisco, en California. Una zona de viñedos,  pueblos de aspecto agradable, pequeñas propiedades de hippies estabilizados en el sopor de la marihuana californiana (que podrá ser muy buena pero huele horrible y la fuman en todas las esquinas de San Francisco) y carreteras secundarias donde nadie tiene afán, a diferencia del resto del estado donde las autopistas devoran conductores que no parecen ir a ningun parte, solo hacia al horizonte como los cowboys de los westerns de John Ford.

La casa hacienda de Jack London es ahora un museo administrado por los Parques nacionales de California. Es atendido por voluntarios que trabajan por amor al arte y casi sin paga, porque el estado de bienestar está desapareciendo en los Estados Unidos a velocidades estratosféricas y los presupuestos para los museos y parques cada vez son mas escasos.

Hoy queda muy poca de la tierra que en su momento London acumuló en su granja de inclinación colectivista (Rancho Bonito), donde había un techo para cualquiera y donde el escritor intentaba hacer un paraíso socialista. Algunas edificaciones son apenas ruinas, como ruinas son los restos de su Casa del Lobo. La casa que iba a ser la mejor casa de todo Estados Unidos, creía él y que se quemó al día siguiente de haber sido terminada, en 1914. La mayoría de las tierras pertenecen a los herederos de quien fuera su ama de llaves. Ahora, como la mayoría de esas tierras, están dedicadas al cultivo de la uva para la industria vinícola.

Recorrí los bosques donde London reflexionaba mientras galopaba a caballo, Sailor on horseback como tituló Irving Stone la biografía que escribió sobre él. Visité su modesta tumba, a medio camino de su Casa del Lobo y al lado de la tumba de los niños que sirvieron de modelo para su relato sobre el Valle de la Luna.
Estudio de Jack London

Pero quizá el momento más revelador para mí, como escritor, fue observar su estudio. Un amplio lugar, iluminado por el sol estival de enero, donde se acumulan muchos de los objetos que utilizó para producir su abundante obra (56 libros escritos en menos de dieciseís años). London fue una suerte de Gadget man de su época. Había varios modelos de dictáfonos, máquinas para reproducir textos (primitivas versiones del sténcil o mimeógrafo), cámaras fotográficas, por supuesto también aparatos de música y el escritorio con la máquina de escribir donde su esposa, Charmian Kitteredge, pasaba a limpio su correspondencia diaria y las cinco cuartillas que el escritor escribió cada día, "menos es poco, más es demasiado"; esas más o menos 1500 páginas que escribió cada año y que poco corrig. Esa tarea la cumplían sus hermanas y la propia Charmian. También es notable su rincón de lectura, un camastro donde tomaba notas y las colgaba de una cuerda como ropa tendida.
Notas en el tendedero del estudio

De todos modos, esa capacidad para producir explica la abundancia de su obra y también su disparidad. London fue un autor profesional que consideraba su obra, en parte, simple "mercancía cerebral", aunque desde luego también se sentía orgulloso de ella. Eso lo llevó a emprender los más variados esfuerzos, periodismo, novelas, cuentos, piezas de teatro, e incluso alcanzó a tener alguna experiencia con el cine.

Frente a las ruinas de la Casa del Lobo (Foto de Lucila Escamilla)
Esas obras produjeron enormes réditos económicos que de una u otra forma se invirtieron en comprar más hectáreas de tierra para su Rancho Bonito, para construír una fábrica de vino, una curtiembre, criaderos de animales y otras actividades agroindustriales que buscaban beneficios para financiar una comunidad solidaria (algo como una comuna hippie a comienzos del siglo XX). Los restos de ese sueño libertario forman el Parque Museo Jack London. Una experiencia obligatoria, reveladora y recomendable para todo entusiasta de su obra.




domingo, febrero 10, 2013

Primo pájaro

Esta gaviota está parada en el muelle de Balboa, en el condado de Newport, una de las ciudades de playa cerca de Los Angeles. A unas trescientas millas más al norte, siguiendo la linea de la costa pacifica, en California, se encuentra Bodega Bay, el pueblito, similar a Newport, donde se filmó la película Los pájaros de Alfred Hitchcok. De alguna forma esta gaviota es, al menos, prima de aquellas estrellas de los años sesenta.
 

Mientras la miro, con su gesto de autosuficiencia ante la presencia del turista, recuerdo con intensidad aquella pelicula sobre el mal, el pecado, la culpa y no sé qué otros  sentimientos retorcidos que quizo expresar Hitchcock en Los pájaros a partir de la novela de Daphne du Maurier.

Durante 2012  Hitchcock estuvo en las noticias por dos películas que hacen una memoria de su genio cinematográfico.


La primera es una titulada escuetamente Hitchcock, que cuenta la relación del director con la que fuera su guionista fundamental, su consejera y su esposa, Alma Reville. La película se ocupa del momento de la filmación de Psicosis. Alma Reville fue responsable, en gran parte, del talento creativo que respira la obra de Hitchcock, sin embargo los retratos sugeridos que hace de ella en sus películas (ver Frenesí, por ejemplo), revela algo de la perversa personalidad de este monstruo del cine, considerando la palabra monstruo en todas sus acepciones posibles.

El otro título fue anunciado por la BBC hace poco. Se trata de una película acerca de la relación entre Tippi Hedren y Alfred Hitchcock. Ella, que fue considerada brevemente como la musa del gran director británico resultó ser algo más que su inspiración, más bien fue objeto de sus obsesiones sexuales y de un acoso que desembocó en persecuciones laborales. De hecho, Hedren que inicio su figuración cinematográfica de manera espectacular vio detenida su carrera de forma extraña. Después de terminar su contrato con Hitchcock, en 1965, solo pudo hacer tres películas de poca recordación. A partir de 1970 hizo una carrera centrada fundamentalmente en la televisión.

“No he hablado con nadie sobre este asunto con Alfred Hitchcock. Debido a que en todos estos años que han pasado, la situación planteada por el estudio ha continuado. Los estudios tienen el poder y yo estaba al final de eso, y allí no hay absolutamente nada que yo pudiera hacer en términos legales. Allí no había leyes acerca de este tipo de situaciones. Si esto sucediera en la actualidad yo sería una mujer muy rica.”

Tippi Hedren nunca ocultó su admiración por el gran director, pero si se guardó sus resentimientos por haberle negado la ocasión de trabajar en otras películas cuando estaba en su momento estelar.
Foto: Lucila Escamilla

Si el mal estaba flotando en la atmósfera de Bodega Bay, durante la filmación de Los pájaros,  de seguro no estaba encarnado en estas voladoras marinas sino más bien en esa voluminosa ave del mal que fue Alfred Hitchcock.  

Este primo pájaro, pacífico e indiferente me lo recuerda mientras lo saludo con cordialidad y respeto.



De regreso

Foto Lucila Escamilla *
A los visitantes de este Blog les puede parecer que aquí no hay mayor actividad. En realidad sí hay mucha, solo que he estado distraído, viajé durante varias semanas por California, Arizona, y Nevada. Luego tuve que ir a Ecuador y finalmente terminé mis vacaciones con una invitación al Hay Festival de Cartagena.  De todas esas millas viajadas (casi 3.500 por carretera en EEUU) surgieron muchos apuntes, muchas ideas que se fueron quedando en borradores acumulados en las entrañas del Blog. Ahora, de regreso, me propongo subir algunas, poco a poco, mientras restablezco mi vida en esta Bogotá lluviosa de comienzos de febrero.

*Atardecer sobre la Highway 5, entre Irvine y Los Angeles, a mediados de enero de 2013.