sábado, junio 11, 2011

Las palabras y la calle

El español que yo leía cuando comencé a escribir a los diecisiete años era diferente al que escuchaba en mi vida cotidiana. Las traducciones españolas de Jack London, por ejemplo, convertían las english profanities pronunciadas por personajes como Smoke Bellew en exclamaciones españolas cuyas definiciones me eran tan ajenas como si estuvieran escritas en noruego; era un lenguaje que no se parecía en nada al habla bogotana que escuchaba en la calle o en el bus del colegio, un habla intoxicada de rock, cine y cómic, un lenguaje asediado por los anglicismos y comodines de la época, como “fresco”, “safa” y “pinta”.

Armado con tan confusos recursos verbales me inicié en la briega de una escritura literaria que intentaba reflejar la vida de la gente que hablaba con esas palabras en la calle. Tenía en mi haber un español determinado por los criterios docentes y los recursos tecnológicos de una época cambiante. Había aprendido a leer las vocales en La alegría de leer y a escribir mis primeras oraciones con caligrafía Palmer. Para redactar mis primeras ficciones utilicé una Olivetti que imprimía cada letra como si fuera un disparo. Corregí mis primeras revistas literarias en galeras enceradas aunque todavía existían (y existen) imprentas de tipos móviles y linotipos. Finalmente, me inicié en la escritura digital ante una pantalla oscura que escribía unas titilantes letras verdes, pero después de veintitantos años de experiencia con los computadores redacto estas palabras en un Apple MacBook Pro cuya pantalla es tan limpia como el papel de una libreta.

Aquellos que nacimos en los años cincuenta y vivimos nuestra adolescencia en los setenta presenciamos más cambios tecnológicos que muchas generaciones anteriores a la nuestra. Desde la invención de la imprenta, la comunicación no había sufrido el impacto que vivimos nosotros: de la caligrafía Palmer a la red mundial. La confusión no se disipa: en un tiempo llamado a estar dominado por la imagen, la palabra se convirtió en protagonista. Las posibilidades de usarla se multiplicaron, pero también las oportunidades para deformarlas. Escribir un mensaje en un celular puede ser una pesadilla de signos que contribuya a la confusión verbal, o una de las muchas experiencias de uso del idioma a través de la cuales este evoluciona.

Cervantes dignificó el lenguaje que se utilizaba en las fondas y caminos de España. Incorporó palabras nuevas a un español necesitado de saltar del medioevo a la era moderna. La exigencia para un escritor de mi generación no es tan definitiva, pero sigue viva la necesidad de plasmar las conversaciones de carreteros en fondas del camino, que ahora son bares y son calles. Las palabras hoy brotan de películas y poemas de poetas ambulantes que escriben intoxicados de bareta (una palabra que ascendió de nuestra mano generacional al diccionario, junto con otras como rock o casete). Sigue viva la exigencia de domar esas jergas cambiantes que retan a la lengua pero también la nutren y la hacen crecer.

La lección aprendida es que la palabra que hoy nace en la calle, mañana estará en una novela, o en un verso de amor y más temprano que tarde ocupará un renglón en el diccionario.

(Publicado en el libro Colombia escribe en español de Fundación Santillana y Academia Colombiana de la Lengua. Bogotá, 2006)

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