viernes, agosto 23, 2019

La guerra en éxtasis

Este artículo, basado en la lectura del libro El gran delirio, del documentalista alemán, Norman Ohler, fue publicado en la revista Mundo Diners de Ecuador, en el número correspondiente al pasado mes de julio.
 
El general Wilhelm Guderian durante el cerco a Dunkerke, en 1940



Las drogas como epidemia del siglo XX no nacieron porque un día los músicos del jazz se dedicaron a fumar marihuana, o porque a los hippies, en la década de 1960, de repente les hubieran gustado los alucinógenos. Las drogas ilegales, en sus múltiples variantes, se incubaron en laboratorios farmacéuticos legales. Las primeras versiones de la metanfetamina, o éxtasis, que hoy se considera una plaga social, fueron suministradas, bajo la marca Pervitin, de forma masiva a toda una sociedad: la alemana, en pleno ascenso del Tercer Reich.

Alemania fue el gran banco de pruebas de la drogadicción en el siglo XX (Merck, Boheringer y Knoll tenían el 80% del mercado mundial de la cocaína). Tal vez esto no se recuerda mucho pero antes del ascenso del nacionalsocialismo, en Alemania no solo existía una gran apertura política, sino también una furia rumbera en la que no faltaba la cocaína, la morfina y la heroína.

Esta sociedad relajada fue contra la que se levantó el partido nacional socialista, rechazando el consumo de fármacos y reclamando la limpieza del cuerpo como una virtud de la raza aria. Expertos en fake news, los nazis hicieron de Adolfo Hitler, que distaba mucho de ser el modelo ario, paradigma de pureza personal: ajeno a las drogas, vegetariano y más o menos célibe.

Hace un par de años apareció en español un libro que cuenta todo esto: El gran delirio de Norman Ohler, un documentalista alemán. En él, de manera muy didáctica, se narra una historia de la que se sabía muy poco: el uso masivo de la metanfetamina en la sociedad alemana entre 1937 y 1945; el ascenso de un movimiento ultra derechista cuyos soldados caían en combate mientras su cerebro acelerado les hacía creer que los visitaban las valkirias. 



Pervitin, en una de sus muchas presentaciones

Del laboratorio al trabajo

De la misma manera como lo haría cualquier dealer callejero, los laboratorios Temmer, que patentaron el Pervitin en 1937, entregaban la primera dosis gratis. Sus promotores enviaban a los médicos de toda Alemania una muestra argumentando que era una medicina reconfortante.

Al mismo tiempo lanzaron una campaña publicitaria qué usó como modelo la siempre famosa publicidad de Coca Cola. El éxito fue inmediato. Incluso hubo funcionarios que consideraron ordenar el uso masivo del Pervitin por decreto. Esto no fue necesario; la metanfetamina se convirtió en una pasión nacional. Desde los camioneros “que iban a toda pastilla sin parar a descansar por autopistas construidas en tiempo récord”, los obreros en las fábricas, los oficinistas, las SS, y hasta las amas de casa que la consumían mientras ordenaban el hogar, todos los ciudadanos se dejaron llevar por la droga de los laboratorios Temmer. El apetito sexual aumentó (la propaganda argumentaba que eliminaba la frigidez femenina) y el entusiasmo colectivo creció con la misma vehemencia que los discursos de su líder.

Por supuesto uno de sus principales usuarios fue el ejército alemán con el que el Führer esperaba consolidar un imperio de mil años, pero que solo duró doce.

Aunque los nazis pretendían ser la pureza hecha carne y el estado alemán había firmado el acta de prohibición de las drogas opioides, el Pervitín y la cocaína se vendían en las farmacias y eran anunciadas en revistas y periódicos.

El Pervitin, no sobra decirlo, es el mismo éxtasis con el que los adolescentes, hoy armados con una botella de agua y un chupete, se van a las discotecas a bailar toda la noche.

High Hitler

La guerra, –en los dos lados del frente– se luchó en un estado mental bastante alterado. Sobre el uso de drogas en el ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial se sabía mucho. Las anfetaminas y benzedrinas estaban incluidas en el morral de los soldados y sólo en el frente del Pacífico se repartieron más de veinte millones de dosis. Gracias a ellas podían combatir ocho días seguidos sin pegar el ojo. Los nazis usaban Pervitin que de lejos era una versión mejorada de la anfetamina: su efecto era más suave y prolongado. Antes de empezar a combatir los soldados alemanes ya ganaban por puntos.

El promotor del Pervitin dentro del ejército del Reich, fue el doctor Otto Rank, fisiologo de la Whermacht. Él concluyó que el enemigo de los soldados era el cansancio. Decidió hacer experimentos con esta droga y descubrió que era una sustancia militarmente valiosa. Su gran banco de pruebas fue la invasión a Polonia, en 1939. Iluminados por el Pervitin, los soldados fueron a la guerra a cumplir su trabajo –matar personas–, como si fueran de fiesta.

El experimento le costó a Polonia, solo en el primer año, la vida de cien mil soldados y sesenta mil civiles. La jerarquía nazi calificó de heroico a ese ejército dopado. Sin embargo, en los sectores más conservadores de la cúpula militar prusiana –que consideraba un error ir a la guerra–, se gestaba un golpe de estado que finalmente no prosperó. Hacia 1939, los primeros efectos negativos del Pervitin comenzaron a observarse. El agotamiento nervioso apareció como un claro resultado de su consumo. Se recomendó suministrarlo bajo receta médica, pero ya el hábito estaba consolidado.

Felix Haffner, secretario de salud del Reich, llegó a decir, clamando por el control de la droga, qué “nuestros jóvenes soldados ofrecen un aspecto penoso, a menudo parecen extremadamente decaídos y envejecidos”. Pero cómo la suya era una dependencia civil, no le hicieron caso. En medio de toda esta discusión se estaba concretando la invasión a Francia a través de los bosques de las Ardenas, y se emitió un decreto “sobre el uso prudente pero necesario de la sustancia en situaciones especiales”. En el primer párrafo se mencionaba el éxito militar en Polonia y se animaba a los médicos de tropa a usar el Pervitin de manera generalizada. El pedido militar inicial hecho a los laboratorios Temmer fue de setenta millones de pastillas.

La invasión a Francia comenzó con una larga jornada insomne: en tres días rompieron las defensas y acorralaron al ejército aliado. El acelerado ejército invasor completamente dopado tomó por sorpresa a los soldados galos. Más que un golpe a Francia fue un asalto al cerebro de la juventud alemana.

Al frente de la invasión estaban el general Rommel y el general Guderian. Ambos consumidores de Pervitin. Esta campaña abrió la primera grieta entre los expertos militares de tradición prusiana y la cúpula nazi que era, esencialmente, un grupo de amateurs en términos militares.

Mientras los generales profesionales al mando de sus soldados puestos hasta las cejas de Pervitin avanzaban sobre las praderas francesas, los jerarcas nazis jugaban a la guerra en mapas cubiertos de alfileres de colores. Cuando ordenaban que se tomaran un pueblo, el general Rommel les respondía que lo habían tomado el día anterior.

Los nazis, temerosos de perder la influencia sobre la tropa primero y el país después, decidieron detener la marcha de su entusiasta ejército que en pocos días había hecho claudicar a Francia. Esto probablemente aclara el misterio de por qué se detuvieron en Dunkerke sin una razón válida.

La explicación farmacológica –de acuerdo con Norman Ohler– es que en medio de sus delirios de morfina (a la que era adicto) el mariscal Göring, jefe de la fuerza aérea, la armada más pura del ideal nacional socialista, convenció a Hitler de que sus aviones se encargarían de abatir al ejército aliado en retirada y así bajarle los humos a la oficialidad prusiana. Sin embargo, el mariscal se equivocó. Los británicos obtuvieron la supremacía aérea y el general Guderian desde su tanque, con los británicos a tiro, pero detenido por las inexplicables órdenes superiores, tuvo que verlos escapar sin poder hacer nada.

Dos drogos encerrados en un refugio de hormigón decidieron quitarle el mando al ejército de tierra para que no les minaran su poder político y dejaron escapar a trescientas cuarenta mil tropas aliadas. Fue el primer clavo en el ataúd del fracaso nazi, el último lo pondría el hielo ruso cuatro años más tarde.
El paciente A

Con raras excepciones, la cúpula nazi consumía, Pervitin, morfina, cocaína y alcohol. También les gustaban los mitos nórdicos, la brujería y otros juguetes medievales. Creían que el sol estaba en el centro del planeta, y que este era cóncavo.


El líder epónimo de esta campaña guerrera en drogas, fue obviamente Adolfo Hitler. Su médico personal, un charlatán llamado Theodor Morell, en plena efervescencia bélica, hacia 1942, le suministraba diariamente una bomba de preparaciones absurdas, en las que Hitler creía sin dudar. Le inyectaba células de pato y de oveja y otros químicos (hasta setenta y cuatro sustancias diferentes). Esta información quedó en los diarios de Morell en los que se menciona a su importante cliente como el paciente A.
Theodor Morell. Médico personal de Hitler.
En el atentado con bomba, en 1944, Hitler sufrió laceraciones en su oídos. Un otorrino, el doctor Giesing, le aplicó cocaína líquida durante casi dos meses.

Hitler, en un momento crítico de la guerra, dirigió sus ejércitos en la periquera más pura que se pueda concebir; dos brochazos de cocaína líquida por la mañana, dos por la tarde y otros dos cuando hicieran falta. Eso sí, el nuevo médico tranquilizó al paciente A al explicarle que los cocainómanos consumen la droga en polvo y que ese no era su caso, explicación que tranquilizó a su cliente. Este, más tarde dejó la cocaína pura y empezó a tomarla en combinación con Eukodal (un opioide); algo que hoy se conoce con el nombre de speed ball, una de las más funestas formas de drogadicción.

En su último otoño de vida, el Paciente A empezó a consumir una creciente combinación de drogas y fármacos, ya no era uno, sino tres los médicos (incluyendo al cirujano personal) que lo atendían, sin consultar sus recetas uno con otro. Tal intoxicación farmacológica explicaría el delirio que se menciona en las biografías de Hitler en el que dirigía ejércitos inexistentes y abría frentes de batalla donde ya todo estaba perdido.

Finalmente la pandilla del Paciente A desechó al otorrino y al cirujano personal y dejaron a cargo al doctor Morell. Extraño privilegio, ya que le tocó acompañar a su importante paciente hasta los minutos finales en el bunquer de Berlín del que logró escapar por los pelos. Se escondió unos meses y finalmente cayó prisionero. Murió en la miseria absoluta en un hospital de la Cruz Roja en 1948.

No hay comentarios.: