viernes, marzo 22, 2013

Homeless y bibliotecas públicas

Hacemos tiempo para visitar la biblioteca pública de San Francisco. La abren como a las diez de la mañana y hace frío. Paseamos por los edificios públicos cercanos, la ópera, la alcaldía, etc. Hay un pequeño mercado artesanal, no muy lejos. Tomamos café con una deliciosa crepe mientras llega la hora de entrar. Nos llama la atención la cantidad de habitantes de la calle (homeless en términos locales) que hay alrededor de la manzana que ocupa la biblioteca. Da la impresión de que fuera un vecindario deprimido y que esa no fuera una zona de importancia municipal sino una versión californiana de la Calle del cartucho de Bogotá. Algunos duermen sobre el césped o sobre las escaleras. Todos llevan encima más o menos todas sus propiedades. Un maletín con rueditas o un morral de espalda, un sleeping sucio. Todos huelen mal. Una mezcla de orines, licor y sudor apelmazado por muchas semanas y meses de dormir a la intemperie. Hay hombres con aspecto de  leñadores de Lousiana, negros del Bronx, hay latinos y toda clase de mezcla racial y de género. Hay mujeres y hay muchachos. La pobreza no hace distinción en el gran Imperio del Norte.

Finalmente llega la hora de la apertura de la biblioteca y vemos, un poco sorprendidos, que todos ellos estaban aguardando lo mismo que nosotros. Entrar al edificio.

Al principio entendemos. Vienen a utilizar los baños de la biblioteca. Allí se cepillan los dientes, utilizan los sanitarios, e incluso los lavamanos se convierten en duchas improvisadas. Durante la primera hora de apertura, el lobby es transitado por homeless que entran y salen sin parar.

Nosotros hacemos lo que vinimos a buscar; conocer la biblioteca. Ver sus salas de lectura, recorrer cada piso, mirar sus exhibiciones. Y a medida que subimos a sus pisos vemos que algunos habitantes de la calle también son asiduos usuarios de los servicios de la biblioteca. Obvio, en un mes invernal, el lugar provee de calor, entretenimiento e incluso alimentos baratos en la cafetería.

Esto es algo que habíamos notado, en menor escala, en la biblioteca de Los Angeles. Un edificio hermoso con ascensores decorados en bronce y detalles coquetos en muchas esquinas. Allí también veíamos los homeless sentados en las bancas de los corredores con sus equipajes y sus gestos cansados. También habíamos notado que muchos se movilizaban en sillas de ruedas eléctricas. Esto es algo sorprendente entre los vagabundos en estas ciudades, el gran número de ellos que se desplazan en sillas eléctricas que uno no sabe dónde recargan ni quien les regala. Todas iguales, todas de color vinotinto.
Biblioteca de Los Angeles (Foto Lucila Escamilla)

Claro que en este punto, nosotros ciudadanos del Tercer Mundo nos preguntábamos si en las bibliotecas bogotanas los habitantes de la calle utilizan algún espacio; lo más probable es que no. Nos dirán que nuestros habitantes son más degradados, que están peor vestidos y son drogadictos. Bueno, pues los de allá probablemente no parezcan tan degradados a primera vista, desps de todo es el país del consumo y conseguir un sleeping en la basura o una chaqueta de invierno en un estado más o menos aceptable no es difícil. Además, los programas de ayuda algo proveen. Sin embargo no hay tanta diferencia entre unos y otros, aunque sí hay una fundamental. Los de allá son personas que conocen sus derechos y los hacen respetar. Pueden estar en el último escalón de la degradación, pero se saben ciudadanos en ejercicio de sus derechos. Algo que nuestros habitantes de la calle saben que no tienen y por eso es poco probable que se les ocurra entrar a un edificio público en busca de refugio.

Tal vez por esa conciencia de saberse ciudadanos con derechos, por lo menos en algunas ciudades en Estados Unidos, en particular en San Francisco, la lectura todavía es un espacio liberador, de muchas maneras, para los que no tienen nada. 

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