En el siglo XVI, durante la conquista española, se tenia la noción de que la línea equinoccial que divide los dos hemisferios y cruza el país del Ecuador, era la frontera entre las riquezas. Al norte, debido al clima cálido, se creía que el oro fluía de las raíces de los arboles del rio Meta bajo la forma de arroyos con oro en polvo. Al sur, se consideraba que el frío austral era el clima propicio para la plata. Mitos de la conquista que fueron creando leyendas territoriales que algunos todavía creen; aquellos que piensan que los colombianos somos los colosos del norte o que los ecuatorianos son pastusos con valium. De hecho, para controvertir la leyenda del siglo XVI basta mencionar que el Museo del Banco Central del Ecuador tiene máscaras de oro y platino que hacen ver pobre al Museo del oro de Bogotá.
Soy parte de una familia ecuatoriano colombiana. Tengo muchos parientes políticos en ese país. Viví en él por décadas (todavía tengo casa allí) y creo que lo conozco. A mi llegada, en 1983, el colombiano era visto con esa mezcla de admiración y desconfianza que causa un hermano mayor un poco matón. Es que por nuestra forma de hablar los colombianos generamos atracción y molestia; somos o parecemos eficientes, pero también latosos y demasiado sobrados para un medio donde se habla con un tono dulce y gentil.
Si aceptamos con Mircea Eliade que la patria del escritor es su lengua, entonces podríamos decir que a los colombianos y a los ecuatorianos nos separa el mismo idioma. Como si habláramos separados por el vidrio de un acuario. Porque no existe ningún diálogo cultural significativo.
Será por eso que estando tan cerca los colombianos estamos tan lejos de los ecuatorianos. O tal vez no tanto los colombianos, así en general; tal vez solo los intelectuales. Porque hay colombianos apreciados como los futbolistas, algunos empresarios y los famosos como Bolillo Gómez, Shakira, o Gabriel García Márquez.
Sin embargo los escritores que no están cubiertos por el halo de prestigio de un Nobel o del escandalo por sus declaraciones mediáticas, como Fernando Vallejo, no tienen tanto recibo. Un autor colombiano va a Quito, presenta su libro, recibe prensa, televisión y radio durante tres días. Al final de su visita habrá vendido entre cincuenta y cien ejemplares (datos de un editor), si tiene suerte.
Hay un enorme desinterés de uno y otro lado. Se dirá que esta condición balcánica es propia de todo el continente, pero resulta chocante entre dos países que fueron el mismo.
Jorge Icaza fue un autor ecuatoriano muy conocido en Colombia. Era lectura obligatoria en los colegios hace tres o cuatro generaciones (digamos treinta años). En ese momento había referencias sobre los novelistas sociales de la década del treinta, hoy no se sabe mucho del universo literario del Ecuador. Solo gracias al proyecto Bogotá treinta y nueve vinieron dos autores relativamente nuevos: Leonardo Valencia y Gabriela Alemán. Pero la invisibilidad es la regla.
Habitualmente la insularidad literaria en América Latina es superada gracias a algunos nombres que fungen de cabezas de playa para las literaturas regionales (los Cortázar, los Onetti), o por acontecimientos mediáticos (como el premio Nobel) que abren camino a sus nuevos escritores. Los lectores promedio en Colombia pueden identificar a dos o tres grandes escritores peruanos, cuatro o cinco argentinos, algún venezolano y al menos dos mexicanos, pero es probable que a ningún ecuatoriano. Y el lector ecuatoriano difícilmente logra recordar a más de tres autores colombianos.
Una posible razón es que Ecuador no tuvo un autor en ese club imaginario llamado el boom de la novela latinoamericana. En esa época un poco iconoclasta y que puso distancia con los llamados autores indigenistas y sociales, se rompió la continuidad que le daba presencia, en el concierto latinoamericano, a los autores ecuatorianos.
Hoy los nuevos escritores del Ecuador miran cada vez más hacia otras lecturas y otras literaturas. A mediados de los ochenta sus escritores eran como los paisas, solipsistas, ensimismados en sus discusiones acerca de la identidad y en busca de una tradición localista. Hoy, como en el resto de América Latina, los nuevos escritores ecuatorianos ya no se preocupan tanto por tener un lugar en la patria sino por buscar un lugar en la gran tradición literaria. Son pocos, no hay mayores estímulos, pero ahí van. En ese aspecto, el ambiente literario ecuatoriano no se distancia mucho del colombiano, las diferencias son proporcionales al tamaño de la sociedad. Allá son doce millones y aquí cuarenta y cuatro, en esa relación de población está la diferencia en cuanto a cantidad de escritores y libros publicados.
Casi no hay revistas de divulgación cultural. Prácticamente no hay editoriales locales (hay dos o tres pero son más de autoedición que otra cosa), Planeta y Alfaguara algo publican. Abrirse camino (como en Colombia) exige una voluntad a toda prueba. Hay destacados autores de literatura infantil y varios grandes poetas. El narrador mas importante, Javier Vásconez, lo es porque ha pasado largas temporadas fuera de Ecuador y sus libros se venden mas en España que en su propio país. Obviamente, era invisible también a este lado de la línea imaginaria, hasta hace pocos meses cuando publicaron en Colombia su mas reciente novela. En ese momento, junto con otras personas, tuve el gusto de presentarlo en esos pequeños espacios que permite esta ciudad. Su editorial hizo lo habitual. Organizó un almuerzo con libreros para que lo conocieran y le consiguió algo de prensa. La tarea se cumplió, hay que decir que Javier se sintió bien recibido, pero, como ocurre con los autores colombianos allá, al no existir una dinámica permanente todo queda en un juramento a la bandera y los ecuatorianos siguen tan invisibles aquí como los colombianos allá.
Sin embargo, seamos optimistas y pensemos que este encuentro en la próxima Feria del Libro podrá servir para que alguien pueda encontrar alguna máscara de oro y platino escondida por ahí, entre los libros exhibidos en el pabellón del Ecuador.
(Publicado en Arcadia #67, abril de 2011)
sábado, abril 30, 2011
jueves, abril 21, 2011
El precio de los libros... y el golf
Es el día del libro y ya viene la Feria del libro y los libros se ponen de moda por una corta temporada al año. La gente que normalmente no entra a una librería va a la feria y entra a las librerías. Es una época alta en la venta de libros. Hay familias que hacen su mercado anual bien sea comprando novedades, ediciones raras o simplemente buscando ofertas en los pabellones de descuento.
Pero, ¿es caro el libro en Colombia? Esta es una pregunta habitual en esta época. Y la respuesta corta es sí, por supuesto que los libros son caros en Colombia. Una edición nacional cuesta entre treinta mil y cuarenta mil pesos. O sea entre doce y dieciseis euros. Un librero español diría que no son tan caros, ya que en España cuestan entre quince y treinta. Pero el ingreso de un sin empleo en Madrid es de mil euros (pago por el paro) y el ingreso de un empleado de oficina en Bogotá puede ser quinientos, si le va bien. Entonces en esos términos absolutos y comparativos, el libro es caro.
Sin embargo.
Aceptemos el hecho de que los compradores de libros no son los mismos lectores de libros. Para leer libros solo hay que tener ganas. En Colombia contamos con una biblioteca muy buena llamada Luis Angel Arango y para leer solo hay que visitarla, o tener un carnet y pedirlos por correo. En cambio para coleccionar libros, que es lo que hacen (hacemos) los compradores, hace falta dinero. Un poco al menos. Y aquí entonces si tiene sentido hablar del precio de los libros.
Los compradores de libros, habitualmente, se encuentran en los sectores de clase media y media alta que pueden darse el lujo de ir de rumba los viernes y de vez en cuando entrar a un restaurante; gustos efímeros que cuestan mas que un libro, y el placer que produce el libro dura mas que un whisky o un plato de sushi. En ese punto es que las cosas se relativizan. ¿Los libros son caros respecto a qué? ¿Al pago del arriendo? ¿Al costo del mercado? Entonces surge otra respuesta corta: los libros son caros para el que no los usa.
Siempre tengo a la vista una pelota de golf que recogí donde un amigo que vive en medio de un campo de golf. Una pelota de esas creo que cuesta como dos mil pesos, un precio que no le hace mella a esos jugadores que pierden bolas en el patio de mi amigo (tiene una canasta como con quinientas que les ha secuestrado), ellos pueden comprar todas las que necesiten y ni siquiera se preguntan por su precio. En todo caso es poco dinero, sin embargo para mí es el producto más caro que existe, simplemente porque ni juego ni me interesa el golf. En cambio, un libro de treinta y dos mil pesos que tenga muchas ganas de leer no resulta caro, porque lo voy a usar y disfrutar durante unos días y guardarlo y volverlo a ver y consultar.
Los libros son caros para aquellos a los que no les interesa leer. Aunque se los vendieran a dos mil pesos les seguirían pareciendo caros. Como a mí la pelota de golf.
Pero, ¿es caro el libro en Colombia? Esta es una pregunta habitual en esta época. Y la respuesta corta es sí, por supuesto que los libros son caros en Colombia. Una edición nacional cuesta entre treinta mil y cuarenta mil pesos. O sea entre doce y dieciseis euros. Un librero español diría que no son tan caros, ya que en España cuestan entre quince y treinta. Pero el ingreso de un sin empleo en Madrid es de mil euros (pago por el paro) y el ingreso de un empleado de oficina en Bogotá puede ser quinientos, si le va bien. Entonces en esos términos absolutos y comparativos, el libro es caro.
Sin embargo.
Aceptemos el hecho de que los compradores de libros no son los mismos lectores de libros. Para leer libros solo hay que tener ganas. En Colombia contamos con una biblioteca muy buena llamada Luis Angel Arango y para leer solo hay que visitarla, o tener un carnet y pedirlos por correo. En cambio para coleccionar libros, que es lo que hacen (hacemos) los compradores, hace falta dinero. Un poco al menos. Y aquí entonces si tiene sentido hablar del precio de los libros.
Los compradores de libros, habitualmente, se encuentran en los sectores de clase media y media alta que pueden darse el lujo de ir de rumba los viernes y de vez en cuando entrar a un restaurante; gustos efímeros que cuestan mas que un libro, y el placer que produce el libro dura mas que un whisky o un plato de sushi. En ese punto es que las cosas se relativizan. ¿Los libros son caros respecto a qué? ¿Al pago del arriendo? ¿Al costo del mercado? Entonces surge otra respuesta corta: los libros son caros para el que no los usa.
Siempre tengo a la vista una pelota de golf que recogí donde un amigo que vive en medio de un campo de golf. Una pelota de esas creo que cuesta como dos mil pesos, un precio que no le hace mella a esos jugadores que pierden bolas en el patio de mi amigo (tiene una canasta como con quinientas que les ha secuestrado), ellos pueden comprar todas las que necesiten y ni siquiera se preguntan por su precio. En todo caso es poco dinero, sin embargo para mí es el producto más caro que existe, simplemente porque ni juego ni me interesa el golf. En cambio, un libro de treinta y dos mil pesos que tenga muchas ganas de leer no resulta caro, porque lo voy a usar y disfrutar durante unos días y guardarlo y volverlo a ver y consultar.
Los libros son caros para aquellos a los que no les interesa leer. Aunque se los vendieran a dos mil pesos les seguirían pareciendo caros. Como a mí la pelota de golf.
lunes, abril 18, 2011
Grafías americanas
Ilustración de Wilo
El español como lengua escrita tiene mil años de existencia. Durante la conquista española de América –1492 a 1560 aproximadamente–, el castellano apenas tenía 500 años de existencia. En nuestra región, la que va del norte del Perú hasta la Guajira se hablaban centenares de lenguas que pertenecían a cuatro troncos principales: quichua, arawak, caribe y chibcha. Ninguna de ellas se escribía.
Este fue uno de los factores que les sirvió a los invasores para autoafirmar su superioridad cultural. La conquista se hizo a nombre de un libro, la Biblia, y a nombre del emperador romano que autorizaba el usufructo de tierras que nunca pisó. En esa época, el alfabeto era sinónimo de ser letrado, civilizado, la élite podía leer, en cambio los ignorantes eran educados mediante imágenes; por esa razón la eclosión del arte religioso del renacimiento: esa maravillosa pintura y escultura. Las imágenes eran el lenguaje para darles a conocer a los ignorantes la sabiduría de Dios, el temor al pecado (por ejemplo en los cuadros de El Bosco), el infierno y el paraíso.
Por eso, los civilizados conquistadores entre los cuales –a propósito–, sólo leían y escribían más o menos la mitad, consideraron a estas sociedades inferiores por no tener una escritura basada en el alfabeto. Era tal la importancia que daba la Corona castellana a la memoria escrita que en toda expedición iba un escribano que anotaba la bitácora del viaje y junto con el tesorero daba cuenta de los resultados económicos, culturales y geográficos de la expedición.
Sin embargo en América si había maneras de memorizar la vida espiritual de los pueblos. Se guardaba mediante grafismos, pinturas en tela, en cerámica, como figuras en oro y en algunas sociedades de recursos más complejos, mediante los códices aztecas y mayas y los tocapus incas que constituían una primera expresión gráfica en camino de convertirse en un lenguaje escrito.
Los dominadores y sus celebrantes ocultaron esto, destruyeron sus vestigios, los negaron porque era más cómodo construir una versión del salvaje que no sabía lo que tenía y por tanto era más fácil despojar. Entonces, la escritura se convirtió en una ventaja cultural, una diferencia entre lo salvaje y lo civilizado. Y esa ventaja cultural fue definitiva para consolidar el proceso de conquista y legitimación de lo conquistado.
El castellano no sólo sirvió para escribir El Quijote (a comienzos del siglo XVII), sino también para justificar, reafirmar y esconder las iniquidades cometidas durante el siglo XVI.
Sobre este y otros temas que ya he mencionado y voy a seguir mencionando en este blog, estamos trabajando con un equipo muy amplio en Colombia y Ecuador. Entre todos los que estamos ahí estamos preparando una serie de televisión de doce horas de duración titulada: A la conquista de la historia. Una serie en la que un equipo de rodaje adopta la forma y los compromisos de una expedición que se adentra en la jungla de las interpretaciones históricas, el diálogo con los especialistas, las dificultades económicas, los odios y los afectos que un proyecto como este suscita.
El español como lengua escrita tiene mil años de existencia. Durante la conquista española de América –1492 a 1560 aproximadamente–, el castellano apenas tenía 500 años de existencia. En nuestra región, la que va del norte del Perú hasta la Guajira se hablaban centenares de lenguas que pertenecían a cuatro troncos principales: quichua, arawak, caribe y chibcha. Ninguna de ellas se escribía.
Este fue uno de los factores que les sirvió a los invasores para autoafirmar su superioridad cultural. La conquista se hizo a nombre de un libro, la Biblia, y a nombre del emperador romano que autorizaba el usufructo de tierras que nunca pisó. En esa época, el alfabeto era sinónimo de ser letrado, civilizado, la élite podía leer, en cambio los ignorantes eran educados mediante imágenes; por esa razón la eclosión del arte religioso del renacimiento: esa maravillosa pintura y escultura. Las imágenes eran el lenguaje para darles a conocer a los ignorantes la sabiduría de Dios, el temor al pecado (por ejemplo en los cuadros de El Bosco), el infierno y el paraíso.
Por eso, los civilizados conquistadores entre los cuales –a propósito–, sólo leían y escribían más o menos la mitad, consideraron a estas sociedades inferiores por no tener una escritura basada en el alfabeto. Era tal la importancia que daba la Corona castellana a la memoria escrita que en toda expedición iba un escribano que anotaba la bitácora del viaje y junto con el tesorero daba cuenta de los resultados económicos, culturales y geográficos de la expedición.
Sin embargo en América si había maneras de memorizar la vida espiritual de los pueblos. Se guardaba mediante grafismos, pinturas en tela, en cerámica, como figuras en oro y en algunas sociedades de recursos más complejos, mediante los códices aztecas y mayas y los tocapus incas que constituían una primera expresión gráfica en camino de convertirse en un lenguaje escrito.
Los dominadores y sus celebrantes ocultaron esto, destruyeron sus vestigios, los negaron porque era más cómodo construir una versión del salvaje que no sabía lo que tenía y por tanto era más fácil despojar. Entonces, la escritura se convirtió en una ventaja cultural, una diferencia entre lo salvaje y lo civilizado. Y esa ventaja cultural fue definitiva para consolidar el proceso de conquista y legitimación de lo conquistado.
El castellano no sólo sirvió para escribir El Quijote (a comienzos del siglo XVII), sino también para justificar, reafirmar y esconder las iniquidades cometidas durante el siglo XVI.
Sobre este y otros temas que ya he mencionado y voy a seguir mencionando en este blog, estamos trabajando con un equipo muy amplio en Colombia y Ecuador. Entre todos los que estamos ahí estamos preparando una serie de televisión de doce horas de duración titulada: A la conquista de la historia. Una serie en la que un equipo de rodaje adopta la forma y los compromisos de una expedición que se adentra en la jungla de las interpretaciones históricas, el diálogo con los especialistas, las dificultades económicas, los odios y los afectos que un proyecto como este suscita.
jueves, abril 14, 2011
Consejitos 2
Las obras de imaginación sobresalen por su fascinación y deleite; por su capacidad de atraer y conservar la atención. Es un libro bueno en vano aquel que el lector abandona. Solo es maestro aquel que mantiene la mente en complaciente cautiverio; cuyas páginas se leen atentamente y con fruición y que se vuelven a leer con la esperanza de un renovado placer; y cuya conclusión se anticipa con la tristeza con la que el viajero mira hacia el día de la partida.
Samuel Johnson
(Incluido en Alquimia de Escritor)
Samuel Johnson
(Incluido en Alquimia de Escritor)
martes, abril 12, 2011
Matones en red
Algunos columnistas de la prensa colombiana se han referido al tema en muchas ocasiones: los anónimos comentaristas de la opinión periodística. Aquellos que firman como RVGz5 o cualquier seudónimo pensado para ser lo mas anónimo posible (como si no bastara).
Estos comentaristas son básicamente intolerantes con la opinión de la persona que firma la columna y con los otros comentaristas. Son como barras bravas virtuales que se agreden entre si.
Sin embargo, hay otros comentaristas que parecen obedecer a la misma mano que redacta pero que se presenta bajo diferentes seudónimos, muchas veces con un nombre reconocible, como para hacer creer que son muchas personas las que están en desacuerdo con el columnista cuando en realidad es la misma siempre. Para que su existencia sea posible, existen programas que facilitan la actividad de influir en la opinión pública.
Se trata de los programas de manejo de perfiles personales. Existen de muchos modelos y servicios, pero todos sirven para lo mismo. Ayudan a crear perfiles creíbles. Con estos programas una sola persona puede bombardear los foros de opinión, los periódicos en red, defender una gestión política o proteger la imagen de una empresa comercial, y dar la impresión de que se trata de muchas personas desde diferentes direcciones electrónicas.
Para los lectores habituales de columnas (soy uno de esos) en la prensa colombiana, es evidente que los columnistas, por inmensa mayoría están peleados con el legado del expresidente Uribe (falsos positivos, corrupción, chuzadas, y un largo eccétera); por eso cada columna de estas que navega como un pequeño tiburón en las aguas infestadas de orcas, lleva prendidas una serie de rémoras opinadoras que atacan con beligerancia las opiniones del columnista de turno.
A mitad del segundo mandato del ex presidente Uribe surgió una información que pronto fue diluida, pero que mencionaba la existencia de una oficina para manejar opinión publica. Esta oficina habría estado formada, en aquel entonces, por una empresa de comunicación de otro país, la Vicepresidencia de la República y un organismo con sede en Washington. ¿Su función? Generar rumores y ofrecer apoyo a la gestión de gobierno a través de la manipulación de encuestas, rumores, y opinión guerrilla. Es decir, me subo a un taxi y dejo caer una opinión de apoyo mas o menos razonada, el taxista la repite y así. Lo mismo con las columnas de opinión. Ya que los columnistas a favor son pocos mandemos un comando virtual que responda bajo la premisa de la promesa única: seguridad democrática y hay que acabar a la far, todo lo demás son detalles. Para lograrlo no se necesita un ejercito de empleados; con veinte personas circulando rumores como oficio ocho horas al día y salario mínimo es suficiente.
En la red es probable que una cantidad similar de comentaristas de pie de columna, con recursos informáticos adecuados que les permitan sortear los filtros de identificación IP, sean suficientes para hacer creer que existe un ejercito intelectual (es una manera de decirlo, porque el lenguaje que usan ofendería a un atracador callejero) defendiendo la causa del “presidente mas popular de todos los tiempos”, como les gusta repetir a estos matones virtuales.
Ahí están. Basta leer una columna que ponga en duda alguno de los muchos aspectos oscuros de los ocho años del “uribato” y verán surgir como fieras las palabras de estos comentaristas. El problema es que los programas de manejo de perfil solo pueden esconder el origen IP de los correos; pero la sintaxis los delata: no son muchos pero sí muy violentos.
Estos comentaristas son básicamente intolerantes con la opinión de la persona que firma la columna y con los otros comentaristas. Son como barras bravas virtuales que se agreden entre si.
Sin embargo, hay otros comentaristas que parecen obedecer a la misma mano que redacta pero que se presenta bajo diferentes seudónimos, muchas veces con un nombre reconocible, como para hacer creer que son muchas personas las que están en desacuerdo con el columnista cuando en realidad es la misma siempre. Para que su existencia sea posible, existen programas que facilitan la actividad de influir en la opinión pública.
Se trata de los programas de manejo de perfiles personales. Existen de muchos modelos y servicios, pero todos sirven para lo mismo. Ayudan a crear perfiles creíbles. Con estos programas una sola persona puede bombardear los foros de opinión, los periódicos en red, defender una gestión política o proteger la imagen de una empresa comercial, y dar la impresión de que se trata de muchas personas desde diferentes direcciones electrónicas.
Para los lectores habituales de columnas (soy uno de esos) en la prensa colombiana, es evidente que los columnistas, por inmensa mayoría están peleados con el legado del expresidente Uribe (falsos positivos, corrupción, chuzadas, y un largo eccétera); por eso cada columna de estas que navega como un pequeño tiburón en las aguas infestadas de orcas, lleva prendidas una serie de rémoras opinadoras que atacan con beligerancia las opiniones del columnista de turno.
A mitad del segundo mandato del ex presidente Uribe surgió una información que pronto fue diluida, pero que mencionaba la existencia de una oficina para manejar opinión publica. Esta oficina habría estado formada, en aquel entonces, por una empresa de comunicación de otro país, la Vicepresidencia de la República y un organismo con sede en Washington. ¿Su función? Generar rumores y ofrecer apoyo a la gestión de gobierno a través de la manipulación de encuestas, rumores, y opinión guerrilla. Es decir, me subo a un taxi y dejo caer una opinión de apoyo mas o menos razonada, el taxista la repite y así. Lo mismo con las columnas de opinión. Ya que los columnistas a favor son pocos mandemos un comando virtual que responda bajo la premisa de la promesa única: seguridad democrática y hay que acabar a la far, todo lo demás son detalles. Para lograrlo no se necesita un ejercito de empleados; con veinte personas circulando rumores como oficio ocho horas al día y salario mínimo es suficiente.
En la red es probable que una cantidad similar de comentaristas de pie de columna, con recursos informáticos adecuados que les permitan sortear los filtros de identificación IP, sean suficientes para hacer creer que existe un ejercito intelectual (es una manera de decirlo, porque el lenguaje que usan ofendería a un atracador callejero) defendiendo la causa del “presidente mas popular de todos los tiempos”, como les gusta repetir a estos matones virtuales.
Ahí están. Basta leer una columna que ponga en duda alguno de los muchos aspectos oscuros de los ocho años del “uribato” y verán surgir como fieras las palabras de estos comentaristas. El problema es que los programas de manejo de perfil solo pueden esconder el origen IP de los correos; pero la sintaxis los delata: no son muchos pero sí muy violentos.
lunes, abril 04, 2011
A propósito del Ecuador
(Y a propósito de la Feria del Libro de Bogotá, en la cual Ecuador es país invitado)
Entre las muchas influencias que me quedaron del Ecuador está mi interés por su cultura mestiza y la escultura quiteña. Sobre ella surgió un día este cuento, publicado en mi libro Cincuenta agujeros negros.
El imaginero
El taller del indio Quishpe era el centro de atención de los transeúntes que recorrían la Plaza de San Francisco. De allí salían las imágenes más piadosas, los gestos más realistas, las miradas más dulces, las vírgenes más perfectas.
El Indio Quishpe era mal querido entre los demás maestros artesanos e imagineros. Una leyenda, conocida desde Lima hasta Santa Fe, se había forjado alrededor de su nombre. Decían que atormentaba a sus modelos humanos para tallar el gesto de dolor de los crucificados. Que seducía a las mujeres para conseguir el éxtasis en las imágenes de santas y beatas.
El Indio no hacía caso a las habladurías y se dedicaba a su trabajo de manera obsesiva. Sin embargo su gesto cada vez era más adusto y amargo. Como si la belleza se escurriera de sus manos. Como si un gran peso le oprimiera el alma.
Entonces fue cuando el Santo Oficio me ordenó que llevara a cabo una investigación preliminar.
Me acerqué a su taller una tarde y lo sorprendí con la gubia en las manos, una escultura del Nazareno recién terminada en madera y su rostro cubierto de lágrimas. La actitud adolorida del indio Quishpe me recordó las inútiles discusiones que aún se daban en algunas facultades de teología en Europa acerca de si los habitantes del Nuevo Mundo tenían o no tenían alma.
El indio Quishpe reconoció en mi hábito y en mi actitud, la autoridad del Santo Oficio. Asunto que lo hizo temblar aterrorizado mientras se inclinaba ante mí.
Creo que mi decisión fue correcta. Mientras veía su cuerpo arder en lo alto del mástil cubierto con sebo de animal, mientras veía achicharrar sus carnes sin que saliera de sus labios una sola palabra de arrepentimiento, pensaba en que la razón estaba de mi lado.
El suyo era un caso asimilable a la brujería.
El Indio Quishpe hacía sus esculturas tan perfectas que estas cobraban vida y se veía obligado a matarlas para poder colgarlas en las iglesias.
Entre las muchas influencias que me quedaron del Ecuador está mi interés por su cultura mestiza y la escultura quiteña. Sobre ella surgió un día este cuento, publicado en mi libro Cincuenta agujeros negros.
El imaginero
El taller del indio Quishpe era el centro de atención de los transeúntes que recorrían la Plaza de San Francisco. De allí salían las imágenes más piadosas, los gestos más realistas, las miradas más dulces, las vírgenes más perfectas.
El Indio Quishpe era mal querido entre los demás maestros artesanos e imagineros. Una leyenda, conocida desde Lima hasta Santa Fe, se había forjado alrededor de su nombre. Decían que atormentaba a sus modelos humanos para tallar el gesto de dolor de los crucificados. Que seducía a las mujeres para conseguir el éxtasis en las imágenes de santas y beatas.
El Indio no hacía caso a las habladurías y se dedicaba a su trabajo de manera obsesiva. Sin embargo su gesto cada vez era más adusto y amargo. Como si la belleza se escurriera de sus manos. Como si un gran peso le oprimiera el alma.
Entonces fue cuando el Santo Oficio me ordenó que llevara a cabo una investigación preliminar.
Me acerqué a su taller una tarde y lo sorprendí con la gubia en las manos, una escultura del Nazareno recién terminada en madera y su rostro cubierto de lágrimas. La actitud adolorida del indio Quishpe me recordó las inútiles discusiones que aún se daban en algunas facultades de teología en Europa acerca de si los habitantes del Nuevo Mundo tenían o no tenían alma.
El indio Quishpe reconoció en mi hábito y en mi actitud, la autoridad del Santo Oficio. Asunto que lo hizo temblar aterrorizado mientras se inclinaba ante mí.
Creo que mi decisión fue correcta. Mientras veía su cuerpo arder en lo alto del mástil cubierto con sebo de animal, mientras veía achicharrar sus carnes sin que saliera de sus labios una sola palabra de arrepentimiento, pensaba en que la razón estaba de mi lado.
El suyo era un caso asimilable a la brujería.
El Indio Quishpe hacía sus esculturas tan perfectas que estas cobraban vida y se veía obligado a matarlas para poder colgarlas en las iglesias.
sábado, abril 02, 2011
Una revista en Ecuador
Llegué a Ecuador en 1982 con una esposa ecuatoriana y tres hijos colombianos. Iba a quedarme un año o dos a lo sumo y me quedé veintidós. Mis hijos se hicieron más ecuatorianos que colombianos aunque todavía sufren con el pasaporte colombiano (la mayor no, porque ahora es austriaca). Llegué allá por culpa del amor y un poco cansado de las envidias de algunos escritores colombianos que me habían atacado un año antes por haber ganado un importante (para aquella época) premio para libro de cuentos. Iba dispuesto a quedarme hasta que terminara mi siguiente libro, pero tuvieron que pasar casi siete libros antes de que pudiera regresar (hace siete años).
Cuando llegué a Quito, me llamó la atención el solipsismo de los escritores ecuatorianos. El mundo, para bien y para mal, terminaba en sus fronteras. Pocos eran conocidos fuera de su país (y casi que de sus ciudades) salvo por la revista Casa de la Américas o una que otra traducción en Europa. Sus referencias tampoco eran frescas. Seguían hablando de los autores que habían leído en la Universidad en la década del sesenta y parecían poco atentos a lo que pasaba en el mundo.
Todo esto lo supe porque otro colombiano, Jaime Zalamea, había recibido el encargo de hacer la revista dominical del nuevo diario HOY de Quito. Me llamó y durante casi tres años tuvimos un tren eléctrico con el que nos divertimos haciendo lo que nos daba la gana (en términos editoriales). En ella escribí bajo al menos cinco seudónimos diferentes incluyendo uno de mujer que llegó a tener cierta trascendencia: Patricia Campbell.
Escribía bajo tantos seudónimos porque los escritores ecuatorianos colaboraban muy poco con la revista. Les fastidiaba que un par de colombianos la hicieran y no la hicieran tan mal después de todo. No nos despreciaban, simplemente éramos invisibles para ellos. Nuestro trabajo no tenía importancia porque de cierta forma provenía de fuera, del más allá de los barrios de Quito. Era la primera revista dominical de un periódico que asumía la modernidad intelectual. Con una mirada puesta sobre lo que ocurría en el mundo a una velocidad que solo más tarde permitiría el Internet. ¿El secreto? Mi familia y mis amigos que me mandaban cumplidamente revistas de cine inglesas y norteamericanas, revistas literarias francesas y sobre todo el ojo que teníamos con Jaime para encontrar temas y textos en los rincones de los libros que leíamos, en los rincones de la prensa que revisábamos.
Al cabo de los años (tres o cuatro) nos cansamos y dejamos el espacio para que viniera un grupo de escritores locales que hicieron un proyecto diferente pero también muy atractivo, La liebre ilustrada.
En todo caso esa fue la primera de varias experiencias culturales que llevé a cabo en Ecuador.
Durante los muchos años en que viví allí hice programas de radio, películas y videos, organicé conciertos, fundé un bar de salsa (Seseribó) junto con mi mujer y un par de amigos; realicé exposiciones, presenté mis libros al honorable público local cada vez que fueron editados en Colombia. Hice, o participé, al menos en otras cuatro revistas. Al mismo tiempo mantuve el bar o el bar me sostuvo a mí y a muchos de mis proyectos culturales; experiencias aprendidas al estado cantinero latinoamericano que paga con los impuestos al alcohol gran parte de los presupuestos de educación. Tal vez por eso resulta irónico que el bar todavía exista, en cambio las revistas no.
Cuando llegué a Quito, me llamó la atención el solipsismo de los escritores ecuatorianos. El mundo, para bien y para mal, terminaba en sus fronteras. Pocos eran conocidos fuera de su país (y casi que de sus ciudades) salvo por la revista Casa de la Américas o una que otra traducción en Europa. Sus referencias tampoco eran frescas. Seguían hablando de los autores que habían leído en la Universidad en la década del sesenta y parecían poco atentos a lo que pasaba en el mundo.
Todo esto lo supe porque otro colombiano, Jaime Zalamea, había recibido el encargo de hacer la revista dominical del nuevo diario HOY de Quito. Me llamó y durante casi tres años tuvimos un tren eléctrico con el que nos divertimos haciendo lo que nos daba la gana (en términos editoriales). En ella escribí bajo al menos cinco seudónimos diferentes incluyendo uno de mujer que llegó a tener cierta trascendencia: Patricia Campbell.
Escribía bajo tantos seudónimos porque los escritores ecuatorianos colaboraban muy poco con la revista. Les fastidiaba que un par de colombianos la hicieran y no la hicieran tan mal después de todo. No nos despreciaban, simplemente éramos invisibles para ellos. Nuestro trabajo no tenía importancia porque de cierta forma provenía de fuera, del más allá de los barrios de Quito. Era la primera revista dominical de un periódico que asumía la modernidad intelectual. Con una mirada puesta sobre lo que ocurría en el mundo a una velocidad que solo más tarde permitiría el Internet. ¿El secreto? Mi familia y mis amigos que me mandaban cumplidamente revistas de cine inglesas y norteamericanas, revistas literarias francesas y sobre todo el ojo que teníamos con Jaime para encontrar temas y textos en los rincones de los libros que leíamos, en los rincones de la prensa que revisábamos.
Al cabo de los años (tres o cuatro) nos cansamos y dejamos el espacio para que viniera un grupo de escritores locales que hicieron un proyecto diferente pero también muy atractivo, La liebre ilustrada.
En todo caso esa fue la primera de varias experiencias culturales que llevé a cabo en Ecuador.
Durante los muchos años en que viví allí hice programas de radio, películas y videos, organicé conciertos, fundé un bar de salsa (Seseribó) junto con mi mujer y un par de amigos; realicé exposiciones, presenté mis libros al honorable público local cada vez que fueron editados en Colombia. Hice, o participé, al menos en otras cuatro revistas. Al mismo tiempo mantuve el bar o el bar me sostuvo a mí y a muchos de mis proyectos culturales; experiencias aprendidas al estado cantinero latinoamericano que paga con los impuestos al alcohol gran parte de los presupuestos de educación. Tal vez por eso resulta irónico que el bar todavía exista, en cambio las revistas no.
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