En el siglo XVI, durante la conquista española, se tenia la noción de que la línea equinoccial que divide los dos hemisferios y cruza el país del Ecuador, era la frontera entre las riquezas. Al norte, debido al clima cálido, se creía que el oro fluía de las raíces de los arboles del rio Meta bajo la forma de arroyos con oro en polvo. Al sur, se consideraba que el frío austral era el clima propicio para la plata. Mitos de la conquista que fueron creando leyendas territoriales que algunos todavía creen; aquellos que piensan que los colombianos somos los colosos del norte o que los ecuatorianos son pastusos con valium. De hecho, para controvertir la leyenda del siglo XVI basta mencionar que el Museo del Banco Central del Ecuador tiene máscaras de oro y platino que hacen ver pobre al Museo del oro de Bogotá.
Soy parte de una familia ecuatoriano colombiana. Tengo muchos parientes políticos en ese país. Viví en él por décadas (todavía tengo casa allí) y creo que lo conozco. A mi llegada, en 1983, el colombiano era visto con esa mezcla de admiración y desconfianza que causa un hermano mayor un poco matón. Es que por nuestra forma de hablar los colombianos generamos atracción y molestia; somos o parecemos eficientes, pero también latosos y demasiado sobrados para un medio donde se habla con un tono dulce y gentil.
Si aceptamos con Mircea Eliade que la patria del escritor es su lengua, entonces podríamos decir que a los colombianos y a los ecuatorianos nos separa el mismo idioma. Como si habláramos separados por el vidrio de un acuario. Porque no existe ningún diálogo cultural significativo.
Será por eso que estando tan cerca los colombianos estamos tan lejos de los ecuatorianos. O tal vez no tanto los colombianos, así en general; tal vez solo los intelectuales. Porque hay colombianos apreciados como los futbolistas, algunos empresarios y los famosos como Bolillo Gómez, Shakira, o Gabriel García Márquez.
Sin embargo los escritores que no están cubiertos por el halo de prestigio de un Nobel o del escandalo por sus declaraciones mediáticas, como Fernando Vallejo, no tienen tanto recibo. Un autor colombiano va a Quito, presenta su libro, recibe prensa, televisión y radio durante tres días. Al final de su visita habrá vendido entre cincuenta y cien ejemplares (datos de un editor), si tiene suerte.
Hay un enorme desinterés de uno y otro lado. Se dirá que esta condición balcánica es propia de todo el continente, pero resulta chocante entre dos países que fueron el mismo.
Jorge Icaza fue un autor ecuatoriano muy conocido en Colombia. Era lectura obligatoria en los colegios hace tres o cuatro generaciones (digamos treinta años). En ese momento había referencias sobre los novelistas sociales de la década del treinta, hoy no se sabe mucho del universo literario del Ecuador. Solo gracias al proyecto Bogotá treinta y nueve vinieron dos autores relativamente nuevos: Leonardo Valencia y Gabriela Alemán. Pero la invisibilidad es la regla.
Habitualmente la insularidad literaria en América Latina es superada gracias a algunos nombres que fungen de cabezas de playa para las literaturas regionales (los Cortázar, los Onetti), o por acontecimientos mediáticos (como el premio Nobel) que abren camino a sus nuevos escritores. Los lectores promedio en Colombia pueden identificar a dos o tres grandes escritores peruanos, cuatro o cinco argentinos, algún venezolano y al menos dos mexicanos, pero es probable que a ningún ecuatoriano. Y el lector ecuatoriano difícilmente logra recordar a más de tres autores colombianos.
Una posible razón es que Ecuador no tuvo un autor en ese club imaginario llamado el boom de la novela latinoamericana. En esa época un poco iconoclasta y que puso distancia con los llamados autores indigenistas y sociales, se rompió la continuidad que le daba presencia, en el concierto latinoamericano, a los autores ecuatorianos.
Hoy los nuevos escritores del Ecuador miran cada vez más hacia otras lecturas y otras literaturas. A mediados de los ochenta sus escritores eran como los paisas, solipsistas, ensimismados en sus discusiones acerca de la identidad y en busca de una tradición localista. Hoy, como en el resto de América Latina, los nuevos escritores ecuatorianos ya no se preocupan tanto por tener un lugar en la patria sino por buscar un lugar en la gran tradición literaria. Son pocos, no hay mayores estímulos, pero ahí van. En ese aspecto, el ambiente literario ecuatoriano no se distancia mucho del colombiano, las diferencias son proporcionales al tamaño de la sociedad. Allá son doce millones y aquí cuarenta y cuatro, en esa relación de población está la diferencia en cuanto a cantidad de escritores y libros publicados.
Casi no hay revistas de divulgación cultural. Prácticamente no hay editoriales locales (hay dos o tres pero son más de autoedición que otra cosa), Planeta y Alfaguara algo publican. Abrirse camino (como en Colombia) exige una voluntad a toda prueba. Hay destacados autores de literatura infantil y varios grandes poetas. El narrador mas importante, Javier Vásconez, lo es porque ha pasado largas temporadas fuera de Ecuador y sus libros se venden mas en España que en su propio país. Obviamente, era invisible también a este lado de la línea imaginaria, hasta hace pocos meses cuando publicaron en Colombia su mas reciente novela. En ese momento, junto con otras personas, tuve el gusto de presentarlo en esos pequeños espacios que permite esta ciudad. Su editorial hizo lo habitual. Organizó un almuerzo con libreros para que lo conocieran y le consiguió algo de prensa. La tarea se cumplió, hay que decir que Javier se sintió bien recibido, pero, como ocurre con los autores colombianos allá, al no existir una dinámica permanente todo queda en un juramento a la bandera y los ecuatorianos siguen tan invisibles aquí como los colombianos allá.
Sin embargo, seamos optimistas y pensemos que este encuentro en la próxima Feria del Libro podrá servir para que alguien pueda encontrar alguna máscara de oro y platino escondida por ahí, entre los libros exhibidos en el pabellón del Ecuador.
(Publicado en Arcadia #67, abril de 2011)
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