Llegué a Ecuador en 1982 con una esposa ecuatoriana y tres hijos colombianos. Iba a quedarme un año o dos a lo sumo y me quedé veintidós. Mis hijos se hicieron más ecuatorianos que colombianos aunque todavía sufren con el pasaporte colombiano (la mayor no, porque ahora es austriaca). Llegué allá por culpa del amor y un poco cansado de las envidias de algunos escritores colombianos que me habían atacado un año antes por haber ganado un importante (para aquella época) premio para libro de cuentos. Iba dispuesto a quedarme hasta que terminara mi siguiente libro, pero tuvieron que pasar casi siete libros antes de que pudiera regresar (hace siete años).
Cuando llegué a Quito, me llamó la atención el solipsismo de los escritores ecuatorianos. El mundo, para bien y para mal, terminaba en sus fronteras. Pocos eran conocidos fuera de su país (y casi que de sus ciudades) salvo por la revista Casa de la Américas o una que otra traducción en Europa. Sus referencias tampoco eran frescas. Seguían hablando de los autores que habían leído en la Universidad en la década del sesenta y parecían poco atentos a lo que pasaba en el mundo.
Todo esto lo supe porque otro colombiano, Jaime Zalamea, había recibido el encargo de hacer la revista dominical del nuevo diario HOY de Quito. Me llamó y durante casi tres años tuvimos un tren eléctrico con el que nos divertimos haciendo lo que nos daba la gana (en términos editoriales). En ella escribí bajo al menos cinco seudónimos diferentes incluyendo uno de mujer que llegó a tener cierta trascendencia: Patricia Campbell.
Escribía bajo tantos seudónimos porque los escritores ecuatorianos colaboraban muy poco con la revista. Les fastidiaba que un par de colombianos la hicieran y no la hicieran tan mal después de todo. No nos despreciaban, simplemente éramos invisibles para ellos. Nuestro trabajo no tenía importancia porque de cierta forma provenía de fuera, del más allá de los barrios de Quito. Era la primera revista dominical de un periódico que asumía la modernidad intelectual. Con una mirada puesta sobre lo que ocurría en el mundo a una velocidad que solo más tarde permitiría el Internet. ¿El secreto? Mi familia y mis amigos que me mandaban cumplidamente revistas de cine inglesas y norteamericanas, revistas literarias francesas y sobre todo el ojo que teníamos con Jaime para encontrar temas y textos en los rincones de los libros que leíamos, en los rincones de la prensa que revisábamos.
Al cabo de los años (tres o cuatro) nos cansamos y dejamos el espacio para que viniera un grupo de escritores locales que hicieron un proyecto diferente pero también muy atractivo, La liebre ilustrada.
En todo caso esa fue la primera de varias experiencias culturales que llevé a cabo en Ecuador.
Durante los muchos años en que viví allí hice programas de radio, películas y videos, organicé conciertos, fundé un bar de salsa (Seseribó) junto con mi mujer y un par de amigos; realicé exposiciones, presenté mis libros al honorable público local cada vez que fueron editados en Colombia. Hice, o participé, al menos en otras cuatro revistas. Al mismo tiempo mantuve el bar o el bar me sostuvo a mí y a muchos de mis proyectos culturales; experiencias aprendidas al estado cantinero latinoamericano que paga con los impuestos al alcohol gran parte de los presupuestos de educación. Tal vez por eso resulta irónico que el bar todavía exista, en cambio las revistas no.
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