El término El Dorado es uno de los más manoseados en la cultura colombiana. Hasta el aeropuerto de Bogotá se llama así. Es un concepto sin contenido, asociado a la laguna de Guatavita, al oro de los muiscas (chibchas diría un ciudadano de a pie) y al imaginario de la conquista española, plagado de armaduras en la selva y caballos atropellando indios.
Llevo más o menos un año investigando y escribiendo una serie de televisión sobre la conquista en el siglo XVI en la región comprendida entre el imperio Inca (Quito) y la región Caribe (Gobernación de Santa Marta). Una de mis fuentes obligadas fue visitar al lugar donde los restos del posible El Dorado reposan: el Museo del Oro del Banco de la República. Hacía años que no lo visitaba, en parte por la remodelación, en parte porque uno cree que ya no hay nada que ver allí. Pero no es así; esta vez la experiencia, a la luz de mis lecturas recientes, fue enriquecedora (aunque la nueva museografía también ayudó).
Durante los primeros cincuenta años de conquista los aventureros castellanos que asolaron estas tierras se limitaron a recoger el oro de las tumbas, el de las ofrendas, el de los adornos de los jefes y shamanes. Salían daban una vuelta y volvían con tres mil pesos de oro fino y dos mil de oro bajo (Tumbaga). Lo mandaban fundir, lo marcaban y separaban la parte del emperador romano, lo echaban en el arca comunal y se lo repartían al final del recorrido.
Muchas piezas, adornos, fragmentos de oro fueron entregados como presentes respetuosos a los recien llegados. Eran costumbres civilizadas de atender a los inesperados (o no tan inesperados) visitantes. El resto fue arrebatado por los maleducados aventureros que donde había amabilidad veían sometimiento, donde había ofrendas veían derechos adquiridos. De hecho un conquistador famoso de nuestra historia, Nicolás Federman, creía que los habitantes americanos eran invasores y él un encargado de recuperar estas tierras a nombre de su verdadero dueño, el emperador romano.
Bajo esa perspectiva resulta insoportable pensar cuantas figuras primorosamente trabajadas desaparecieron en el crisol de la conquista. Cuantas máscaras, balsas muiscas, sapitos, pajaritos, y otras figuras votivas desaparecieron en las faltriqueras de los conquistadores. Entonces, bajo esta mirada, el museo deviene en testimonio de lo que no podemos ver, porque lo que quedó –lo que podemos ver– fueron las migas del banquete donde se festinó el lenguaje de una y muchas culturas.
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