(Y a propósito de la Feria del Libro de Bogotá, en la cual Ecuador es país invitado)
Entre las muchas influencias que me quedaron del Ecuador está mi interés por su cultura mestiza y la escultura quiteña. Sobre ella surgió un día este cuento, publicado en mi libro Cincuenta agujeros negros.
El imaginero
El taller del indio Quishpe era el centro de atención de los transeúntes que recorrían la Plaza de San Francisco. De allí salían las imágenes más piadosas, los gestos más realistas, las miradas más dulces, las vírgenes más perfectas.
El Indio Quishpe era mal querido entre los demás maestros artesanos e imagineros. Una leyenda, conocida desde Lima hasta Santa Fe, se había forjado alrededor de su nombre. Decían que atormentaba a sus modelos humanos para tallar el gesto de dolor de los crucificados. Que seducía a las mujeres para conseguir el éxtasis en las imágenes de santas y beatas.
El Indio no hacía caso a las habladurías y se dedicaba a su trabajo de manera obsesiva. Sin embargo su gesto cada vez era más adusto y amargo. Como si la belleza se escurriera de sus manos. Como si un gran peso le oprimiera el alma.
Entonces fue cuando el Santo Oficio me ordenó que llevara a cabo una investigación preliminar.
Me acerqué a su taller una tarde y lo sorprendí con la gubia en las manos, una escultura del Nazareno recién terminada en madera y su rostro cubierto de lágrimas. La actitud adolorida del indio Quishpe me recordó las inútiles discusiones que aún se daban en algunas facultades de teología en Europa acerca de si los habitantes del Nuevo Mundo tenían o no tenían alma.
El indio Quishpe reconoció en mi hábito y en mi actitud, la autoridad del Santo Oficio. Asunto que lo hizo temblar aterrorizado mientras se inclinaba ante mí.
Creo que mi decisión fue correcta. Mientras veía su cuerpo arder en lo alto del mástil cubierto con sebo de animal, mientras veía achicharrar sus carnes sin que saliera de sus labios una sola palabra de arrepentimiento, pensaba en que la razón estaba de mi lado.
El suyo era un caso asimilable a la brujería.
El Indio Quishpe hacía sus esculturas tan perfectas que estas cobraban vida y se veía obligado a matarlas para poder colgarlas en las iglesias.
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