Fiebre
Roberto Rubiano Vargas.
Todo comenzó con unos golpes a través de la pared. Creí que mi vecino estaría colgando cuadros o haciendo un mueble. Pero el ruido se prolongó durante días. Entonces salí al corredor, timbré en su departamento y le reclamé.
Cuando abrió la puerta vi al fondo un agujero en la pared. Mi vecino, vestido como minero, excavaba un túnel.
—¿Qué hace? —pregunté.
Por toda respuesta puso un dedo en sus labios pidiéndome silencio. Me tomó del brazo y cerró la puerta.
—Ya me temía esto —murmuró—. Necesito que guarde el secreto o vendrán otros.
—¿Qué sucede? —insistí.
—Oro —dijo enseñándome una pepita del tamaño de un grano de maíz.
La observé con cuidado. Brillaba y pesaba como el oro. Seguro era un recuerdo de familia. Luego miré el túnel. Por esa pared y en esa dirección lo más seguro es que saldría a la fachada del edificio. Entonces comprendí que mi vecino estaba loco. Excavaba una mina de oro, en el piso veinte de un edificio en condominio.
Pero también pensé que cada cual es dueño de su locura. Esta ciudad ha crecido demasiado en desmedro de la salud mental de sus habitantes. Así que me retiré discreto, prometiéndole que no iba a revelar el secreto a nadie. A fin de cuentas el apartamento era suyo y lo que hiciera allí era asunto personal.
Al otro día lo vi subir decenas de colchones, de manera que los ruidos desaparecieron por completo. No había razón para quejarme a la administración y olvidé el asunto.
No volví a saber de mi vecino hasta la semana pasada, cuando vinieron los bomberos. Salí cuando escuché que rompían la puerta.
Al entrar todos quedamos enmudecidos. Mi vecino había muerto de hambre, víctima de una versión contemporánea de la fiebre del oro que destruyó al general Johann Suter. El apartamento estaba lleno de cascajo, arena y tierra excavada. El agujero que había iniciado en la pared parecía no tener fin. Y ninguno tuvo el valor para entrar en él.
Pero lo que me estremeció, fueron los pequeños sacos de yute junto a su cadáver. Había por lo menos doscientos kilos en pepitas de oro. De excelente calidad.
(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)
Für Elise
Roberto Rubiano Vargas.
Desde que bajé del autobús comencé a escuchar los acordes del piano. Los escuché mientras daba vuelta a la manzana buscando la entrada de la mansión.
En el sendero del jardín escuché, con mayor intensidad, los arpegios, las escalas y bemoles. Entonces vi por primera vez a la señora Elisa. Estaba de pie, junto a la puerta de la casa con los brazos cruzados. Parecía estar de mal humor por mi demora.
Me había contratado para que le hiciera un retrato al óleo. Mientras me conducía al estudio de pintura, pasamos por desolados aposentos recargados con adornos coloniales, utensilios de cerámica prehispánica, cuadros de pintores contemporáneos, bibliotecas con todas las partituras de Beethoven y los libros de la enciclopedia Británica. Sin embargo en ningún lugar había un ser humano. Ella parecía habitar solitaria ese extenso jardín que ningún pie hollaba, esa colección de muebles donde nadie descansaba, esos salones que permanecían vacíos. Entonces pasamos junto a la puerta de la sala de música. Me detuve un instante a ver al anónimo pianista que tocaba con los ojos cerrados, mientras deslizaba sus dedos por el teclado con una facilidad envidiable. El músico abrió los ojos y regresó a mirarme suplicante, como un condenado a muerte en espera de un milagro.
En ese instante la señora Elisa dio dos golpecitos en el piso con su zapato y me hizo seguirla hasta un estudio situado al norte de la casa donde me aguardaba el caballete. Era un lugar agradable con una claraboya por donde entraba la luz de la mañana. Abrí mi estuche con los óleos, los pinceles, la paleta y olvidé al pianista cuya música continuó sin interrupciones hasta el anochecer.
Trabajé todo el día en el retrato. Doña Elisa posaba frente a mí en silencio, cosa que agradecí, pero a medida que avanzaba, escrutar su impenetrable rostro resultaba cada vez más difícil.
No me dio respiro ni siquiera para comer y a las seis de la tarde me llevó al dormitorio de huéspedes. El pianista venía en ese momento por el corredor y escurrió un papel entre mi mano sin que la señora Elisa lo notara.
Sentado en la cama leí el mensaje. Era escueto y alarmante, contenía cinco palabras: Estoy atrapado, ayúdeme por favor.
A la mañana siguiente, mientras escuchaba la primera sonata del día, traté de encontrar algún sentido a esa nota de auxilio. Al poco rato vino la señora Elisa a buscarme para continuar mi labor.
Cuando pasamos frente a la sala de música, doña Elisa cerró la puerta. Me pareció escuchar un error en la interpretación, pero tal vez fue solo imaginación mía. En todo caso fue lo último que percibí antes de ser encerrado en el estudio de la torre norte, rodeado de pinceles, óleos y lienzos, bajo la hermosa claraboya por donde todas las mañanas entra la luz del sol.
Esto sucedió hace algunos años. Sin embargo lo recuerdo con toda nitidez porque desde entonces no he hecho otra cosa que intentar satisfacer a doña Elisa, sin éxito. Y pintar y pintar esclavo de este caballete, escuchando, a toda hora, una sonata de Beethoven interpretada por otro esclavo.
(para Felisberto Hernandez, i.m.)
(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)
Nouvelle Cuisine
Roberto Rubiano Vargas.
El jueves en la noche decidí correr el riesgo de ir al Alonzo's Restaurant.
El maitre me vio venir desde su pequeño mostrador a la entrada del salón. Cuando pasé junto a él no pude evitar hacerle una reverencia. Analizó mi aspecto con displicencia. Con una seña me instaló en una mesa junto al estanque donde flotaban peces de colores. Un mesero silencioso y amargado retiró los tres platos sobrantes, las copas de cristal, los tenedores y cuchillos y me dejaron frente a una mesa desolada con servicio exclusivo para mí.
Mientras esperaba observé a los demás comensales. Todos parecían tristes, era una noche fría y llovía.
Entonces ocurrió el primer escándalo. Alcancé a ver a la pareja de la mesa doce. Un gesto de terror se dibujó en sus rostros antes de que los atraparan con una soga de nudo corredizo y desaparecieran por la puerta que llevaba a la cocina. Todos regresaron hacia sus platos y continuaron comiendo. Yo demore un par de segundos en bajar la vista. Entonces sentí una sombra junto a mí.
—¿Sucede algo señor, algo no le satisface? ¿Podemos mejorar nuestro servicio?
Era el Maitre que con su carta forrada en cuero en la mano me miraba con desprecio.
—No nada. Todo está muy bien —dije bajando la vista.
Entonces puso frente a mí un vaso de cristal.
—Haga el favor, la propina para el pianista.
Regresé a mirarlo pero solo al ver su rostro supe que no podría negarme. Dejé caer una gruesa suma de dinero dentro del vaso.
—Y también para el pianista del turno de mediodía.
—Pero...
Y no dije más porque su mano se apoyó en mi hombro con la fortaleza de una grúa industrial. Entonces busqué en mi billetera y puse más dinero en el vaso.
—Una donación al sindicato sería apropiada.
—Claro, ni más faltaba —dije, colocando más billetes en el insaciable vaso de cristal.
Entonces me dejó en paz.
Pasaron más de dos horas antes de que uno de los meseros aceptara tomar mi pedido. Como siempre, escuché rasgar la pluma contra el papel mientras él escogía lo más apropiado para un comensal como yo.
Tres horas más tarde sirvieron mi cena.
Era una estrella de mar, de color azul, que al reptar sobre el plato dejaba un rastro con textura de mantequilla. La pinché con el tenedor y la llevé a la boca. Pude sentirla revolcándose por mis entrañas hasta que sucedió el ataque en la mesa cinco. Era una pareja joven. Los arrastraron con la soga de nudo corredizo hasta la puerta de servicio, donde desaparecieron para siempre.
—¿Algún problema, señor? —preguntó el mesero.
La estrella de mar aún reptaba por mi estómago. Noté que ocultaba la soga en la espalda y tuve que hacer un esfuerzo muy grande para sonreír.
—Todo lo contrario. Estoy muy satisfecho.
—En ese caso... —dijo el mesero alargando el vaso de cristal.
Puse lo que quedaba en mi bolsillo y cancelé la abultada cuenta. Luego bebí un vaso de agua antes de levantarme y cruzar entre las mesas donde la gente se mantenía aferrada a los manteles con terror. Tuve la seguridad de que la mayoría hubiera querido levantarse y salir conmigo antes que les sucediera lo mismo que a los comensales desaparecidos. Pero nadie tuvo valor para semejante atrevimiento.
Cuando llegué a la calle respiré. Mi afición a la buena mesa no tiene límites. Por eso siempre vuelvo al Alonzo's Restaurant, a pesar de los riesgos que se corren.
(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)
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