domingo, agosto 07, 2011

El colega de Homero

Conocí a Jairo Aníbal Niño cuando él ya era una celebridad en el medio del teatro (con su obra El Montecalvo había ganado el premio al Mejor Espectáculo Libre del V Festival Mundial de Teatro de Nancy, Francia, en 1967). Había dirigido el teatro de la Universidad Nacional de Medellín, había sido censurado por la curia por su obra El baile de los arzobispos, y su frenética actividad creadora le había dado tiempo hasta para tener un grupo de títeres y haber escrito algunas obras para niños. Por entonces comenzaba su carrera como narrador. Era el año de 1974 y formábamos parte de un taller de creación literaria que dirigía, casualmente, el director editorial de Panamericana, Conrado Zuluaga, y del cual hacían parte, entre otras personas, Piedad Bonnett, Guillermo Alberto Arévalo y Amalia Iriarte.

En ese grupo Jairo presentó sus primeros cuentos. Aquellos sorprendentes textos de pocas líneas que después serían publicados con el título de Puro pueblo. A partir de aquellas reuniones desarrollé con él una relación más o menos profesional, más o menos amistosa, que se prolongaría en otras reuniones en la sala de su casa o en cualquier esquina donde uno se lo encontrara, porque Jairo se detenía a conversar con un entusiasmo inagotable sin importar ni la hora ni el lugar. Era un contador de cuentos implacable. Hablaba y hablaba sin dejar de improvisar cuentos, recuerdos trucados, mitos personales, mentiras y otras imaginerías. Él hacía honor a la noción de su arte según Nabokov: “La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle Neanderthal gritando “el lobo, el lobo” con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando “el lobo, el lobo” sin que lo persiguiera lobo alguno”.

Jairo siempre gritó que el Lobo venía detrás suyo; la literatura era una estela a su paso. Así nos lo recuerdan sus propias palabras en una entrevista que Guillermo González le hizo en 1983 sobre sus estudios y orígenes literarios.

“Porque de pronto yo empezaba a leer a Homero, La Ilíada, ese lindo cuento de bandidos, en un parque de Bucaramanga, al lado de un taxista amigo y con el taxista amigo empezábamos a hablar de los personajes de Homero. Hasta que al final, de pronto, yo sabía que el taxista se estaba enamorando de Helena, de una manera peligrosa –porque todo enamoramiento es peligroso, porque es de vida o muerte cuando es de verdad, entonces uno no sabe lo que va a pasar-; así aparecían las cosas del amor y de la guerra. Y a mí me parecía mucho más emocionante y mucho más inteligente y para mi aprendizaje mucho más sensato, estar al lado de los choferes de camión, conversando sobre los personajes de Homero, que en un salón, donde no meramente no estaba aprendiendo nada, sino que estaban matando a La Ilíada”.

Poco tiempo después de aquel taller inaugural, dejamos de vernos porque me fui a vivir durante año y medio a Medellín donde mi mujer había sido contratada por la agencia de publicidad Leo Burnett (dato que ya veremos tiene alguna relevancia en esta pequeña memorabilia). Y aquí incluyo otra historia más o menos ilustrativa sobre la personalidad de Jairo.

Humberto Dorado me contó alguna vez que en un largo viaje que hicieron a China como integrantes del Teatro Libre de Bogotá había compartido habitación y cabina de tren con Jairo. En una de esas noches este le contó una historia muy divertida acerca de un duelo entre un profesor y un carnicero de pueblo enfrentados por el amor de la mujer de uno de ellos dos y como Jairo aseguraba “todo enamoramiento es de muerte”. Además Jairo juraba que era real (como el lobo de Nabokov). A Humberto se le grabó ese argumento en la memoria y a partir de él terminó por escribir un guion de cine muy celebrado: Técnicas de duelo; que fue convertido en película por Sergio Cabrera. Obviamente cuando el guión estuvo listo Humberto buscó a Jairo y le comentó que lo había escrito a partir de esa historia que él le había narrado en alguna noche de conversación interminable. Jairo soltó la risa y le dijo que sinceramente no se acordaba de haberle contado ese cuento ni mucho menos que él hubiera jurado que era una historia real. Al final le dijo, que mucho le gustaría aceptar que ese cuento era suyo pero como no recordaba haberlo narrado ahora el dueño real era Humberto.

Así era Jairo. Los cuentos le brotaban con una facilidad envidiable. En una de esas charlas en las que leía mis cuentos y los cuentos de otros colegas que buscábamos su aprobación, le escuché decir algo que sonaba a “boutade” pero que Jairo solía decir con esa cara de palo que lo caracterizaba: “uno no es colega de sus contemporáneos sino de Homero, si uno no pone su mira alta su obra tampoco lo será”.

Esta idea que poco a poco dejó de parecerme descabellada, vuelve a mi mente cada vez que leo un texto ajeno o intento un texto propio. Todos somos parte de la misma tradición literaria. No somos escritores del barrio de la Soledad, o de la Candelaria, o de Bucaramanga o de Sonsón, sino parte de un cuerpo textual que crece en cada página que se escribe en cualquier rincón del mundo y que se inició con grandes contadores de cuentos como Homero.

En la navidad de 1976 (yo acababa de regresar de Medellín), más exactamente en la noche de Inocentes, Jairo me llamó con una urgencia irreprimible. Quería leerme algo. Eran como las seis de la tarde y le dije que bueno, que yo estaba en mi casa.

Al rato llegó con un cartapacio en la mano. Era uno de esos originales más o menos impecables que escribía con precisión de relojero; redactado en una máquina de escribir con tipos grandes. Casi sin mediar saludo siguió a mi estudio que en esa época no era muy cómodo. Jairo se sentó en el piso sobre un cojín y yo me acomodé en la silla de mi escritorio. A partir de ahí y por espacio de dos horas me leyó un texto que hablaba del ave tente y del sicario con un ojo verde y otro violeta. Obviamente era el texto de Zoro que iba a enviar (o ya lo había enviado) al jurado del premio Enka de literatura infantil cuya admisión de originales cerraba el 31 de diciembre.

Ese premio se había creado ese mismo año como una iniciativa de la empresa de hilos de Medellín, representada por Jaime Cadavid, por sugerencia, de la escritora Rocío Vélez de Piedrahita y apoyada en su divulgación por la agencia de publicidad donde trabajaba mi mujer.

El proyecto fructificó y entonces le pidieron a la agencia unas bases para el concurso. En ese tiempo yo era experto en bases de concursos porque era un escritor en proceso de formación y comenzaba a participar en ellos. Así que, como un favor a mi mujer, terminé redactando la primera versión de las bases de un certamen que con el tiempo tendría una importancia grande para la literatura infantil y juvenil en Colombia.

Cuando el concurso fue lanzado, Manuel Mejía Vallejo le comentó a un amigo común que él creía que se premio estaba hecho a la medida de gente como Jairo Aníbal Niño. Me pareció extraño que lo dijera pues hasta ese momento Jairo no había publicado sino unos pocos de aquellos relatos cortos, pero Manuel Mejía conocía sus obras de teatro para niños y sobre todo su prodigiosa imaginación. Tal vez por eso lo dijo. En todo caso no deja de ser curiosa esa sucesión de pequeñas casualidades que confluyeron esa noche en el estudio de mi casa.

Obviamente mi reacción al terminar la lectura de Zoro fue, hombre Jairo ese premio está en su bolsillo porque un texto como este no lo ha escrito nadie en este país. O tal vez lo dije de una manera menos sentenciosa. La memoria es traicionera, pero todavía recuerdo con felicidad esa noche en la que Jairo en menos de dos horas me leyó ese texto y a pesar de la hora no pude ni bostezar.

Supongo que no fui ni el primero ni el último de los devotos escuchas de esa primera lectura de Zoro. Yo me imagino a Jairo en esa semana crucial leyéndoselo a todo el mundo, a sus hijos, a su mujer, al embolador de la calle diecinueve, y a muchos de sus amigos escritores. Supongo que no esperaba que le dijéramos mucho, ni que le corrigiéramos comas, yo creo que él solo quería confirmar que el texto dejaba estupefactos a todos los que se enfrentaban a él por primera vez.

El resto es historia. Zoro ganó el premio Enka con todos los honores. Es un texto que entonces y ahora resulta sorprendente. Estableció un antes y un después para la literatura colombiana. Jairo inició con él un larga serie de obras destinadas al público infantil que lo convirtieron en un héroe para muchas generaciones de jóvenes lectores. Su relación con los niños y jóvenes no solo se dio a través de sus textos sino mediante sus constantes visitas a colegios, bibliotecas y festivales donde entretenía a decenas de pelados con sus cuentos escritos o improvisados que sacaba del cubilete de su imaginación.

La literatura es un organismo vivo y una de sus células vitales fue sin duda Jairo Aníbal con esa actitud graciosa, amable y feliz con la que asumió su oficio de narrador. Hizo de sí mismo una encarnación de sus creencias. Un colega de Homero, un encantador de la palabra, un hombre que contaba cuentos con gracia y que dijo sobre su propia muerte:

“Yo voy a morir de literatura. Es decir, el día en que sea incapaz de responder a la llamada de un cuento, hay que enterrar a Jairo Aníbal Niño, porque estará muerto.”

Sin embargo este vaticinio no se le cumplió porque Jairo sigue respondiendo a los cuentos que se cuentan en este país. Y acaso el bacilo de esa fiebre por contar historias con la que vivió toda su vida continúa circulando por ahí, en decenas de pacientes que en este momento inspirados por alguno de sus cuentos, poemas u obras de teatro, redactan su primer esfuerzo literario.


(Escribí este texto por encargo de Editorial Panamericana, para una publicación en homenaje a Jairo Anibal Niño que debe aparecer en estos días)

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