La Bogotá de mi niñez era una ciudad silenciosa y de calles solitarias que yo miraba desde el otro lado del vidrio del bus del colegio; de los buses escolares de los muchos colegios en donde estuve. Las rutas de mis recorridos variaron permanentemente mientras hice la primaria y el bachillerato, lo cual me permitió observar esas calles de Bogotá desde diversos ángulos a medida que yo crecía y la ciudad se desbordaba. Me parecía que a esas calles les faltaba gente o que la gente miraba demasiado al piso.
El primero de esos recorridos me llevaba de la puerta de mi casa hacia el Parque Nacional, al Colegio de San Bartolomé de la Merced, donde inicié mis estudios; luego el punto de llegada fue el Instituto del Carmen, en la Soledad, muy cerca de la casa donde viví mi infancia; más adelante la ruta a recorrer terminaba en la puerta del colegio Agustiniano del centro, donde mi madre creyó equivocadamente que me enderezarían para siempre. Al final de tres años de permanencia allí, resultó ser solo un tropiezo más en mi difícil formación escolar.
El Agustiniano queda en una de las sedes del antiguo claustro de San Agustín, un edificio colonial de paredes gruesas y muchos patios. Allí, en esa especie de prisión para adolescentes vestidos con uniforme azul y un escudito en la solapa, escuchaba a mis compañeros de curso contar algunas de las historias recogidas por Cordovez Moure como si fueran episodios de Dimensión desconocida: leyendas urbanas sobre túneles que recorren el centro de la ciudad, cadáveres emparedados, monjas preñadas sepultadas en ignotos sótanos coloniales y otras leyendas de corte más contemporáneo, como los restos humanos en los embutidos de tienda.
Cuando yo cursaba la primaria todavía se hacía una pausa a medio día y nos mandaban a almorzar a la casa, por eso hacía cuatro recorridos en bus. Tenía por tanto mucho tiempo para mis pensamientos y para imaginar mis propias leyendas urbanas. Durante esas largas horas de melancolía infantil desarrollé una extraña relación de afecto y rechazo por cada edificio, cada parque y cada transeúnte que encontraba por el camino. Me parecía que Bogotá era un lugar con secretos antiguos que yo observaba con seguridad, desde el otro lado de la ventanilla. Un laberinto de calles y parques y fachadas, que me atemorizaban y cuyos secretos yo necesitaba desentrañar para poder ser feliz. O al menos eso creía. Quería revolcar en sus entrañas como si fuera el baúl de la tía para sacar a la luz viejos misterios y entenderlos. Quería historias para sentirme conectado con el mundo, como un niño campesino escucha cuentos de aparecidos junto a la fogata para olvidar el miedo y el frío.
Tendrían que pasar muchos recorridos en bus (tres colegios más, en el norte de Bogotá) para que comenzara a escribir textos de ficción en los cuadernos de trigonometría o de química. Eran textos que se ocupaban de lugares míticos y personajes improbables, pues cuando comencé a escribir me parecía que la vida que yo vivía no se prestaba para fabricar historias que le interesaran a alguien. Buscaba el oro en yacimientos lejanos.
Entonces ocurrió un accidente afortunado. Alguna mañana dejé abandonada mi mochila en el muro de un jardín donde me detuve a fumar un cigarrillo mientras conversaba con un par de amigos. La eché de menos cuadras después y cuando regresé a recuperarla ya no estaba. Dentro de ella había un sánduche que me había preparado mi mamá antes de salir para el colegio; dos libros: El retorno de los brujos y El siglo de las luces y dos cuadernos con mis primeros cuentos. De todo eso lo que más extrañé fue el sánduche de mi mamá. Los cuentos por supuesto no los extrañé, solo fueron lastre literario que una vez olvidado me permitió comenzar a crear historias acerca de lo que pasaba en mi entorno.
Empecé a escribir sobre un mundo que se iba de mis manos mientras lo vivía; el mundo de mi adolescencia de barrio, el mundo de las primeras mujeres que amé. Comencé a crear una ciudad literaria paralela a la ciudad real. Poco a poco me di cuenta que el lugar mítico que yo pretendía construir era la ciudad que ya visitaba desde la infancia, que había visto una y otra vez a través de la ventanilla del bus escolar.
Esa ciudad literaria se parece a la capital de Colombia en algunos aspectos. Comparten el nombre de algunas calles y de algunos barrios; pero la ciudad literaria es un gran monstruo del doctor Frankenstein formado por capas de diversos periodos y recuerdos. Por el rostro de muchas mujeres y unos pocos buenos amigos. Un monstruo de la nostalgia que se levanta permanentemente en mi escritura y que provocó que algún personaje de mi novela El anarquista jubilado la describiera así, en tres fragmentos distintos:
“Durante el fin de semana Bogotá es una ciudad soleada, habitada por deportistas y gente que se divierte lavando el auto. La ciudad Jekyl se transforma en la ciudad Hyde. En la noche del viernes se escuchan disparos, los gritos de los borrachos que amanecen heridos en los portales de los edificios y en la mañana del domingo es una ciudad diáfana en la que se escucha a lo lejos el tañido de las campanas llamando a misa y los deportistas en la ciclovía pisan los charcos de sangre de las muertes nocturnas.”
“Yo amo Bogotá. Amo sus deformidades. Amo a sus atracadores. Y los urapanes de la avenida veintiocho. Amo sus huecos en el asfalto porque siempre he caído en ellos, en el bus del colegio, en la bicicleta de mi adolescencia, en mis patines o en el carro de mi papá.”
“Bogotá es una ciudad monstruosa, pesada, agobiante. Las calles siempre están cubiertas del barro de la última lluvia, siempre hay una lluvia que acaba de caer, y uno resbala en ella. Esta ciudad hay que enfrentarla como los caballeros del grial enfrentaban a los dragones. Protegidos por armaduras. Hay que subirse a un carro, o a un taxi, o al menos a un bus. Entonces uno se siente seguro hasta la siguiente parada, hasta el siguiente andén, hasta la siguiente caminata bajo la llovizna. Hasta la siguiente batalla contra el monstruo.”
Bogotá: esta ciudad que camino y recorro desde niño es la gran protagonista de mis cuentos y novelas. Incluso, mientras viví fuera de Colombia la visitaba dos o tres veces al año porque necesitaba respirar su pesada atmósfera y escuchar el ruido de los disparos en las avenidas. Necesitaba observarla en directo para compararla con la ciudad literaria que me acompañaba y me acompaña, cuando estoy en mi escritorio.
Ahora, ya de regreso a este país natal, a veces, cuando voy en un taxi, miro las calles que siguen proponiéndome enigmas de vida; me vuelven a asaltar aquellos sentimientos de infancia acerca de las historias que laten tras los muros y las fachadas de estos edificios que me hablan de diversos momentos de mi vida. Y vuelvo a sentir a Bogotá como la sentí siempre, como una ciudad que amo y rechazo con la misma vehemencia.
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Escribí este texto para el libro Palabra Capital que hizo Mondadori con la Cámara del Libro en 2007. Lo encontré en un carpeta mientras revolcaba en mi computador en busca de otro texto y me pareció que podía rescatarlo para este blog que es mi cajón de sastre personal.
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