Jack London es un escritor conocido gracias a que algunas de sus novelas se convirtieron en títulos fundamentales y continúan editándose: Colmillo Blanco o La llamada de lo salvaje, así como por un grupo de cuentos que resultan esenciales para la moderna narrativa norteamericana. En aquellas páginas describió el mundo del Klondike y la fiebre del oro en Alaska; historias urbanas, habitadas por personajes derrotados, suicidas y gente empobrecida. Son legendarios sus relatos que narran aventuras extraordinarias en el hielo canadiense, en largas sagas de navegación o en las islas del Pacífico Sur. Durante toda su vida sintió una enorme fascinación por los barcos. A los doce ya era un marino competente que podía navegar solitario por la bahía de San Francisco y a los quince era el “príncipe de los piratas de ostras” de la bahía. Fue apasionado lector de los relatos de Washington Irving y Herman Melville así como de los libros de viaje del capitán Cook. Toda la vida vivió rodeado de lobos y tiburones. De luchadores y perdedores, habitantes del agua y del hielo. Ese fue el mundo que describió.
Jack London probablemente sea el primer ejemplo del escritor contemporáneo, el modelo a imitar por su fascinante vida personal; aquel que experimenta primero sus historias antes de narrarlas. Vivió apenas cuarenta años, durante la mayor parte de los cuales estuvo viajando, a veces como vagabundo en los trenes, otras corriendo por los senderos del Klondike detrás de una caravana de perros huskies, o navegando en pequeños botes de pesca o en enormes veleros con los cuales recorrió la mitad de los mares del mundo y muchos de los grandes ríos de Estados Unidos. Hizo toda clase de trabajos, desde vocear periódicos hasta cernir oro. Desde escritor de libelos políticos a cronista deportivo y corresponsal de guerra. Probablemente su existencia fue equivalente a la vida de tres hombres de temperamento muy activo. El mismo año de su muerte, después de tres de grave enfermedad, publicó tres libros. Prácticamente publicó un promedio de tres libros entre 1902 y 1916. Póstumamente aparecieron cuatro más. Esto demuestra su impresionante vitalidad y su poderosa disposición para el trabajo literario.
Durante sus viajes escribía. Escribía a bordo de los barcos en los que navegaba; escribía apoyado en los arrumes de leña en los bosques cubiertos de nieve de Alaska donde vivió como minero; escribía en su casa, temprano en la mañana; escribía todo el tiempo que no estaba escuchando historias o viviendo sus propias aventuras. Sobrevivió a tormentas de nieve, a un huracán en las costas del Japón y a la desnutrición en su infancia. De hecho en su juventud sufrió por la falta de proteína en su alimentación, desde entonces tuvo una obsesión por la carne que se manifestó en muchos de los cuentos que escribió y sobre todo en Por un bistec. En las buenas y en las malas vivió siempre con una pluma en la mano y una historia por contar en la cabeza.
Una muestra de su efectividad al momento de escribir es Martín Adan. Comenzó a escribir esta novela, de una extensión aproximada de cuatrocientas páginas, a bordo de su barco Snark en Honolulu en el verano de 1907, digamos hacia agosto. La concluyó en febrero de 1908; es decir, después de poco más de seis meses de trabajo. La publicó por entregas en la revista The Pacific Monthly entre septiembre de 1908 y septiembre de 1909. Poco después apareció en forma de libro. En el caso del periodismo fue aún más eficiente. Escribió La gente del abismo, un libro de periodismo literario, a medida que investigaba su contenido. Tardó tres semanas investigando y otras tres para componerlo completamente.
Su principio vital fue vivir intensamente, leer mucho y ser muy eficaz a la hora de escribir. Para cumplir este programa de vida dormía apenas cinco horas y media al día y escribía al menos mil palabras cada mañana, temprano. Por eso su credo rezaba así:
Preferiría ser cenizas que polvo. Preferiría que mi chispa se quemara en una llamarada brillante a que se extinguiera por el deterioro. Preferiría ser un meteorito soberbio, cada átomo de mí brillando magníficamente, que un planeta permanente y adormecido. La función propia del hombre es vivir, no existir. No voy a desperdiciar mis días tratando de prolongarlos. Voy a usar mi tiempo.
Y de la manera más provechosa posible usó su tiempo.