¿Cómo escribir después de Gabriel Garcia Marquez? Esta es una pregunta
que se le hizo a todo escritor colombiano después de la publicación de Cien años de soledad, en 1967. En ese momento la estatura literaria que
alcanzó el autor de Aracataca parecía opacar cualquier otro esfuerzo
literario, por lo menos dentro de las fronteras colombianas. Muchos
escritores que comenzaban su tareas en aquel entonces quizá se sintieron
un poco coartados por la presencia tutelar del fabulador de Macondo. En cambio, para los
escritores, como yo, que comenzamos a escribir cuando ya la obra de
García Márquez estaba bien establecida, su presencia no sólo fue un
estímulo sino también un alivio.
Por aquel entonces, hablo de comienzos de la década de 1970, todavía se
debatía mucho acerca de la diferencia entre una literatura rural y otra
urbana. Se consideraba que al ser Colombia un país mayoritariamente rural (más bien provinciano, diría yo) esta
debía ser la literatura posible; pero justamente García Márquez acababa
de torcerle el pescuezo a la literatura rural considerada como un rezago
provincial. O sea, nos quitó el peso de escribir sobre mundos
que no nos pertenecían.
Los escritores de mi generación entendieron que había que comenzar a
escribir sobre el mundo que realmente conocíamos, es decir, sobre
nuestro barrio. Eso, por demás, era lo que había hecho García
Márquez al construir su imaginario de Macondo, que no era más que el
mundo de su natal Aracataca y Sucre, el municipio donde creció. Ese mundo pueblerino de la costa
Caribe colombiana que era, de hecho, el barrio de García Márquez.
Él mismo después de lograr alturas míticas con Macondo, decidió volver a
escribir, despojándolos de la máscara, sobre los lugares que dieron origen a su aldea imaginaria, Sucre en Crónica de una muerte
anunciada, Cartagena en El amor de los tiempos del cólera e incluso
escribió sobre los paisajes y sus experiencias vividas en otras latitudes, en Doce cuentos peregrinos, que incluyeron cuentos en Europa, México y
Colombia.
Hoy podemos mirar la benéfica influencia de su obra en todos los
escritores posteriores a él. García Márquez, ya no es un peso pesado difícil
de llevar (en mi caso nunca lo fue), sino más bien una suerte. Si Jairo
Aníbal Niño decía que todos los escritores deberiamos considerarnos colegas de
Homero, también deberíamos sentir que gracias a García Márquez esta aproximación al legendario literato griego es más real.
García Márquez nunca fue un peso para otros escritores, fue más bien un
salvavidas para la literatura que hizo flotar el deseo de contar, de
narrar historias, que favoreció la existencia de nuevos narradores. Por
eso y sólo por eso, ya podríamos considerarnos felices por haberlo
tenido durante el breve lapso de ochenta y siete años caminando sobre la
tierra.
Claro que sería mucho más perfecto si hubieran sido cien años.
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