Foto de Hernán Díaz |
(Este texto de G.G.M fue publicado en Colombia por El Espectador, en 1966 y la revista ECO en 1978. Sirva esta irónica reflexión, escrita durante el período en que trabajaba en Cien años de soledad, como otra lágrima en el torrente de despedida de nuestro Hermano Mayor.)
Escribir libros es un oficio suicida. Ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración, en relación con sus beneficios inmediatos. No creo que sean muchos los lectores que al terminar la lectura de un libro, se pregunten cuantas horas de angustias y de calamidades domésticas le han costado al autor esas doscientas páginas, y cuanto ha recibido por su trabajo. Para terminar pronto, conviene decir a quien no lo sepa, que el escritor se gana solamente el diez por ciento de lo que el comprador paga por el libro en la librería. De modo que el lector que compró un libro de veinte pesos, sólo contribuyó con dos pesos a la subsistencia del escritor. El resto se lo llevaron los editores, que corrieron el riesgo de imprimirlo, y luego los distribuidores y los libreros. Esto parecerá todavía más injusto, cuando se piense que los mejores escritores son los que suelen escribir menos y fumar más, y es por tanto normal que necesiten por lo menos dos años y veintinueve mil doscientos cigarrillos para escribir un libro de doscientas páginas. Lo que quiere decir, en buena aritmética, que nada más en lo que se fuman se gastan una suma superior a lo que van a recibir por el libro. Por algo, me decía un amigo escritor, todos los editores, distribuidores y libreros son ricos, y todos los escritores somos pobres.
El problema es más crítico en los países subdesarrollados, donde el comercio de libros es menos intenso, pero no es exclusivo de ellos. En los Estados Unidos, que es el paraíso de los escritores de éxito, por cada autor que se vuelve rico de la noche a la mañana con la lotería de las ediciones de bolsillo, hay centenares de escritores aceptables condenados a cadena perpetua bajo la gota helada del diez por ciento. El último caso espectacular de enriquecimiento con causa en los Estados Unidos es el del novelista Truman Capote con su libro A sangre fría, que en las primeras semanas le produjo medio millón de dólares en regalías, y una cantidad similar por los derechos para el cine. En cambio Albert Camus, que seguirá en las librerías cuando ya nadie se acuerde del estupendo Truman Capote, vivía de escribir argumentos cinematográficos con seudónimo, para poder seguir escribiendo sus libros.
El premio Nobel que recibió pocos años antes de morir, apenas fue un desahogo momentáneo para sus calamidades domésticas, porque ese galardón que tanta fama y tantos compromisos acarrea consigo solamente significa un alivio de unos 40.000 dólares, más o menos lo que en estos tiempos cuesta una casa con un jardín para los niños. Mejor aunque involuntario fue el negocio que hizo Jean Paul Sartre al rechazarlo, pues con su actitud ganó un justo y merecido prestigio de independencia, que aumentó la demanda de sus libros.
Muchos escritores añoran al antiguo mecenas, rico y generoso señor que mantenía a los artistas para que trabajar a gusto. aunque con otra cara, los mecenas existen. Hay grandes consorcios financieros que a veces por pagar menos impuestos, otras veces por disipar la imagen de tiburones que se han formado de ellos la opinión pública, y no muchas veces por tranquilizar sus conciencias, destinan sumas considerables a patrocinar el trabajo de los artistas. Pero los escritores somos gentes a quien nos gusta hacer lo que nos da la gana, y sospechamos, acaso sin fundamento, que el patrocinador compromete la independencia de pensamiento y expresión y origina compromisos indeseables. En mi caso, prefiero escribir sin subsidios de ninguna índole, no sólo porque padezco de un estupendo delirio de persecución, sino porque cuando empiezo a escribir ignoro por completo con quien estaré de acuerdo al terminar. Seria injusto que a la postre estuviera en desacuerdo con la ideología del patrocinador –cosa muy probable en virtud del conflictivo espíritu de contradicción de los escritores–, así como sería completamente inmoral que por casualidad estuviera de acuerdo.
El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalista del capitalismo, parece ser una réplica a la oferta socialista de considerar al escritor como un trabajador a sueldo del Estado. En principio, la solución socialista es correcta, porque libera el escritor de la explotación de los intermediarios. Pero en la práctica, hasta ahora y quién sabe por cuanto tiempo, el sistema ha dado origen a riesgos más graves que las injusticias que ha pretendido corregir. El reciente caso de dos pésimos escritores soviéticos que han sido condenados a trabajos forzados en Siberia, no por escribir mal sino por estar en desacuerdo con el patrocinador, demuestra hasta qué punto puede ser peligroso el oficio de escribir bajo un régimen sin la suficiente madurez para admitir la verdad eterna de que los escritores somos unos facinerosos a quienes los corset doctrinarios, y hasta las disposiciones legales, nos aprietan más que los zapatos. Personalmente, creo que el escritor, como tal, no tiene otra obligación revolucionaria que la de escribir bien. Su inconformismo, bajo cualquier régimen, es una condición esencial que no tiene remedio, porque el escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor.
Después de esta triste revisión de infortunios, resulta elemental preguntarse, por qué escribimos los escritores. La respuesta, por fuerza, es tanto más melodramática cuanto más sincera. Se es escritor, simplemente como se es judío o se es negro. El éxito es alentador, el favor de los lectores es estimulante, pero estas son ganancias suplementarias, porque un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras, aún con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan. Es una especie de deformación congénita, que explica muy bien la barbaridad social de que tantos hombres y mujeres se haya suicidado de hambre, por hacer algo que al fin y al cabo, y hablando completamente en serio, no sirve para nada.
México, julio de 1966
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