No escribo para una minoría selecta que no me importa, ni para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la masa. Descreo de ambas abstracciones caras al demagogo. Escribo para mí, para mis amigos y para atenuar el curso del tiempo.
Jorge Luis Borges
(Citado en Alquimia de escritor)
lunes, junio 20, 2011
jueves, junio 16, 2011
Una en contra del libro electrónico
Yo creo que lo del libro electrónico es una moda que va a durar poco, unos años nada más. Nadie quiere irse de vacaciones con 500 libros. Como mucho te llevas dos o tres. Yo lo veo útil para los escolares que se parten el espinazo acarreando mochilas y para profesionales que sí necesitan consultar muchos libros para su trabajo: periodistas, editores, investigadores... Para mí es un juguetito que debería venderse en las mismas tiendas donde se vende el cubo de Rubbick, los juegos de magia y todo eso...
Mario Muchnik (En entrrevista con El Cultural de España)
Mario Muchnik (En entrrevista con El Cultural de España)
miércoles, junio 15, 2011
Consejitos 4
La obligación del escritor es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla, cualquier obligación que le quede después de eso, puede gastarla como le venga en gana. Yo por mi parte, estoy demasiado atareado para ocuparme del público. No tengo tiempo para pensar quien me lee. No me interesa la opinión de Juan lector sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro escritor. La norma que tengo es cumplir mi norma.
William Faulkner
(Citado en Alquimia de escritor)
William Faulkner
(Citado en Alquimia de escritor)
lunes, junio 13, 2011
Bogotá a través de una ventanilla
La Bogotá de mi niñez era una ciudad silenciosa y de calles solitarias que yo miraba desde el otro lado del vidrio del bus del colegio; de los buses escolares de los muchos colegios en donde estuve. Las rutas de mis recorridos variaron permanentemente mientras hice la primaria y el bachillerato, lo cual me permitió observar esas calles de Bogotá desde diversos ángulos a medida que yo crecía y la ciudad se desbordaba. Me parecía que a esas calles les faltaba gente o que la gente miraba demasiado al piso.
El primero de esos recorridos me llevaba de la puerta de mi casa hacia el Parque Nacional, al Colegio de San Bartolomé de la Merced, donde inicié mis estudios; luego el punto de llegada fue el Instituto del Carmen, en la Soledad, muy cerca de la casa donde viví mi infancia; más adelante la ruta a recorrer terminaba en la puerta del colegio Agustiniano del centro, donde mi madre creyó equivocadamente que me enderezarían para siempre. Al final de tres años de permanencia allí, resultó ser solo un tropiezo más en mi difícil formación escolar.
El Agustiniano queda en una de las sedes del antiguo claustro de San Agustín, un edificio colonial de paredes gruesas y muchos patios. Allí, en esa especie de prisión para adolescentes vestidos con uniforme azul y un escudito en la solapa, escuchaba a mis compañeros de curso contar algunas de las historias recogidas por Cordovez Moure como si fueran episodios de Dimensión desconocida: leyendas urbanas sobre túneles que recorren el centro de la ciudad, cadáveres emparedados, monjas preñadas sepultadas en ignotos sótanos coloniales y otras leyendas de corte más contemporáneo, como los restos humanos en los embutidos de tienda.
Cuando yo cursaba la primaria todavía se hacía una pausa a medio día y nos mandaban a almorzar a la casa, por eso hacía cuatro recorridos en bus. Tenía por tanto mucho tiempo para mis pensamientos y para imaginar mis propias leyendas urbanas. Durante esas largas horas de melancolía infantil desarrollé una extraña relación de afecto y rechazo por cada edificio, cada parque y cada transeúnte que encontraba por el camino. Me parecía que Bogotá era un lugar con secretos antiguos que yo observaba con seguridad, desde el otro lado de la ventanilla. Un laberinto de calles y parques y fachadas, que me atemorizaban y cuyos secretos yo necesitaba desentrañar para poder ser feliz. O al menos eso creía. Quería revolcar en sus entrañas como si fuera el baúl de la tía para sacar a la luz viejos misterios y entenderlos. Quería historias para sentirme conectado con el mundo, como un niño campesino escucha cuentos de aparecidos junto a la fogata para olvidar el miedo y el frío.
Tendrían que pasar muchos recorridos en bus (tres colegios más, en el norte de Bogotá) para que comenzara a escribir textos de ficción en los cuadernos de trigonometría o de química. Eran textos que se ocupaban de lugares míticos y personajes improbables, pues cuando comencé a escribir me parecía que la vida que yo vivía no se prestaba para fabricar historias que le interesaran a alguien. Buscaba el oro en yacimientos lejanos.
Entonces ocurrió un accidente afortunado. Alguna mañana dejé abandonada mi mochila en el muro de un jardín donde me detuve a fumar un cigarrillo mientras conversaba con un par de amigos. La eché de menos cuadras después y cuando regresé a recuperarla ya no estaba. Dentro de ella había un sánduche que me había preparado mi mamá antes de salir para el colegio; dos libros: El retorno de los brujos y El siglo de las luces y dos cuadernos con mis primeros cuentos. De todo eso lo que más extrañé fue el sánduche de mi mamá. Los cuentos por supuesto no los extrañé, solo fueron lastre literario que una vez olvidado me permitió comenzar a crear historias acerca de lo que pasaba en mi entorno.
Empecé a escribir sobre un mundo que se iba de mis manos mientras lo vivía; el mundo de mi adolescencia de barrio, el mundo de las primeras mujeres que amé. Comencé a crear una ciudad literaria paralela a la ciudad real. Poco a poco me di cuenta que el lugar mítico que yo pretendía construir era la ciudad que ya visitaba desde la infancia, que había visto una y otra vez a través de la ventanilla del bus escolar.
Esa ciudad literaria se parece a la capital de Colombia en algunos aspectos. Comparten el nombre de algunas calles y de algunos barrios; pero la ciudad literaria es un gran monstruo del doctor Frankenstein formado por capas de diversos periodos y recuerdos. Por el rostro de muchas mujeres y unos pocos buenos amigos. Un monstruo de la nostalgia que se levanta permanentemente en mi escritura y que provocó que algún personaje de mi novela El anarquista jubilado la describiera así, en tres fragmentos distintos:
“Durante el fin de semana Bogotá es una ciudad soleada, habitada por deportistas y gente que se divierte lavando el auto. La ciudad Jekyl se transforma en la ciudad Hyde. En la noche del viernes se escuchan disparos, los gritos de los borrachos que amanecen heridos en los portales de los edificios y en la mañana del domingo es una ciudad diáfana en la que se escucha a lo lejos el tañido de las campanas llamando a misa y los deportistas en la ciclovía pisan los charcos de sangre de las muertes nocturnas.”
“Yo amo Bogotá. Amo sus deformidades. Amo a sus atracadores. Y los urapanes de la avenida veintiocho. Amo sus huecos en el asfalto porque siempre he caído en ellos, en el bus del colegio, en la bicicleta de mi adolescencia, en mis patines o en el carro de mi papá.”
“Bogotá es una ciudad monstruosa, pesada, agobiante. Las calles siempre están cubiertas del barro de la última lluvia, siempre hay una lluvia que acaba de caer, y uno resbala en ella. Esta ciudad hay que enfrentarla como los caballeros del grial enfrentaban a los dragones. Protegidos por armaduras. Hay que subirse a un carro, o a un taxi, o al menos a un bus. Entonces uno se siente seguro hasta la siguiente parada, hasta el siguiente andén, hasta la siguiente caminata bajo la llovizna. Hasta la siguiente batalla contra el monstruo.”
Bogotá: esta ciudad que camino y recorro desde niño es la gran protagonista de mis cuentos y novelas. Incluso, mientras viví fuera de Colombia la visitaba dos o tres veces al año porque necesitaba respirar su pesada atmósfera y escuchar el ruido de los disparos en las avenidas. Necesitaba observarla en directo para compararla con la ciudad literaria que me acompañaba y me acompaña, cuando estoy en mi escritorio.
Ahora, ya de regreso a este país natal, a veces, cuando voy en un taxi, miro las calles que siguen proponiéndome enigmas de vida; me vuelven a asaltar aquellos sentimientos de infancia acerca de las historias que laten tras los muros y las fachadas de estos edificios que me hablan de diversos momentos de mi vida. Y vuelvo a sentir a Bogotá como la sentí siempre, como una ciudad que amo y rechazo con la misma vehemencia.
***
Escribí este texto para el libro Palabra Capital que hizo Mondadori con la Cámara del Libro en 2007. Lo encontré en un carpeta mientras revolcaba en mi computador en busca de otro texto y me pareció que podía rescatarlo para este blog que es mi cajón de sastre personal.
El primero de esos recorridos me llevaba de la puerta de mi casa hacia el Parque Nacional, al Colegio de San Bartolomé de la Merced, donde inicié mis estudios; luego el punto de llegada fue el Instituto del Carmen, en la Soledad, muy cerca de la casa donde viví mi infancia; más adelante la ruta a recorrer terminaba en la puerta del colegio Agustiniano del centro, donde mi madre creyó equivocadamente que me enderezarían para siempre. Al final de tres años de permanencia allí, resultó ser solo un tropiezo más en mi difícil formación escolar.
El Agustiniano queda en una de las sedes del antiguo claustro de San Agustín, un edificio colonial de paredes gruesas y muchos patios. Allí, en esa especie de prisión para adolescentes vestidos con uniforme azul y un escudito en la solapa, escuchaba a mis compañeros de curso contar algunas de las historias recogidas por Cordovez Moure como si fueran episodios de Dimensión desconocida: leyendas urbanas sobre túneles que recorren el centro de la ciudad, cadáveres emparedados, monjas preñadas sepultadas en ignotos sótanos coloniales y otras leyendas de corte más contemporáneo, como los restos humanos en los embutidos de tienda.
Cuando yo cursaba la primaria todavía se hacía una pausa a medio día y nos mandaban a almorzar a la casa, por eso hacía cuatro recorridos en bus. Tenía por tanto mucho tiempo para mis pensamientos y para imaginar mis propias leyendas urbanas. Durante esas largas horas de melancolía infantil desarrollé una extraña relación de afecto y rechazo por cada edificio, cada parque y cada transeúnte que encontraba por el camino. Me parecía que Bogotá era un lugar con secretos antiguos que yo observaba con seguridad, desde el otro lado de la ventanilla. Un laberinto de calles y parques y fachadas, que me atemorizaban y cuyos secretos yo necesitaba desentrañar para poder ser feliz. O al menos eso creía. Quería revolcar en sus entrañas como si fuera el baúl de la tía para sacar a la luz viejos misterios y entenderlos. Quería historias para sentirme conectado con el mundo, como un niño campesino escucha cuentos de aparecidos junto a la fogata para olvidar el miedo y el frío.
Tendrían que pasar muchos recorridos en bus (tres colegios más, en el norte de Bogotá) para que comenzara a escribir textos de ficción en los cuadernos de trigonometría o de química. Eran textos que se ocupaban de lugares míticos y personajes improbables, pues cuando comencé a escribir me parecía que la vida que yo vivía no se prestaba para fabricar historias que le interesaran a alguien. Buscaba el oro en yacimientos lejanos.
Entonces ocurrió un accidente afortunado. Alguna mañana dejé abandonada mi mochila en el muro de un jardín donde me detuve a fumar un cigarrillo mientras conversaba con un par de amigos. La eché de menos cuadras después y cuando regresé a recuperarla ya no estaba. Dentro de ella había un sánduche que me había preparado mi mamá antes de salir para el colegio; dos libros: El retorno de los brujos y El siglo de las luces y dos cuadernos con mis primeros cuentos. De todo eso lo que más extrañé fue el sánduche de mi mamá. Los cuentos por supuesto no los extrañé, solo fueron lastre literario que una vez olvidado me permitió comenzar a crear historias acerca de lo que pasaba en mi entorno.
Empecé a escribir sobre un mundo que se iba de mis manos mientras lo vivía; el mundo de mi adolescencia de barrio, el mundo de las primeras mujeres que amé. Comencé a crear una ciudad literaria paralela a la ciudad real. Poco a poco me di cuenta que el lugar mítico que yo pretendía construir era la ciudad que ya visitaba desde la infancia, que había visto una y otra vez a través de la ventanilla del bus escolar.
Esa ciudad literaria se parece a la capital de Colombia en algunos aspectos. Comparten el nombre de algunas calles y de algunos barrios; pero la ciudad literaria es un gran monstruo del doctor Frankenstein formado por capas de diversos periodos y recuerdos. Por el rostro de muchas mujeres y unos pocos buenos amigos. Un monstruo de la nostalgia que se levanta permanentemente en mi escritura y que provocó que algún personaje de mi novela El anarquista jubilado la describiera así, en tres fragmentos distintos:
“Durante el fin de semana Bogotá es una ciudad soleada, habitada por deportistas y gente que se divierte lavando el auto. La ciudad Jekyl se transforma en la ciudad Hyde. En la noche del viernes se escuchan disparos, los gritos de los borrachos que amanecen heridos en los portales de los edificios y en la mañana del domingo es una ciudad diáfana en la que se escucha a lo lejos el tañido de las campanas llamando a misa y los deportistas en la ciclovía pisan los charcos de sangre de las muertes nocturnas.”
“Yo amo Bogotá. Amo sus deformidades. Amo a sus atracadores. Y los urapanes de la avenida veintiocho. Amo sus huecos en el asfalto porque siempre he caído en ellos, en el bus del colegio, en la bicicleta de mi adolescencia, en mis patines o en el carro de mi papá.”
“Bogotá es una ciudad monstruosa, pesada, agobiante. Las calles siempre están cubiertas del barro de la última lluvia, siempre hay una lluvia que acaba de caer, y uno resbala en ella. Esta ciudad hay que enfrentarla como los caballeros del grial enfrentaban a los dragones. Protegidos por armaduras. Hay que subirse a un carro, o a un taxi, o al menos a un bus. Entonces uno se siente seguro hasta la siguiente parada, hasta el siguiente andén, hasta la siguiente caminata bajo la llovizna. Hasta la siguiente batalla contra el monstruo.”
Bogotá: esta ciudad que camino y recorro desde niño es la gran protagonista de mis cuentos y novelas. Incluso, mientras viví fuera de Colombia la visitaba dos o tres veces al año porque necesitaba respirar su pesada atmósfera y escuchar el ruido de los disparos en las avenidas. Necesitaba observarla en directo para compararla con la ciudad literaria que me acompañaba y me acompaña, cuando estoy en mi escritorio.
Ahora, ya de regreso a este país natal, a veces, cuando voy en un taxi, miro las calles que siguen proponiéndome enigmas de vida; me vuelven a asaltar aquellos sentimientos de infancia acerca de las historias que laten tras los muros y las fachadas de estos edificios que me hablan de diversos momentos de mi vida. Y vuelvo a sentir a Bogotá como la sentí siempre, como una ciudad que amo y rechazo con la misma vehemencia.
***
Escribí este texto para el libro Palabra Capital que hizo Mondadori con la Cámara del Libro en 2007. Lo encontré en un carpeta mientras revolcaba en mi computador en busca de otro texto y me pareció que podía rescatarlo para este blog que es mi cajón de sastre personal.
sábado, junio 11, 2011
Las palabras y la calle
El español que yo leía cuando comencé a escribir a los diecisiete años era diferente al que escuchaba en mi vida cotidiana. Las traducciones españolas de Jack London, por ejemplo, convertían las english profanities pronunciadas por personajes como Smoke Bellew en exclamaciones españolas cuyas definiciones me eran tan ajenas como si estuvieran escritas en noruego; era un lenguaje que no se parecía en nada al habla bogotana que escuchaba en la calle o en el bus del colegio, un habla intoxicada de rock, cine y cómic, un lenguaje asediado por los anglicismos y comodines de la época, como “fresco”, “safa” y “pinta”.
Armado con tan confusos recursos verbales me inicié en la briega de una escritura literaria que intentaba reflejar la vida de la gente que hablaba con esas palabras en la calle. Tenía en mi haber un español determinado por los criterios docentes y los recursos tecnológicos de una época cambiante. Había aprendido a leer las vocales en La alegría de leer y a escribir mis primeras oraciones con caligrafía Palmer. Para redactar mis primeras ficciones utilicé una Olivetti que imprimía cada letra como si fuera un disparo. Corregí mis primeras revistas literarias en galeras enceradas aunque todavía existían (y existen) imprentas de tipos móviles y linotipos. Finalmente, me inicié en la escritura digital ante una pantalla oscura que escribía unas titilantes letras verdes, pero después de veintitantos años de experiencia con los computadores redacto estas palabras en un Apple MacBook Pro cuya pantalla es tan limpia como el papel de una libreta.
Aquellos que nacimos en los años cincuenta y vivimos nuestra adolescencia en los setenta presenciamos más cambios tecnológicos que muchas generaciones anteriores a la nuestra. Desde la invención de la imprenta, la comunicación no había sufrido el impacto que vivimos nosotros: de la caligrafía Palmer a la red mundial. La confusión no se disipa: en un tiempo llamado a estar dominado por la imagen, la palabra se convirtió en protagonista. Las posibilidades de usarla se multiplicaron, pero también las oportunidades para deformarlas. Escribir un mensaje en un celular puede ser una pesadilla de signos que contribuya a la confusión verbal, o una de las muchas experiencias de uso del idioma a través de la cuales este evoluciona.
Cervantes dignificó el lenguaje que se utilizaba en las fondas y caminos de España. Incorporó palabras nuevas a un español necesitado de saltar del medioevo a la era moderna. La exigencia para un escritor de mi generación no es tan definitiva, pero sigue viva la necesidad de plasmar las conversaciones de carreteros en fondas del camino, que ahora son bares y son calles. Las palabras hoy brotan de películas y poemas de poetas ambulantes que escriben intoxicados de bareta (una palabra que ascendió de nuestra mano generacional al diccionario, junto con otras como rock o casete). Sigue viva la exigencia de domar esas jergas cambiantes que retan a la lengua pero también la nutren y la hacen crecer.
La lección aprendida es que la palabra que hoy nace en la calle, mañana estará en una novela, o en un verso de amor y más temprano que tarde ocupará un renglón en el diccionario.
(Publicado en el libro Colombia escribe en español de Fundación Santillana y Academia Colombiana de la Lengua. Bogotá, 2006)
Armado con tan confusos recursos verbales me inicié en la briega de una escritura literaria que intentaba reflejar la vida de la gente que hablaba con esas palabras en la calle. Tenía en mi haber un español determinado por los criterios docentes y los recursos tecnológicos de una época cambiante. Había aprendido a leer las vocales en La alegría de leer y a escribir mis primeras oraciones con caligrafía Palmer. Para redactar mis primeras ficciones utilicé una Olivetti que imprimía cada letra como si fuera un disparo. Corregí mis primeras revistas literarias en galeras enceradas aunque todavía existían (y existen) imprentas de tipos móviles y linotipos. Finalmente, me inicié en la escritura digital ante una pantalla oscura que escribía unas titilantes letras verdes, pero después de veintitantos años de experiencia con los computadores redacto estas palabras en un Apple MacBook Pro cuya pantalla es tan limpia como el papel de una libreta.
Aquellos que nacimos en los años cincuenta y vivimos nuestra adolescencia en los setenta presenciamos más cambios tecnológicos que muchas generaciones anteriores a la nuestra. Desde la invención de la imprenta, la comunicación no había sufrido el impacto que vivimos nosotros: de la caligrafía Palmer a la red mundial. La confusión no se disipa: en un tiempo llamado a estar dominado por la imagen, la palabra se convirtió en protagonista. Las posibilidades de usarla se multiplicaron, pero también las oportunidades para deformarlas. Escribir un mensaje en un celular puede ser una pesadilla de signos que contribuya a la confusión verbal, o una de las muchas experiencias de uso del idioma a través de la cuales este evoluciona.
Cervantes dignificó el lenguaje que se utilizaba en las fondas y caminos de España. Incorporó palabras nuevas a un español necesitado de saltar del medioevo a la era moderna. La exigencia para un escritor de mi generación no es tan definitiva, pero sigue viva la necesidad de plasmar las conversaciones de carreteros en fondas del camino, que ahora son bares y son calles. Las palabras hoy brotan de películas y poemas de poetas ambulantes que escriben intoxicados de bareta (una palabra que ascendió de nuestra mano generacional al diccionario, junto con otras como rock o casete). Sigue viva la exigencia de domar esas jergas cambiantes que retan a la lengua pero también la nutren y la hacen crecer.
La lección aprendida es que la palabra que hoy nace en la calle, mañana estará en una novela, o en un verso de amor y más temprano que tarde ocupará un renglón en el diccionario.
(Publicado en el libro Colombia escribe en español de Fundación Santillana y Academia Colombiana de la Lengua. Bogotá, 2006)
miércoles, junio 08, 2011
Las cifras de un traqueto promedio
Un traqueto vive mal hasta su adolescencia. Si hablamos de un traqueto promedio podemos imaginar que su vida habrá sido la de robar loncheras en el colegio, bicicletas en el parque y algún atraco por aquí y otro por allá hasta que por diversas razones, un amigo del colegio, un compañero del cuartel o del comando de policía, del parche del barrio o de la familia, le propone que se meta de campana, de raspachín o de soldado raso en una banda dedicada al narcotráfico. Entonces ingresa al fascinante mundo de la plata fácil. Antes de que ni él mismo se lo imagine estará donando una cancha de microfútbol al barrio donde nació.
Si es audaz y lo suficientemente falto de escrúpulos, ambicioso y fuerte, comenzará a escalar en el ambiente. Su vida útil dentro del negocio puede ser, calculando con generosidad, de quince años; contando el tiempo desde cuando surge su primera oportunidad y la última, cuando por culpa de un torcido, un colega lo tiende o lo manda tender, o cae preso y dependiendo del volumen de sus exportaciones vaya a templar al condado de Dade en la Florida, o a la Cárcel Distrital de Bogotá.
Durante esos quince años podrían pasar por sus manos varias toneladas de cocaína. Digamos diez para establecer un promedio bajo. Para producir esa cocaína se necesitaran mil toneladas de hoja de coca. Un producto natural que no hace daño al medio ambiente, pero los productos para procesarla como cocaína o para exterminarla sí. La participación de nuestro traqueto promedio en la deforestación de bosque amazónico –que ha sido calculada en una media de cincuenta mil hectáreas anuales–, significa que al menos será causante de la deforestación de al menos dos mil hectáreas de bosque irrecuperable.
Porque esas mil toneladas de hoja de coca pueden haber generado una aspersión de quince toneladas de Paraquat, o Glifosato. Defoliantes que no acaban con los cultivos de coca (porque cuando uno acaba otro crece a dos kilómetros del primero), pero sí acaba con la selva y con los cultivos de los colonos. Entonces esas quince toneladas de defoliantes pueden destruir unas dos mil hectáreas de bosque amazónico, lo que elimina de la atmósfera unas veintitrés mil toneladas de oxígeno al año, varios milímetros de caudal de agua fresca para alimentar los ríos y produce la muerte de decenas de animales y plantas. Además la gasolina y el ácido sulfúrico vertido para fabricar esas diez toneladas de cocaína exterminan otra cantidad de animales y plantas similar a la que acaban las avionetas de la DEA.
La contribución de este traqueto-retrato-robot a la economía también ofrece otras cifras. De una forma u otra habrá contribuido a engrosar las arcas y el ejército de algún jefe paramilitar que a su vez llenará algunas hectáreas (despojadas a campesinos que las cultivaban) con caballos y vacas que contribuirán al calentamiento global. La gasolina de sus cuatrimotos, sus Hummer y sus lanchas rápidas, pueden tasarse, con modestia, en unos mil galones al año. Ese es el combustible que necesitará para sus desplazamientos personales, si sumamos los de sus novias, esposas, amantes, hijos, asociados y guardaespaldas, tendremos que sumar otros veinte mil galones, lo que al cabo de quince años nos da la bonita suma de trescientos quince mil galones de gasolina quemada para mover autos con parlantes gigantes donde truenan rancheras, música norteña, algún vallenato y algo de salsa.
El narcotráfico es el combustible que alimenta el conflicto colombiano. Se calcula que entre el pago a los diferentes ejércitos, reposición de infraestructura volada por chantaje o por joder, daños físicos a la ciudadanía por minas quiebrapatas, rockets, atentados, masacres, ajuste de cuentas, gastos hospitalarios, pago de recompensas etc, etc, el conflicto absorbe casi el 25% del producto interno bruto colombiano. Y nuestro traqueto promedio participa de manera significativa, ya que solo unas 300.000 personas, entre parapolíticos, paramilitares, guerrilleros y bandas criminales (entre las cuales podría estar nuestro traqueto) se benefician del conflicto y absorben buena parte de ese producto interno bruto.
Su herencia será repartida con rapidez. Sus pequeñas caletas (digamos uno o dos millones de dólares) serán gastadas por familiares o antiguos asociados, en comprar algún departamento de lujo, otra cuatrimoto, otro Hummer. Después de pocos meses no habrá quedado ni rastro de esa fortuna sobre la tierra donde jugó su primer partido de fútbol.
No se puede cerrar el cómputo de estas cifras sin mencionar el costo de la posible ejecución de nuestro traqueto. A cincuenta centavos de dólar por cartucho para una nueve milímetros y considerando que sus opositores serán generosos a la hora de las cuentas finales podemos abonarle el valor de una carga completa de una pistola Glock. Catorce en el proveedor y una en la recámara nos dan la cifra final de $7,50 dólares. Su último aporte a la economía global.
Si es audaz y lo suficientemente falto de escrúpulos, ambicioso y fuerte, comenzará a escalar en el ambiente. Su vida útil dentro del negocio puede ser, calculando con generosidad, de quince años; contando el tiempo desde cuando surge su primera oportunidad y la última, cuando por culpa de un torcido, un colega lo tiende o lo manda tender, o cae preso y dependiendo del volumen de sus exportaciones vaya a templar al condado de Dade en la Florida, o a la Cárcel Distrital de Bogotá.
Durante esos quince años podrían pasar por sus manos varias toneladas de cocaína. Digamos diez para establecer un promedio bajo. Para producir esa cocaína se necesitaran mil toneladas de hoja de coca. Un producto natural que no hace daño al medio ambiente, pero los productos para procesarla como cocaína o para exterminarla sí. La participación de nuestro traqueto promedio en la deforestación de bosque amazónico –que ha sido calculada en una media de cincuenta mil hectáreas anuales–, significa que al menos será causante de la deforestación de al menos dos mil hectáreas de bosque irrecuperable.
Porque esas mil toneladas de hoja de coca pueden haber generado una aspersión de quince toneladas de Paraquat, o Glifosato. Defoliantes que no acaban con los cultivos de coca (porque cuando uno acaba otro crece a dos kilómetros del primero), pero sí acaba con la selva y con los cultivos de los colonos. Entonces esas quince toneladas de defoliantes pueden destruir unas dos mil hectáreas de bosque amazónico, lo que elimina de la atmósfera unas veintitrés mil toneladas de oxígeno al año, varios milímetros de caudal de agua fresca para alimentar los ríos y produce la muerte de decenas de animales y plantas. Además la gasolina y el ácido sulfúrico vertido para fabricar esas diez toneladas de cocaína exterminan otra cantidad de animales y plantas similar a la que acaban las avionetas de la DEA.
La contribución de este traqueto-retrato-robot a la economía también ofrece otras cifras. De una forma u otra habrá contribuido a engrosar las arcas y el ejército de algún jefe paramilitar que a su vez llenará algunas hectáreas (despojadas a campesinos que las cultivaban) con caballos y vacas que contribuirán al calentamiento global. La gasolina de sus cuatrimotos, sus Hummer y sus lanchas rápidas, pueden tasarse, con modestia, en unos mil galones al año. Ese es el combustible que necesitará para sus desplazamientos personales, si sumamos los de sus novias, esposas, amantes, hijos, asociados y guardaespaldas, tendremos que sumar otros veinte mil galones, lo que al cabo de quince años nos da la bonita suma de trescientos quince mil galones de gasolina quemada para mover autos con parlantes gigantes donde truenan rancheras, música norteña, algún vallenato y algo de salsa.
El narcotráfico es el combustible que alimenta el conflicto colombiano. Se calcula que entre el pago a los diferentes ejércitos, reposición de infraestructura volada por chantaje o por joder, daños físicos a la ciudadanía por minas quiebrapatas, rockets, atentados, masacres, ajuste de cuentas, gastos hospitalarios, pago de recompensas etc, etc, el conflicto absorbe casi el 25% del producto interno bruto colombiano. Y nuestro traqueto promedio participa de manera significativa, ya que solo unas 300.000 personas, entre parapolíticos, paramilitares, guerrilleros y bandas criminales (entre las cuales podría estar nuestro traqueto) se benefician del conflicto y absorben buena parte de ese producto interno bruto.
Su herencia será repartida con rapidez. Sus pequeñas caletas (digamos uno o dos millones de dólares) serán gastadas por familiares o antiguos asociados, en comprar algún departamento de lujo, otra cuatrimoto, otro Hummer. Después de pocos meses no habrá quedado ni rastro de esa fortuna sobre la tierra donde jugó su primer partido de fútbol.
No se puede cerrar el cómputo de estas cifras sin mencionar el costo de la posible ejecución de nuestro traqueto. A cincuenta centavos de dólar por cartucho para una nueve milímetros y considerando que sus opositores serán generosos a la hora de las cuentas finales podemos abonarle el valor de una carga completa de una pistola Glock. Catorce en el proveedor y una en la recámara nos dan la cifra final de $7,50 dólares. Su último aporte a la economía global.
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