por Gabriel García Márquez
El 15 de julio de julio de 2001, el diario El País publicó este texto que es autoría de Gabriel García Marquez a propósito de las pruebas de imprenta de su manuscrito de "Cien años de soledad", que salían a subasta en esos días. Es una bonita historia muy bien contada por Gabo que quiero recordar otra vez, así como quiero recordar, una vez más y en sus palabras, a su autor. Lamentablemente en ese momento nadie pujó en la subasta sobre el precio base de US 560.000. Una Universidad Norteamericana estuvo interesada en quedárselas, pero los sucesos del 11 de septiembre de 2001 la hicieron desistir, probablemente pensaron que su país entraba en la Tercera Guerra Mundial. (R.R.V.)
A principios de agosto de 1966 Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de "Cien Años de Soledad". Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la Editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:
–Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:
–Sólo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad. Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa, encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales que sólo usamos para la boda, y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las paginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia porque siempre ha desconfiado del destino.
–Lo único que falta ahora –dijo– es que la novela sea mala.
La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada, salvo por La Mala Hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La Familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de Morir, el primer largometraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.
Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de l965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma, tan intenso y arrasador, que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
–Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Desde entonces no me interrumpí un solo día en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.
No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logro créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:
–!Esto es puro vidrio!
Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuando fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Esta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.
Problemas simples como ese llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.
Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo de turno de la novela. Yo me las arreglaba para contarles versiones de emergencia, en mi creencia de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.
Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elio, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, después de sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.
Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro- cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperanzas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro. Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:
–Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
–Perdone, señora –le dijo el propietario asombrado–. ¿Se da cuenta que entonces será una suma enorme?
–Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible– pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.
Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: "Muy bien, señora, con su palabra me basta". Y sacó sus cuentas mortales:
–La espero el siete de septiembre.
Se equivocó: no fue el siete sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.
Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una tortilla igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.
La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces lo escuché recitado por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.
A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc.
En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera, y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor. Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad, hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.
Años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.
–Bendito sea Dios –exclamó– si no me lo hubiera dicho no habría podido dormir hasta el lunes.
Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa -de quien nunca había oído hablar-, en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.
Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días, y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.
De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta.
Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos, y que el repetía encantado a los suyos.
–¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! –me gritó–. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.
Luego, muerto de risa, me dijo:
–Menos mal que este es mucho mejor.
No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Ninguno de los amigos de entonces ha podido precisarlo. ¿Habrá algún historiador imaginativo que me hiciera el favor de inventar este dato?
La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que el mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.
Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en julio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.
Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: "Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera, del amigo que más los quiere en este mundo". Junto a la firma escribí la fecha: 1967. La mención sobre la firma repetida, y las comillas en la frase final, se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza.
Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:
–¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: "Confirmado, 1985". Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ese es el documento de 180 folios con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la feria del libro en Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.
Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es porqué las galeras originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.
Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria.
Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable, es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.
jueves, septiembre 25, 2014
viernes, agosto 29, 2014
La ciudad de la furia
Este texto lo escribí para el libro !Fuera zapato viejo! una selección de textos sobre la historia de la salsa en Bogotá concebido por Mario Jursich (que fue su editor y promotor). Es una edición de Idartes, Instituto Distrital de Patrimonio Cultural y la editorial de la revista el malpensante.
Yo crecí en una Bogotá donde todo lo que nos rodeaba era viejo. Donde las cosas y la gente estaban detenidas en el tiempo. Los jóvenes que yo veía en mi niñez se vestían como sus padres y sus abuelos. Solo circulaban carros viejos (lo que se denominaba un “último modelo” tenía cinco o siete años de salido del almacén); los buses eran viejos y todo el mundo parecía unificado en la misma edad. Bueno, cuando uno tiene diez años o menos, todos los demás seres humanos parecen demasiado grandes o demasiado pequeños. Pero, en todo caso nací, crecí y llegué a la adolescencia en una ciudad que básicamente era vetusta, anticuada y negada a los cambios, y mi tránsito hacia otra ciudad, más dinámica, o abierta a nuevas propuestas, tuvo una banda sonora que comenzó con el rock y terminó en la música del Caribe.
Para comienzos de los años sesenta el mundo y particularmente el mundo de la gente joven estaba cambiando, tanto en sus formas como en su participación política y por supuesto había un cambio en el paradigma musical. La juventud comenzaba a ser protagonista cultural en una sociedad que tanto en Europa como en Bogotá, había cambiado poco desde la segunda guerra mundial.
Mi familia, que como corresponde a esa ciudad vieja, era del viejo estilo, estaba formada por nueve hermanos. Esa multitud de hermanos incluía todos los gustos musicales. Los mayores, que me llevaban doce y catorce años, tenían su propia discoteca: Pacho Galán, Pérez Prado, Lucho Bermúdez. Mi papá escuchaba unas cosas raras que después descubrí que se llamaban zarzuelas, aunque escondía una colección de Jazz que nadie escuchaba. Ni yo, porque hasta los doce años no tuve ningún gusto musical en particular, pero a partir de allí mi educación formal se confundió con mi educación musical y esta con mi educación sentimental. No sé si por influencias de una en la otra comenzaron a echarme de los colegios respetables donde se iba de uniforme y pasé a estudiar en colegios de garaje donde se refugiaban los músicos de Rock de las nuevas bandas que tocaban
en las discotecas de Bogotá. Lo cual, en todo caso,
fue un golpe de fortuna.
Yo me formé en la música gracias a algunos de esos momentos significativos. Mi hermana mayor vivió en Inglaterra a mediados de los años sesenta y cuando volvió, para la navidad de 1964, me regaló dos discos de un nuevo grupo que todavía no sonaba mucho en Bogotá. Era un Long Play titulado simplemente The Beatles (con la famosa foto del cuarteto tomada en contrapicado) y un Cuarenta y cinco con dos temas, Love me do y Can’t buy my love. Tuve que escucharlos durante veinticuatro horas seguidas (mi hermana asegura que así fue), para entender esa música, pero sobre todo para formarme mi primer gusto musical. A partir de esos discos de The Beatles algo me gustaba, algo me conmovía.
Un par de años más tarde, mi papá decidió sacarnos del barrio de la Soledad donde había pasado mi niñez y nos trasladó a San José de Bavaria donde la vida se parecía más a la de un pueblo que a la de una ciudad. Era, si cabe, un mundo aún más viejo, pero ofrecía mucho espacio para andar en bicicleta y correr por los potreros gracias a que era un barrio casi sin construír donde vivíamos poco menos de veinte familias. Allí hice un amigo medio nerd, con el cual aguardábamos la aparición de ovnis sobre las verdes colinas de Suba y discutíamos acerca de los arcanos conocimientos de la enciclopedia Planeta; pero lo más importante es que él y su hermana eran dueños de una completa discoteca de “música moderna” como se la llamaba entonces. El papá de mi amigo viajaba una vez al mes a Miami y le traía lo último que había salido en las tiendas de discos del aeropuerto. Gracias a esas encomiendas descubrí el amplio mundo de la “música ye ye” (como también se la llamó) y que ue poco a poco se terminó por denominar simplemente: Rock.
En ese barrio campestre o campechano, donde pasé mi adolescencia, si uno quería tener alguna oportunidad con una quinceañera había que ir a las fiestas navideñas de ron con Cocacola, empanaditas y música de chucuchucu, en las cuales el rock no era de buen recibo. El chucuchucu era la música del mundo viejo y el rock la del mundo nuevo. Pero las chicas estaban en el mundo viejo y no el mundo nerd donde yo vivía. Así que en las mañanas de diciembre escuchábamos a Beach Boys, Rolling Stones, Animals, y en las noches hágale a bailar chucuchucu con Los graduados, en una suerte de esquizofrenia musical muy apropiada para esa ciudad vieja en la que todo comenzaba a cambiar con lentitud, como una serpiente de invierno despellejándose con lentitud.
Mi primer contacto con la música del Caribe lo tuve en 1969, durante una conversación en el colegio de garaje donde estudié el bachillerato. Estaba con un compañero que tocaba con una banda de Rock, no recuerdo cual, tal vez La Banda de Marciano, o Glass Onion y me habló de un músico llamado Carlos Santana. Todavía faltaba tiempo para que llegara a los cines de Bogotá el documental sobre el Festival de Woodstock. Recuerdo casi al pie de la letra sus palabras; “este tipo combina el Rock con la música cubana y ha adaptado temas de Tito Puente”. Yo me quedé en babia, no tenía ni idea qué era la música cubana ni quien era Tito Puente. Aunque seguramente los había escuchado sin saberlo, en las fiestas de mis hermanos mayores. Por eso cuando vi, dos años más tarde, el documental sobre Woodstock, en un teatro del centro de Bogotá, con pepos que bailaban contra la pantalla y mucha marihuana en el ambiente, descubrí de qué hablaba mi compañero de colegio. Ese latin beat que inicia aquel tema famoso, Soul Sacrifice de Santana, fue una revelación absoluta. El sonido de la guitarra eléctrica y el órgano Hammond iba muy bien con la percusión latina de congas, timbales y maracas, propios de la música cubana. Un bombillito se encendió en el panel de mis gustos musicales. “Ladies and gentlemen, Santana…”
Todo ser humano repite en sí mismo a escala los fenómenos de su tiempo. Pero no se da cuenta. Necesita que otros lo confirmen para asegurarse de ello. En mi caso la experiencia iniciada con la música popular de origen británico iba a repetir dentro de mí, el mismo proceso de influencias que afectó a toda la música popular desde 1960, o incluso antes. Es decir, así como el jazz y el naciente rock afectaron positivamente la música cubana hasta conformar el sonido de la salsa, de la misma manera mi formación musical a partir del rock me llevaría más tarde al jazz y a la salsa, en un proceso natural de aprendizaje musical.
Recuerdo que los primeros temas afrocubanos que escuché por mi propio gusto fueros los interpretados por un dueto cubano. Era 1972 y mi novia de entonces y su hermano menor tenían varios casetes de Celina y Reutilio. Allí escuché por primera vez esas composiciones legendarias como Qué viva Changó, A Santa Bárbara, o El punto cubano; canciones que todavía resuenan en mi memoria y acompañan los recuerdos sentimentales de mis veinte años. Alma, como se llamaba mi novia, tenía una personalidad un poquito autosuficiente. Superalma, la llamaron más tarde en homenaje a un personaje de Vanishing Point, la película con guión de Guillermo Cabrera Infante, un escritor que también me acompañaría en los senderos de la música cubana. Alma creía que estaba de regreso de todo y que sabía más sobre todas las cosas que los demás seres humanos. Tenía amigos más grandes que hacían cine y televisión, y ella misma era actriz de televisión; por eso creía ser experta en música cubana, y claro, comparada conmigo, lo era. Con ella pasaba muchas noches escuchando Celina y Reutilio y tomando té con limón, que era una costumbre nueva en una ciudad con demasiadas costumbres viejas. Así, poco a poco, inicié mi trasteo musical hacia el Caribe.
Parte de las razones que me habían convertido en un mutante de esa ciudad vieja se debían a que comenzaba a moverme en grupos sociales diferentes. Mi esquizofrenia musical me llevaba a divertirme por temporadas con mis amigos de San José de Bavaria o con los rockeros que tocaban en el Parque Nacional y en Lijacá. Pero poco después, en la casa de Suba de la pintora Margarita Monsalve, hice otros amigos: Antonio Morales, Marcos Roda y todos aquellos que siguen siendo mis amigos. Vivíamos las fiestas a punta de Moustaki y Paco Ibañez pero comenzábamos a apreciar otra música para acompañar la noche. Allí escuché los dos primeros discos que me sirvieron como puerto de entrada a eso que después conoceríamos como salsa. Uno fue la primera grabación de Patato y Totico y que se llamaba así, simplemente: Patato y Totico, el otro era el tercer disco editado de Willie Colón, Cosa nuestra. Una pequeña selección que no estaba mal para comenzar. En Patato y Totico tocaban grandes músicos. Estaba Arsenio Rodríguez y Cachao. Y en el de Wilie Colón ya estaba una figura legendaria y fulminada: Hector Lavoe, que al decir de Eduardo Arias fue lo más cercano a un Rock Star que produjo la salsa. Tostado a punta de perica y trago. En el índice de ese disco se destacaban Che che colé y Juana Peña, dos temas que iban a ser parte fundamental de la banda sonora de la Bogotá de la furia salsera.
Por esos días, uno de esos amigos de mi novia Alma, un cineasta que solo hizo un par de cortometrajes del llamado sobreprecio del cine colombiano, fue quien nos llevó a descubrir uno de los santuarios famosos de la salsa en Bogotá. La jirafa roja, un lugar con más aire de prostíbulo que de rumbeadero, o de lugar mítico de la salsa como se la considera ahora. Pero lo era. Quedaba en los altos del teatro Mogador de la calle 23. Tengo la borrosa visión de una pista con luces de colores y piso sintético. Pero sobre todo recuerdo que sonaban bandas como las de Richie Rey y Nelson y sus estrellas. Llegar en ese momento a La jirafa roja era como cumplir un paso más en un ritual para conocedores que incluía algunos otros retos, como ir a tomar cerveza al Tunjo de oro, para conocer la música de la Sonora Matancera, o saber bailar al ritmo de Amparo arrebato. Ser un salsero, en 1974, en Bogotá, era un título honorífico que pocos tenían y muchos deseábamos. Además, al igual que toda especialización, la salsa en aquel tiempo era una conjura contra los neófitos. Los que sabían de salsa, habituales de aquellos lugares, nos miraban a los recién aparecidos con un desprecio infinito. Se trenzaban en conversaciones eruditas acerca de tal o cual interprete, que a los espectadores nos parecían física cuántica.
Como todo centro de reunión de aquella época sin redes sociales, los bares cumplían una función esencial de unir el espíritu de los diversos ghetos. Los estudiantes de Buenaventura y de Cali, los estudiantes de la costa Caribe, encontraban en esos bares refugio para afrontar el frío y la soledad de las calles de esa ciudad vieja y triste que continuaba siendo Bogotá a mediados de la década del setenta.
Poco a poco los metederos tradicionales (El paladium, La jirafa roja, El tunjo de oro) se fueron apagando y cediendo su espacio a los nuevos bares. La música afrocubana ya no era de uso exclusivo de Cali o de Barranquilla, sino una consigna que los estudiantes bogotanos, los periodistas, los intelectuales, los activistas de izquierda o simplemente los costeños de nuestras dos costas, compartíamos. Una verdadera furia musical que estaba transformando algo más que la forma de bailar de los bogotanos.
La fundación de bares con un nuevo estilo, como fue El Goce Pagano, Casa Colombia, La teja corrida y los que vinieron después, fue muy importante en ese proceso de reconocimiento social. En ese proceso que llevó a una sociedad que no dialogaba consigo misma, a transformarse en una nueva sociedad que se identificaba con nuevos códigos de interacción personal. Para las mujeres bailar con desconocidos en esos nuevos bares, sin que las manosearan, resultó ser una liberación. Podían conversar con esos mismos desconocidos sin que estos creyeran que le estaban ofreciendo sexo, necesariamente. Aunque, por supuesto, la nueva noche bogotana fue muy libre en sus hábitos sexuales. Puso en escena la consigna del amor libre pregonada por los hippies de la calle sesenta. La ciudad vieja se transformó en la ciudad de la furia salsera, aunque sus espacios continuaran siendo poco coloridos, fundamentalmente porque los bares donde la salsa creció eran poco más que tiendas remodeladas, sin mayor iniciativa en su decoración y esa fue una constante hasta la llegada de Casa Colombia y La teja corrida.
A fines de los setenta las salsotecas, casi por rebeldía contra la imagen de la clásica discoteca de espejos, terciopelos y luces dirigidas, eran más bien huecos con aspecto de bar de mala muerte donde sonaba salsa. No eran muchas, El goce, El caño de la 53, Los nuevos goces, todos eran más o menos del mismo corte: lugares mal decorados, mal ventilados y con sillas incómodas, pero con buenos pincha discos y un ambiente relajado y amable. El cambio en este estilo de bar fue sin duda La teja corrida, que nació junto a Casa Colombia, en el local que le había pertenecido al Café de los poetas. Ese lugar añadió algo que ya Casa Colombia había logrado dentro de su propuesta, tener un poco de armonía estética en sus ambientaciones. Casa Colombia y La teja corrida fueron los primeros lugares en tener una atmósfera con diseño para la rumba, evitando de paso el paradigma discotequero. Con obras de arte en las paredes y una galería permanente. Casa Colombia, por ejemplo, tuvo como primera curadora de su galería a Paulina Ponce de León. Su influencia se notó en el segundo Goce Pagano, el de la veintiséis con quinta, que era de lejos más bonito que el de la veinticuatro, aunque este desde entonces sea el “hueco” por excelencia. Una pieza de museo.
Pero Casa Colombia no solo fue importante centro del frenesí rumbero. Ellos propusieron una nueva dimensión de la música colombiana emparentada con la salsa. Los dueños del lugar, como Ios (Juan Luis Vieira) o Gustavo Bejarano, eran del grupo de hippies que había colonizado Taganga y tenían una relación con la música de la costa muy diferente a la de cualquier bogotano. Parte del encanto de Casa Colombia, fue combinar las experiencias rumberas propias de la salsa emergente con los de la curramba costeña. Los bogotanos, con dificultad, comenzaron a bailar cumbia descaderada, a gritar y a gozar con los últimos Gaiteros que quedaban sobre la tierra y que gracias a Casa Colombia encontraron una nueva oportunidad sobre la tierra, como hubiera dicho su coterráneo de Macondo.
La aparición de estos grupos colombianos en los escenarios de la salsa bogotana fue un cambio significativo en la manera de apreciar nuestra herencia musical. El chucuchucu paisa había acabado con los ritmos tradicionales y había marginado a las grandes bandas de música colombiana. Los porros, los merecumbés, todos esos aportes de Lucho Bermúdez y Pacho Galán habían sido simplificados para disfrute de la clase media con unas melodías pegajosas que les habían quitado los dientes a esas composiciones poderosas, diseñadas para orquestas que eran verdaderas Big Bands a la manera cubana y habían reducido sus melodías a unas escuálidas orquestaciones fáciles al oído de los bailadores sin ritmo. Porque la cumbia, el currulao y el guaguancó no eran ritmos apropiados para oídos patrioteros deseosos de escuchar a la Tuna javeriana y bailar después cumbias descafeinadas grabadas en los estudios Sonolux.
Con Los gaiteros de San Jacinto llegó a Casa Colombia un vendaval musical desconocido. Los salseros comenzaron a entender que la música de nuestras costas era parte de la tradición musical afrocubana. Este antecedente es importante mencionarlo porque hoy la gaita sanjacintera o la percusión del currulao es una instrumentación obligada en el movimiento de las nuevas músicas colombianas. Los gaiteros de San Jacinto recuperaron en la fría Bogotá de fines de los setenta su tradición y hoy todos los días sale un nuevo maestro de la gaita, para fortuna nuestra.
La música colombiana comenzó a cohabitar con las bandas de salsa que se estaban formando en Bogotá, como el grupo del percusionista Pantera García y Cañabrava. Los grupos vallenatos bajaron de Valledupar a la pista de Casa Colombia décadas antes de la actual explosión comercial del vallenato devenido en un remedo de sí mismo. En la actualidad hay muy buenas bandas de jazz y ritmos colombianos y de salsa que jamás hubieran existido de no haber llegado a la noche bogotana, en el momento preciso, el vallenato, el currulao del pacífico y la gaita sanjacintera.
Esa combinación musical comenzó a hacer más civilizada esta ciudad que poco a poco dejaba atrás sus viejos hábitos y comenzaba a definir una personalidad por lo menos en cuanto a la manera de divertirse, una personalidad musical enraizada en nuestras mejores tradiciones. Y apropiándose, al mismo tiempo, de las virtudes de la música cubana y boricua. Un cierto sincretismo musical bogotano que hoy se expresa en un catálogo amplio y diverso de nuevos músicos.
Obviamente, en estos bares, fueron surgiendo nuevos especialistas. Conjurados de la nueva iglesia musical. En esas noches paganas bogotanas, comenzaron a aparecer los bailarines caleños o costeños, que movían el pie con más gracia que los pobres rolos. También se multiplicaron los conocedores, los que se sabían de memoria el origen del término salsa (hoy todavía uno puede escuchar largas disquisiciones acerca de cómo y cuando se bautizó al nuevo movimiento musical); que recitaban de memoria las fichas técnicas de las grabaciones; que conocían los intríngulis del negocio de la Fania, de cómo un sello había sido absorbido por otro; de cómo había comenzado tal o cual cantante. Lo dicho, la salsa generó incluso su propio universo intelectual; una nueva conjura de especialistas en contra de los iniciados.
Pero lo fundamental es que la experiencia de la salsa cambió para siempre a la ciudad que conocíamos hasta entonces. La ciudad vieja, que ya estaba amoblada de Renaults y Mazdas que renovaron el parque automotor, estaba cambiando en aspectos mas profundos. Se generó algo que podríamos llamar frescura para compartir los espacios sociales. Los bares se convirtieron en el santo y seña de una nueva forma de convivencia. Si uno estaba desparchado un lunes, podía ir al Goce Pagano a ver una película y ver con quien se encontraba para echar carreta, o el viernes a Casa Colombia a brincar con Los gaiteros de San Jacinto, o bailar apretado con la banda vallenata. Allí uno veía conspirar a la guerrilla urbana en una mesa y por otro lado a un columnista de El Tiempo; una mesa de gente de teatro junto a un grupo de pelados de la Distrital. Puede decirse que la salsa rompió fronteras sociales y culturales. Fue algo mas que una moda musical. Así como en Nueva York sirvió como identidad cultural para los migrantes latinos, aquí nos ayudó a encontrar los cabos sueltos de nuestra riqueza musical extraviados en los vericuetos del chucuchucu que había dominado la noche bogotana en los años sesenta.
Podría alegarse que tal cambio afectó solamente a una pequeña zona social, pero también hay que mencionar que todo cambio comienza con unos cuantos inconformes. Después de aquellos primeros bares surgió El Quiebracanto, Los Café Libro, la zona rumbera de la Primero de Mayo. En fin, una actitud más relajada a la hora de divertirse se esparció, como un virus, por toda la ciudad. Una nueva forma de entender la fiesta se aposentó entre nosotros. Y eso no hubiera sido posible sin la salsa, ese goce pagano como lo bautizó nuestro querido César Villegas.
Entre 1983 y 1984 mi relación con Bogotá entró en una nueva etapa, comencé a marcharme lentamente a vivir a Quito. Al principio unos meses aquí, otros meses allá, hasta que terminé por fundar allá un bar de salsa en el que que reuní las experiencias vividas en los lugares donde había vivido la salsa en Bogotá. El nombre de mi bar, Seseribó, surgió de Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. En ese bar de nombre literario pasé casi veinte años programando música, haciendo bailar que no es lo mismo que hacer escuchar. Seseribó fue el final de mi aprendizaje con la salsa. Ya los especialistas no me intimidaron más. Pero también descubrí que la salsa era para gozarla no para intelectualizarla. Y también descubrí que Quito, como Bogotá en su momento, se salsificó. Se contagió de ese extraño virus de la alegría.
Pero esa es otra historia.
Yo crecí en una Bogotá donde todo lo que nos rodeaba era viejo. Donde las cosas y la gente estaban detenidas en el tiempo. Los jóvenes que yo veía en mi niñez se vestían como sus padres y sus abuelos. Solo circulaban carros viejos (lo que se denominaba un “último modelo” tenía cinco o siete años de salido del almacén); los buses eran viejos y todo el mundo parecía unificado en la misma edad. Bueno, cuando uno tiene diez años o menos, todos los demás seres humanos parecen demasiado grandes o demasiado pequeños. Pero, en todo caso nací, crecí y llegué a la adolescencia en una ciudad que básicamente era vetusta, anticuada y negada a los cambios, y mi tránsito hacia otra ciudad, más dinámica, o abierta a nuevas propuestas, tuvo una banda sonora que comenzó con el rock y terminó en la música del Caribe.
Para comienzos de los años sesenta el mundo y particularmente el mundo de la gente joven estaba cambiando, tanto en sus formas como en su participación política y por supuesto había un cambio en el paradigma musical. La juventud comenzaba a ser protagonista cultural en una sociedad que tanto en Europa como en Bogotá, había cambiado poco desde la segunda guerra mundial.
Gaiteros de San Jacinto, en Bogotá en 1979. Foto: Roberto Rubiano |
Yo me formé en la música gracias a algunos de esos momentos significativos. Mi hermana mayor vivió en Inglaterra a mediados de los años sesenta y cuando volvió, para la navidad de 1964, me regaló dos discos de un nuevo grupo que todavía no sonaba mucho en Bogotá. Era un Long Play titulado simplemente The Beatles (con la famosa foto del cuarteto tomada en contrapicado) y un Cuarenta y cinco con dos temas, Love me do y Can’t buy my love. Tuve que escucharlos durante veinticuatro horas seguidas (mi hermana asegura que así fue), para entender esa música, pero sobre todo para formarme mi primer gusto musical. A partir de esos discos de The Beatles algo me gustaba, algo me conmovía.
Un par de años más tarde, mi papá decidió sacarnos del barrio de la Soledad donde había pasado mi niñez y nos trasladó a San José de Bavaria donde la vida se parecía más a la de un pueblo que a la de una ciudad. Era, si cabe, un mundo aún más viejo, pero ofrecía mucho espacio para andar en bicicleta y correr por los potreros gracias a que era un barrio casi sin construír donde vivíamos poco menos de veinte familias. Allí hice un amigo medio nerd, con el cual aguardábamos la aparición de ovnis sobre las verdes colinas de Suba y discutíamos acerca de los arcanos conocimientos de la enciclopedia Planeta; pero lo más importante es que él y su hermana eran dueños de una completa discoteca de “música moderna” como se la llamaba entonces. El papá de mi amigo viajaba una vez al mes a Miami y le traía lo último que había salido en las tiendas de discos del aeropuerto. Gracias a esas encomiendas descubrí el amplio mundo de la “música ye ye” (como también se la llamó) y que ue poco a poco se terminó por denominar simplemente: Rock.
En ese barrio campestre o campechano, donde pasé mi adolescencia, si uno quería tener alguna oportunidad con una quinceañera había que ir a las fiestas navideñas de ron con Cocacola, empanaditas y música de chucuchucu, en las cuales el rock no era de buen recibo. El chucuchucu era la música del mundo viejo y el rock la del mundo nuevo. Pero las chicas estaban en el mundo viejo y no el mundo nerd donde yo vivía. Así que en las mañanas de diciembre escuchábamos a Beach Boys, Rolling Stones, Animals, y en las noches hágale a bailar chucuchucu con Los graduados, en una suerte de esquizofrenia musical muy apropiada para esa ciudad vieja en la que todo comenzaba a cambiar con lentitud, como una serpiente de invierno despellejándose con lentitud.
Mi primer contacto con la música del Caribe lo tuve en 1969, durante una conversación en el colegio de garaje donde estudié el bachillerato. Estaba con un compañero que tocaba con una banda de Rock, no recuerdo cual, tal vez La Banda de Marciano, o Glass Onion y me habló de un músico llamado Carlos Santana. Todavía faltaba tiempo para que llegara a los cines de Bogotá el documental sobre el Festival de Woodstock. Recuerdo casi al pie de la letra sus palabras; “este tipo combina el Rock con la música cubana y ha adaptado temas de Tito Puente”. Yo me quedé en babia, no tenía ni idea qué era la música cubana ni quien era Tito Puente. Aunque seguramente los había escuchado sin saberlo, en las fiestas de mis hermanos mayores. Por eso cuando vi, dos años más tarde, el documental sobre Woodstock, en un teatro del centro de Bogotá, con pepos que bailaban contra la pantalla y mucha marihuana en el ambiente, descubrí de qué hablaba mi compañero de colegio. Ese latin beat que inicia aquel tema famoso, Soul Sacrifice de Santana, fue una revelación absoluta. El sonido de la guitarra eléctrica y el órgano Hammond iba muy bien con la percusión latina de congas, timbales y maracas, propios de la música cubana. Un bombillito se encendió en el panel de mis gustos musicales. “Ladies and gentlemen, Santana…”
Todo ser humano repite en sí mismo a escala los fenómenos de su tiempo. Pero no se da cuenta. Necesita que otros lo confirmen para asegurarse de ello. En mi caso la experiencia iniciada con la música popular de origen británico iba a repetir dentro de mí, el mismo proceso de influencias que afectó a toda la música popular desde 1960, o incluso antes. Es decir, así como el jazz y el naciente rock afectaron positivamente la música cubana hasta conformar el sonido de la salsa, de la misma manera mi formación musical a partir del rock me llevaría más tarde al jazz y a la salsa, en un proceso natural de aprendizaje musical.
Recuerdo que los primeros temas afrocubanos que escuché por mi propio gusto fueros los interpretados por un dueto cubano. Era 1972 y mi novia de entonces y su hermano menor tenían varios casetes de Celina y Reutilio. Allí escuché por primera vez esas composiciones legendarias como Qué viva Changó, A Santa Bárbara, o El punto cubano; canciones que todavía resuenan en mi memoria y acompañan los recuerdos sentimentales de mis veinte años. Alma, como se llamaba mi novia, tenía una personalidad un poquito autosuficiente. Superalma, la llamaron más tarde en homenaje a un personaje de Vanishing Point, la película con guión de Guillermo Cabrera Infante, un escritor que también me acompañaría en los senderos de la música cubana. Alma creía que estaba de regreso de todo y que sabía más sobre todas las cosas que los demás seres humanos. Tenía amigos más grandes que hacían cine y televisión, y ella misma era actriz de televisión; por eso creía ser experta en música cubana, y claro, comparada conmigo, lo era. Con ella pasaba muchas noches escuchando Celina y Reutilio y tomando té con limón, que era una costumbre nueva en una ciudad con demasiadas costumbres viejas. Así, poco a poco, inicié mi trasteo musical hacia el Caribe.
Parte de las razones que me habían convertido en un mutante de esa ciudad vieja se debían a que comenzaba a moverme en grupos sociales diferentes. Mi esquizofrenia musical me llevaba a divertirme por temporadas con mis amigos de San José de Bavaria o con los rockeros que tocaban en el Parque Nacional y en Lijacá. Pero poco después, en la casa de Suba de la pintora Margarita Monsalve, hice otros amigos: Antonio Morales, Marcos Roda y todos aquellos que siguen siendo mis amigos. Vivíamos las fiestas a punta de Moustaki y Paco Ibañez pero comenzábamos a apreciar otra música para acompañar la noche. Allí escuché los dos primeros discos que me sirvieron como puerto de entrada a eso que después conoceríamos como salsa. Uno fue la primera grabación de Patato y Totico y que se llamaba así, simplemente: Patato y Totico, el otro era el tercer disco editado de Willie Colón, Cosa nuestra. Una pequeña selección que no estaba mal para comenzar. En Patato y Totico tocaban grandes músicos. Estaba Arsenio Rodríguez y Cachao. Y en el de Wilie Colón ya estaba una figura legendaria y fulminada: Hector Lavoe, que al decir de Eduardo Arias fue lo más cercano a un Rock Star que produjo la salsa. Tostado a punta de perica y trago. En el índice de ese disco se destacaban Che che colé y Juana Peña, dos temas que iban a ser parte fundamental de la banda sonora de la Bogotá de la furia salsera.
Por esos días, uno de esos amigos de mi novia Alma, un cineasta que solo hizo un par de cortometrajes del llamado sobreprecio del cine colombiano, fue quien nos llevó a descubrir uno de los santuarios famosos de la salsa en Bogotá. La jirafa roja, un lugar con más aire de prostíbulo que de rumbeadero, o de lugar mítico de la salsa como se la considera ahora. Pero lo era. Quedaba en los altos del teatro Mogador de la calle 23. Tengo la borrosa visión de una pista con luces de colores y piso sintético. Pero sobre todo recuerdo que sonaban bandas como las de Richie Rey y Nelson y sus estrellas. Llegar en ese momento a La jirafa roja era como cumplir un paso más en un ritual para conocedores que incluía algunos otros retos, como ir a tomar cerveza al Tunjo de oro, para conocer la música de la Sonora Matancera, o saber bailar al ritmo de Amparo arrebato. Ser un salsero, en 1974, en Bogotá, era un título honorífico que pocos tenían y muchos deseábamos. Además, al igual que toda especialización, la salsa en aquel tiempo era una conjura contra los neófitos. Los que sabían de salsa, habituales de aquellos lugares, nos miraban a los recién aparecidos con un desprecio infinito. Se trenzaban en conversaciones eruditas acerca de tal o cual interprete, que a los espectadores nos parecían física cuántica.
Como todo centro de reunión de aquella época sin redes sociales, los bares cumplían una función esencial de unir el espíritu de los diversos ghetos. Los estudiantes de Buenaventura y de Cali, los estudiantes de la costa Caribe, encontraban en esos bares refugio para afrontar el frío y la soledad de las calles de esa ciudad vieja y triste que continuaba siendo Bogotá a mediados de la década del setenta.
Poco a poco los metederos tradicionales (El paladium, La jirafa roja, El tunjo de oro) se fueron apagando y cediendo su espacio a los nuevos bares. La música afrocubana ya no era de uso exclusivo de Cali o de Barranquilla, sino una consigna que los estudiantes bogotanos, los periodistas, los intelectuales, los activistas de izquierda o simplemente los costeños de nuestras dos costas, compartíamos. Una verdadera furia musical que estaba transformando algo más que la forma de bailar de los bogotanos.
La fundación de bares con un nuevo estilo, como fue El Goce Pagano, Casa Colombia, La teja corrida y los que vinieron después, fue muy importante en ese proceso de reconocimiento social. En ese proceso que llevó a una sociedad que no dialogaba consigo misma, a transformarse en una nueva sociedad que se identificaba con nuevos códigos de interacción personal. Para las mujeres bailar con desconocidos en esos nuevos bares, sin que las manosearan, resultó ser una liberación. Podían conversar con esos mismos desconocidos sin que estos creyeran que le estaban ofreciendo sexo, necesariamente. Aunque, por supuesto, la nueva noche bogotana fue muy libre en sus hábitos sexuales. Puso en escena la consigna del amor libre pregonada por los hippies de la calle sesenta. La ciudad vieja se transformó en la ciudad de la furia salsera, aunque sus espacios continuaran siendo poco coloridos, fundamentalmente porque los bares donde la salsa creció eran poco más que tiendas remodeladas, sin mayor iniciativa en su decoración y esa fue una constante hasta la llegada de Casa Colombia y La teja corrida.
A fines de los setenta las salsotecas, casi por rebeldía contra la imagen de la clásica discoteca de espejos, terciopelos y luces dirigidas, eran más bien huecos con aspecto de bar de mala muerte donde sonaba salsa. No eran muchas, El goce, El caño de la 53, Los nuevos goces, todos eran más o menos del mismo corte: lugares mal decorados, mal ventilados y con sillas incómodas, pero con buenos pincha discos y un ambiente relajado y amable. El cambio en este estilo de bar fue sin duda La teja corrida, que nació junto a Casa Colombia, en el local que le había pertenecido al Café de los poetas. Ese lugar añadió algo que ya Casa Colombia había logrado dentro de su propuesta, tener un poco de armonía estética en sus ambientaciones. Casa Colombia y La teja corrida fueron los primeros lugares en tener una atmósfera con diseño para la rumba, evitando de paso el paradigma discotequero. Con obras de arte en las paredes y una galería permanente. Casa Colombia, por ejemplo, tuvo como primera curadora de su galería a Paulina Ponce de León. Su influencia se notó en el segundo Goce Pagano, el de la veintiséis con quinta, que era de lejos más bonito que el de la veinticuatro, aunque este desde entonces sea el “hueco” por excelencia. Una pieza de museo.
Pero Casa Colombia no solo fue importante centro del frenesí rumbero. Ellos propusieron una nueva dimensión de la música colombiana emparentada con la salsa. Los dueños del lugar, como Ios (Juan Luis Vieira) o Gustavo Bejarano, eran del grupo de hippies que había colonizado Taganga y tenían una relación con la música de la costa muy diferente a la de cualquier bogotano. Parte del encanto de Casa Colombia, fue combinar las experiencias rumberas propias de la salsa emergente con los de la curramba costeña. Los bogotanos, con dificultad, comenzaron a bailar cumbia descaderada, a gritar y a gozar con los últimos Gaiteros que quedaban sobre la tierra y que gracias a Casa Colombia encontraron una nueva oportunidad sobre la tierra, como hubiera dicho su coterráneo de Macondo.
La aparición de estos grupos colombianos en los escenarios de la salsa bogotana fue un cambio significativo en la manera de apreciar nuestra herencia musical. El chucuchucu paisa había acabado con los ritmos tradicionales y había marginado a las grandes bandas de música colombiana. Los porros, los merecumbés, todos esos aportes de Lucho Bermúdez y Pacho Galán habían sido simplificados para disfrute de la clase media con unas melodías pegajosas que les habían quitado los dientes a esas composiciones poderosas, diseñadas para orquestas que eran verdaderas Big Bands a la manera cubana y habían reducido sus melodías a unas escuálidas orquestaciones fáciles al oído de los bailadores sin ritmo. Porque la cumbia, el currulao y el guaguancó no eran ritmos apropiados para oídos patrioteros deseosos de escuchar a la Tuna javeriana y bailar después cumbias descafeinadas grabadas en los estudios Sonolux.
Con Los gaiteros de San Jacinto llegó a Casa Colombia un vendaval musical desconocido. Los salseros comenzaron a entender que la música de nuestras costas era parte de la tradición musical afrocubana. Este antecedente es importante mencionarlo porque hoy la gaita sanjacintera o la percusión del currulao es una instrumentación obligada en el movimiento de las nuevas músicas colombianas. Los gaiteros de San Jacinto recuperaron en la fría Bogotá de fines de los setenta su tradición y hoy todos los días sale un nuevo maestro de la gaita, para fortuna nuestra.
La música colombiana comenzó a cohabitar con las bandas de salsa que se estaban formando en Bogotá, como el grupo del percusionista Pantera García y Cañabrava. Los grupos vallenatos bajaron de Valledupar a la pista de Casa Colombia décadas antes de la actual explosión comercial del vallenato devenido en un remedo de sí mismo. En la actualidad hay muy buenas bandas de jazz y ritmos colombianos y de salsa que jamás hubieran existido de no haber llegado a la noche bogotana, en el momento preciso, el vallenato, el currulao del pacífico y la gaita sanjacintera.
Esa combinación musical comenzó a hacer más civilizada esta ciudad que poco a poco dejaba atrás sus viejos hábitos y comenzaba a definir una personalidad por lo menos en cuanto a la manera de divertirse, una personalidad musical enraizada en nuestras mejores tradiciones. Y apropiándose, al mismo tiempo, de las virtudes de la música cubana y boricua. Un cierto sincretismo musical bogotano que hoy se expresa en un catálogo amplio y diverso de nuevos músicos.
Obviamente, en estos bares, fueron surgiendo nuevos especialistas. Conjurados de la nueva iglesia musical. En esas noches paganas bogotanas, comenzaron a aparecer los bailarines caleños o costeños, que movían el pie con más gracia que los pobres rolos. También se multiplicaron los conocedores, los que se sabían de memoria el origen del término salsa (hoy todavía uno puede escuchar largas disquisiciones acerca de cómo y cuando se bautizó al nuevo movimiento musical); que recitaban de memoria las fichas técnicas de las grabaciones; que conocían los intríngulis del negocio de la Fania, de cómo un sello había sido absorbido por otro; de cómo había comenzado tal o cual cantante. Lo dicho, la salsa generó incluso su propio universo intelectual; una nueva conjura de especialistas en contra de los iniciados.
Pero lo fundamental es que la experiencia de la salsa cambió para siempre a la ciudad que conocíamos hasta entonces. La ciudad vieja, que ya estaba amoblada de Renaults y Mazdas que renovaron el parque automotor, estaba cambiando en aspectos mas profundos. Se generó algo que podríamos llamar frescura para compartir los espacios sociales. Los bares se convirtieron en el santo y seña de una nueva forma de convivencia. Si uno estaba desparchado un lunes, podía ir al Goce Pagano a ver una película y ver con quien se encontraba para echar carreta, o el viernes a Casa Colombia a brincar con Los gaiteros de San Jacinto, o bailar apretado con la banda vallenata. Allí uno veía conspirar a la guerrilla urbana en una mesa y por otro lado a un columnista de El Tiempo; una mesa de gente de teatro junto a un grupo de pelados de la Distrital. Puede decirse que la salsa rompió fronteras sociales y culturales. Fue algo mas que una moda musical. Así como en Nueva York sirvió como identidad cultural para los migrantes latinos, aquí nos ayudó a encontrar los cabos sueltos de nuestra riqueza musical extraviados en los vericuetos del chucuchucu que había dominado la noche bogotana en los años sesenta.
Podría alegarse que tal cambio afectó solamente a una pequeña zona social, pero también hay que mencionar que todo cambio comienza con unos cuantos inconformes. Después de aquellos primeros bares surgió El Quiebracanto, Los Café Libro, la zona rumbera de la Primero de Mayo. En fin, una actitud más relajada a la hora de divertirse se esparció, como un virus, por toda la ciudad. Una nueva forma de entender la fiesta se aposentó entre nosotros. Y eso no hubiera sido posible sin la salsa, ese goce pagano como lo bautizó nuestro querido César Villegas.
Entre 1983 y 1984 mi relación con Bogotá entró en una nueva etapa, comencé a marcharme lentamente a vivir a Quito. Al principio unos meses aquí, otros meses allá, hasta que terminé por fundar allá un bar de salsa en el que que reuní las experiencias vividas en los lugares donde había vivido la salsa en Bogotá. El nombre de mi bar, Seseribó, surgió de Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. En ese bar de nombre literario pasé casi veinte años programando música, haciendo bailar que no es lo mismo que hacer escuchar. Seseribó fue el final de mi aprendizaje con la salsa. Ya los especialistas no me intimidaron más. Pero también descubrí que la salsa era para gozarla no para intelectualizarla. Y también descubrí que Quito, como Bogotá en su momento, se salsificó. Se contagió de ese extraño virus de la alegría.
Pero esa es otra historia.
viernes, abril 25, 2014
Desventuras de un escritor de libros
Foto de Hernán Díaz |
(Este texto de G.G.M fue publicado en Colombia por El Espectador, en 1966 y la revista ECO en 1978. Sirva esta irónica reflexión, escrita durante el período en que trabajaba en Cien años de soledad, como otra lágrima en el torrente de despedida de nuestro Hermano Mayor.)
Escribir libros es un oficio suicida. Ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración, en relación con sus beneficios inmediatos. No creo que sean muchos los lectores que al terminar la lectura de un libro, se pregunten cuantas horas de angustias y de calamidades domésticas le han costado al autor esas doscientas páginas, y cuanto ha recibido por su trabajo. Para terminar pronto, conviene decir a quien no lo sepa, que el escritor se gana solamente el diez por ciento de lo que el comprador paga por el libro en la librería. De modo que el lector que compró un libro de veinte pesos, sólo contribuyó con dos pesos a la subsistencia del escritor. El resto se lo llevaron los editores, que corrieron el riesgo de imprimirlo, y luego los distribuidores y los libreros. Esto parecerá todavía más injusto, cuando se piense que los mejores escritores son los que suelen escribir menos y fumar más, y es por tanto normal que necesiten por lo menos dos años y veintinueve mil doscientos cigarrillos para escribir un libro de doscientas páginas. Lo que quiere decir, en buena aritmética, que nada más en lo que se fuman se gastan una suma superior a lo que van a recibir por el libro. Por algo, me decía un amigo escritor, todos los editores, distribuidores y libreros son ricos, y todos los escritores somos pobres.
El problema es más crítico en los países subdesarrollados, donde el comercio de libros es menos intenso, pero no es exclusivo de ellos. En los Estados Unidos, que es el paraíso de los escritores de éxito, por cada autor que se vuelve rico de la noche a la mañana con la lotería de las ediciones de bolsillo, hay centenares de escritores aceptables condenados a cadena perpetua bajo la gota helada del diez por ciento. El último caso espectacular de enriquecimiento con causa en los Estados Unidos es el del novelista Truman Capote con su libro A sangre fría, que en las primeras semanas le produjo medio millón de dólares en regalías, y una cantidad similar por los derechos para el cine. En cambio Albert Camus, que seguirá en las librerías cuando ya nadie se acuerde del estupendo Truman Capote, vivía de escribir argumentos cinematográficos con seudónimo, para poder seguir escribiendo sus libros.
El premio Nobel que recibió pocos años antes de morir, apenas fue un desahogo momentáneo para sus calamidades domésticas, porque ese galardón que tanta fama y tantos compromisos acarrea consigo solamente significa un alivio de unos 40.000 dólares, más o menos lo que en estos tiempos cuesta una casa con un jardín para los niños. Mejor aunque involuntario fue el negocio que hizo Jean Paul Sartre al rechazarlo, pues con su actitud ganó un justo y merecido prestigio de independencia, que aumentó la demanda de sus libros.
Muchos escritores añoran al antiguo mecenas, rico y generoso señor que mantenía a los artistas para que trabajar a gusto. aunque con otra cara, los mecenas existen. Hay grandes consorcios financieros que a veces por pagar menos impuestos, otras veces por disipar la imagen de tiburones que se han formado de ellos la opinión pública, y no muchas veces por tranquilizar sus conciencias, destinan sumas considerables a patrocinar el trabajo de los artistas. Pero los escritores somos gentes a quien nos gusta hacer lo que nos da la gana, y sospechamos, acaso sin fundamento, que el patrocinador compromete la independencia de pensamiento y expresión y origina compromisos indeseables. En mi caso, prefiero escribir sin subsidios de ninguna índole, no sólo porque padezco de un estupendo delirio de persecución, sino porque cuando empiezo a escribir ignoro por completo con quien estaré de acuerdo al terminar. Seria injusto que a la postre estuviera en desacuerdo con la ideología del patrocinador –cosa muy probable en virtud del conflictivo espíritu de contradicción de los escritores–, así como sería completamente inmoral que por casualidad estuviera de acuerdo.
El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalista del capitalismo, parece ser una réplica a la oferta socialista de considerar al escritor como un trabajador a sueldo del Estado. En principio, la solución socialista es correcta, porque libera el escritor de la explotación de los intermediarios. Pero en la práctica, hasta ahora y quién sabe por cuanto tiempo, el sistema ha dado origen a riesgos más graves que las injusticias que ha pretendido corregir. El reciente caso de dos pésimos escritores soviéticos que han sido condenados a trabajos forzados en Siberia, no por escribir mal sino por estar en desacuerdo con el patrocinador, demuestra hasta qué punto puede ser peligroso el oficio de escribir bajo un régimen sin la suficiente madurez para admitir la verdad eterna de que los escritores somos unos facinerosos a quienes los corset doctrinarios, y hasta las disposiciones legales, nos aprietan más que los zapatos. Personalmente, creo que el escritor, como tal, no tiene otra obligación revolucionaria que la de escribir bien. Su inconformismo, bajo cualquier régimen, es una condición esencial que no tiene remedio, porque el escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor.
Después de esta triste revisión de infortunios, resulta elemental preguntarse, por qué escribimos los escritores. La respuesta, por fuerza, es tanto más melodramática cuanto más sincera. Se es escritor, simplemente como se es judío o se es negro. El éxito es alentador, el favor de los lectores es estimulante, pero estas son ganancias suplementarias, porque un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras, aún con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan. Es una especie de deformación congénita, que explica muy bien la barbaridad social de que tantos hombres y mujeres se haya suicidado de hambre, por hacer algo que al fin y al cabo, y hablando completamente en serio, no sirve para nada.
México, julio de 1966
jueves, abril 24, 2014
Lecturas sobre Proust
Un libro lleva a otro libro. Una temporada con Marcel Proust, de René Peter (Bruguera), mencionado en una entrada anterior, me llevó a revisar de nuevo El abrigo de Proust, de Lorenza Foschinni (Impedimenta), esta lectura a su vez me hizo volver a mirar la biografía Marcel Proust, de Ghislain de Diesbach (Anagrama) y todas estas lecturas me llevaron a abrir de nuevo (después de decenas de años) Por el camino de Swann, la primera parte de la Búsqueda del tiempo perdido y ahí estoy.
Una temporada con Marcel Proust nos ofrece una imagen de Proust antes de ser el autor de su gran novela. En ese momento se encuentra corrigiendo las pruebas de su traducción de John Ruskin y haciendo notas para su Contra Saint Beuve. Es más un señorito raro de sociedad que el intelectual que la tradición occidental ha reconocido. Es el retrato de un escritor discreto que busca un editor que quiera ocuparse de sus futuros libros pagado por sus recursos personales. Esta modesta actitud fue la que hizo que Grassett publicara el Camino de Swann pagando los gastos con el dinero del autor. Por supuesto, ante el éxito inmediato, los siguientes libros fueron publicados normalmente, es decir, reconociendo derechos de autor.
Este perfil me hizo volver a revisar el libro de Lorenza Foschinni que es una encantadora búsqueda de los objetos de Proust recogidos por un coleccionista: el perfumero Jacques Guerlain. Esta historia nos traslada a una jornada proustiana en la que presenciamos la fuerte contradicción entre la burguesía francesa, tan arribista ella, tan pobre intelectualmente y la fuerza creadora de un gran autor que morosamente busca las conexiones entre las costumbres sociales y los sentimientos. Es la historia de la cuñada de Marcel Proust empeñada en desaparecer todo vestigio de la vida personal del autor, quemando sus cartas, sus manuscritos y regalando sus objetos personales, y la pasión de un coleccionista rescatando de la basura desde la cama y la biblioteca, hasta los manuscrtios y el legendario abrigo forrrado con piel de nutria, que protegía al hipocondriaco escritor parisino.
Este pequeño recorrido por la vida del ilustre novelista permite percatarse como es de débil el mundo del escritor. Alguien que hoy es celebrado como una pieza fundamental del engranaje de la literatura universal, fue menospreciado hasta donde no está dicho por una señora que jamás lo leyó pero que se sintió afectada por los gustos sexuales de su cuñadito. Proust tampoco gozó en principio de la aceptación del mundo intelectual de su tiempo y si no hubiera sido por la porfía del escritor y dramaturgo Jean Cocteau, al que debemos otros "descubrimientos", como por ejemplo Raymond Radiguet, la obra de Proust tal vez no hubiera sido apreciada en toda su magnitud.
De hecho como nos recuerda Ghislain de Diesbach en su biografía sobre Marcel, este se quejaba amargamente de que sus libros no vendían muy bien, cuando ya estaban publicados en la Pleiade, mientras que un autor, totalmente olvidado hoy, lograba colocar más de sesenta mil ejemplares por edición.
Hoy, por fortuna todo está en su lugar y la obra de Proust sigue deparando para aquellos interesados en la lectura de páginas que detallan hasta la perfección toda la imperfección humana, horas de gratísima compañía. Por eso estoy otra vez transitando las páginas de la Búsqueda del tiempo perdido y todo gracias a esas lecturas baratas, es decir de bajo precio, conseguidas en esas librerías de viejo donde el libro descontinuado aguarda pacientemente por compradores que les ofrezcan una segunda oportunidad sobre la tierra.
Una temporada con Marcel Proust nos ofrece una imagen de Proust antes de ser el autor de su gran novela. En ese momento se encuentra corrigiendo las pruebas de su traducción de John Ruskin y haciendo notas para su Contra Saint Beuve. Es más un señorito raro de sociedad que el intelectual que la tradición occidental ha reconocido. Es el retrato de un escritor discreto que busca un editor que quiera ocuparse de sus futuros libros pagado por sus recursos personales. Esta modesta actitud fue la que hizo que Grassett publicara el Camino de Swann pagando los gastos con el dinero del autor. Por supuesto, ante el éxito inmediato, los siguientes libros fueron publicados normalmente, es decir, reconociendo derechos de autor.
Este perfil me hizo volver a revisar el libro de Lorenza Foschinni que es una encantadora búsqueda de los objetos de Proust recogidos por un coleccionista: el perfumero Jacques Guerlain. Esta historia nos traslada a una jornada proustiana en la que presenciamos la fuerte contradicción entre la burguesía francesa, tan arribista ella, tan pobre intelectualmente y la fuerza creadora de un gran autor que morosamente busca las conexiones entre las costumbres sociales y los sentimientos. Es la historia de la cuñada de Marcel Proust empeñada en desaparecer todo vestigio de la vida personal del autor, quemando sus cartas, sus manuscritos y regalando sus objetos personales, y la pasión de un coleccionista rescatando de la basura desde la cama y la biblioteca, hasta los manuscrtios y el legendario abrigo forrrado con piel de nutria, que protegía al hipocondriaco escritor parisino.
Este pequeño recorrido por la vida del ilustre novelista permite percatarse como es de débil el mundo del escritor. Alguien que hoy es celebrado como una pieza fundamental del engranaje de la literatura universal, fue menospreciado hasta donde no está dicho por una señora que jamás lo leyó pero que se sintió afectada por los gustos sexuales de su cuñadito. Proust tampoco gozó en principio de la aceptación del mundo intelectual de su tiempo y si no hubiera sido por la porfía del escritor y dramaturgo Jean Cocteau, al que debemos otros "descubrimientos", como por ejemplo Raymond Radiguet, la obra de Proust tal vez no hubiera sido apreciada en toda su magnitud.
De hecho como nos recuerda Ghislain de Diesbach en su biografía sobre Marcel, este se quejaba amargamente de que sus libros no vendían muy bien, cuando ya estaban publicados en la Pleiade, mientras que un autor, totalmente olvidado hoy, lograba colocar más de sesenta mil ejemplares por edición.
Hoy, por fortuna todo está en su lugar y la obra de Proust sigue deparando para aquellos interesados en la lectura de páginas que detallan hasta la perfección toda la imperfección humana, horas de gratísima compañía. Por eso estoy otra vez transitando las páginas de la Búsqueda del tiempo perdido y todo gracias a esas lecturas baratas, es decir de bajo precio, conseguidas en esas librerías de viejo donde el libro descontinuado aguarda pacientemente por compradores que les ofrezcan una segunda oportunidad sobre la tierra.
La escritura después de gabo
¿Cómo escribir después de Gabriel Garcia Marquez? Esta es una pregunta
que se le hizo a todo escritor colombiano después de la publicación de Cien años de soledad, en 1967. En ese momento la estatura literaria que
alcanzó el autor de Aracataca parecía opacar cualquier otro esfuerzo
literario, por lo menos dentro de las fronteras colombianas. Muchos
escritores que comenzaban su tareas en aquel entonces quizá se sintieron
un poco coartados por la presencia tutelar del fabulador de Macondo. En cambio, para los
escritores, como yo, que comenzamos a escribir cuando ya la obra de
García Márquez estaba bien establecida, su presencia no sólo fue un
estímulo sino también un alivio.
Por aquel entonces, hablo de comienzos de la década de 1970, todavía se debatía mucho acerca de la diferencia entre una literatura rural y otra urbana. Se consideraba que al ser Colombia un país mayoritariamente rural (más bien provinciano, diría yo) esta debía ser la literatura posible; pero justamente García Márquez acababa de torcerle el pescuezo a la literatura rural considerada como un rezago provincial. O sea, nos quitó el peso de escribir sobre mundos que no nos pertenecían.
Los escritores de mi generación entendieron que había que comenzar a escribir sobre el mundo que realmente conocíamos, es decir, sobre nuestro barrio. Eso, por demás, era lo que había hecho García Márquez al construir su imaginario de Macondo, que no era más que el mundo de su natal Aracataca y Sucre, el municipio donde creció. Ese mundo pueblerino de la costa Caribe colombiana que era, de hecho, el barrio de García Márquez.
Él mismo después de lograr alturas míticas con Macondo, decidió volver a escribir, despojándolos de la máscara, sobre los lugares que dieron origen a su aldea imaginaria, Sucre en Crónica de una muerte anunciada, Cartagena en El amor de los tiempos del cólera e incluso escribió sobre los paisajes y sus experiencias vividas en otras latitudes, en Doce cuentos peregrinos, que incluyeron cuentos en Europa, México y Colombia.
Hoy podemos mirar la benéfica influencia de su obra en todos los escritores posteriores a él. García Márquez, ya no es un peso pesado difícil de llevar (en mi caso nunca lo fue), sino más bien una suerte. Si Jairo Aníbal Niño decía que todos los escritores deberiamos considerarnos colegas de Homero, también deberíamos sentir que gracias a García Márquez esta aproximación al legendario literato griego es más real.
García Márquez nunca fue un peso para otros escritores, fue más bien un salvavidas para la literatura que hizo flotar el deseo de contar, de narrar historias, que favoreció la existencia de nuevos narradores. Por eso y sólo por eso, ya podríamos considerarnos felices por haberlo tenido durante el breve lapso de ochenta y siete años caminando sobre la tierra.
Claro que sería mucho más perfecto si hubieran sido cien años.
Por aquel entonces, hablo de comienzos de la década de 1970, todavía se debatía mucho acerca de la diferencia entre una literatura rural y otra urbana. Se consideraba que al ser Colombia un país mayoritariamente rural (más bien provinciano, diría yo) esta debía ser la literatura posible; pero justamente García Márquez acababa de torcerle el pescuezo a la literatura rural considerada como un rezago provincial. O sea, nos quitó el peso de escribir sobre mundos que no nos pertenecían.
Los escritores de mi generación entendieron que había que comenzar a escribir sobre el mundo que realmente conocíamos, es decir, sobre nuestro barrio. Eso, por demás, era lo que había hecho García Márquez al construir su imaginario de Macondo, que no era más que el mundo de su natal Aracataca y Sucre, el municipio donde creció. Ese mundo pueblerino de la costa Caribe colombiana que era, de hecho, el barrio de García Márquez.
Él mismo después de lograr alturas míticas con Macondo, decidió volver a escribir, despojándolos de la máscara, sobre los lugares que dieron origen a su aldea imaginaria, Sucre en Crónica de una muerte anunciada, Cartagena en El amor de los tiempos del cólera e incluso escribió sobre los paisajes y sus experiencias vividas en otras latitudes, en Doce cuentos peregrinos, que incluyeron cuentos en Europa, México y Colombia.
Hoy podemos mirar la benéfica influencia de su obra en todos los escritores posteriores a él. García Márquez, ya no es un peso pesado difícil de llevar (en mi caso nunca lo fue), sino más bien una suerte. Si Jairo Aníbal Niño decía que todos los escritores deberiamos considerarnos colegas de Homero, también deberíamos sentir que gracias a García Márquez esta aproximación al legendario literato griego es más real.
García Márquez nunca fue un peso para otros escritores, fue más bien un salvavidas para la literatura que hizo flotar el deseo de contar, de narrar historias, que favoreció la existencia de nuevos narradores. Por eso y sólo por eso, ya podríamos considerarnos felices por haberlo tenido durante el breve lapso de ochenta y siete años caminando sobre la tierra.
Claro que sería mucho más perfecto si hubieran sido cien años.
martes, enero 28, 2014
Lecturas baratas
Pasó diciembre con su alegría... y la presión comercial para que vayamos de compras. Y pues, fui de compras. Visité muchos negocios entre ellos algunas librerías grandes como la Lerner, o la Panamericana y pequeñas y desordenadas, dedicadas a la venta de libros descontinuados, o libro de segunda. Y allí me di gusto.
Uno de los mitos en Colombia, donde los indices de lectura son bajos, es que los libros son caros y por eso no se lee. Esto último es totalmente cierto: se lee poco, pero no por falta de libros sino de formación. La educación en Colombia no forma para la comprensión de las ideas sino para la repetición de información. Por eso una gran mayoría de bachilleres colombianos son prácticamente analfabetos. Leen pero no comprenden totalmente lo que leen, lo cual genera un obvio rechazo hacia el acto de leer. Por eso les cansa la lectura. Es una ocupación árida de la que poco obtienen.
Otra verdad es que los libros son caros. Sin embargo los lectores tenemos muchas alternativas. La Biblioteca Luis Angel Arango, en sus sucursales de Bogotá y del resto del país, ofrece una rica colección de literatura. Y si uno quiere leer un libro que no está todavia en el fondo de la bilblioteca, uno lo pide y en un plazo prudente, el libro llega. Están también las sedes de la red de bibliotecas de Bogotá. Las bibliotecas municipales (Conozco muchas a lo largo y ancho de Colombia y sé que hay aceptables posibilidades de conseguir buenas lecturas).
Pero si uno, además de leer, gusta de coleccionar libros para hacer bibliotecas personales, las librerías de viejo o de libro descatalogado por las editoriales, son un espacio donde con algo de paciencia se pueden minar muy buenas lecturas.
En una de esas búsquedas decembrinas, por ejemplo, pude conseguir varias cositas. Puedo mencionar el Curso sobre el Quijote, de Vladimir Nabokov ($14.000, unos US.7.00), también un libro raro, titulado Una temporada con Marcel Proust, de René Peter, por solo siete mil pesitos (Menos de US 4.00). Y así, sucesivamente, compré a precio de saldo novelas de Benjamin Black (John Banville), Doris Lessing, y otros autores, todo por muy pocas monedas.
Pero bueno, solo quería subrayar que quizá el libro nuevo puede ser caro (de hecho mi mujer me regaló Bloody Miami de Tom Wolfe y pagó por él lo mismo que yo pagué como por seis libros de rebaja); pero el libro de oferta es muy barato. Así que leer es cuestión de ganas, no de falta de dinero.
Uno de los mitos en Colombia, donde los indices de lectura son bajos, es que los libros son caros y por eso no se lee. Esto último es totalmente cierto: se lee poco, pero no por falta de libros sino de formación. La educación en Colombia no forma para la comprensión de las ideas sino para la repetición de información. Por eso una gran mayoría de bachilleres colombianos son prácticamente analfabetos. Leen pero no comprenden totalmente lo que leen, lo cual genera un obvio rechazo hacia el acto de leer. Por eso les cansa la lectura. Es una ocupación árida de la que poco obtienen.
Otra verdad es que los libros son caros. Sin embargo los lectores tenemos muchas alternativas. La Biblioteca Luis Angel Arango, en sus sucursales de Bogotá y del resto del país, ofrece una rica colección de literatura. Y si uno quiere leer un libro que no está todavia en el fondo de la bilblioteca, uno lo pide y en un plazo prudente, el libro llega. Están también las sedes de la red de bibliotecas de Bogotá. Las bibliotecas municipales (Conozco muchas a lo largo y ancho de Colombia y sé que hay aceptables posibilidades de conseguir buenas lecturas).
En una de esas búsquedas decembrinas, por ejemplo, pude conseguir varias cositas. Puedo mencionar el Curso sobre el Quijote, de Vladimir Nabokov ($14.000, unos US.7.00), también un libro raro, titulado Una temporada con Marcel Proust, de René Peter, por solo siete mil pesitos (Menos de US 4.00). Y así, sucesivamente, compré a precio de saldo novelas de Benjamin Black (John Banville), Doris Lessing, y otros autores, todo por muy pocas monedas.
Pero bueno, solo quería subrayar que quizá el libro nuevo puede ser caro (de hecho mi mujer me regaló Bloody Miami de Tom Wolfe y pagó por él lo mismo que yo pagué como por seis libros de rebaja); pero el libro de oferta es muy barato. Así que leer es cuestión de ganas, no de falta de dinero.
domingo, enero 26, 2014
La marihuana es un remedio
Por Solomon H. Snyder
En una época, en los Estados Unidos, el extracto de cannabis se utilizaba con fines médicos tan corrientemente como se usa hoy en día la aspirina. No solo era un remedio patentado sino que se podía comprar sin prescripción médica. Los médicos lo recetaban para el tratamiento de una gran cantidad de dolencias, entre otras la jaqueca, las hemorragias menstruales, la ulcera, la epilepsia y las caries.
¿Por qué sabemos tan poco de esta amplia utilización de la droga? ¿Se debió su perdida de respetabilidad a razones medicas validas? ¿O son solo las restricciones legales las responsables de este dramático cambio?
La medicina occidental no sabia nada sobre la marihuana, o cannabis, antes de 1839, año en el que W. B. O’Shaughnessy, un medico irlandés de treinta años que practicaba en la India, publicó un articulo de 49 paginas sobre la droga en los Anales de la Sociedad Medica de Bengala.[1] La precisión con la que se ha logrado determinar la introducción de la droga en la medicina europea es en sí un hecho notable, ya que la mayor parte de los remedios, generalmente originados en la medicina popular, se infiltran gradualmente en la medicina y carecen de un descubridor o popularizador conocido. O’Shaughnessy era investigador, farmacólogo clínico y prácticamente al mismo tiempo, combinación bastante rara hoy en día, estudió la literatura sobre el uso de la cannabis en la medicina hindú: una tradición de 900 años. Hombre cauto, sin embargo, no se sintió satisfecho con el extenso registro que garantizaba su seguridad, y llevó a cabo una serie de experimentos en animales para caracterizar sus efectos y determinar las dosis en que debía ser administrado. Encontró que la cannabis era muy segura con los animales, siendo esta una propiedad que ha sido confirmada una y otra vez. De hecho, no pudo matar ningún ratón, rata o conejo por mas que aumentó las dosis.
Hoy se sabe que la cannabis es una de las drogas menos letales. O’Shaughnessy le recetó la droga a pacientes con ataques, reumatismo, tétano y rabia. Sus hallazgos mas claros fueron que la cannabis aliviaba el dolor, relajaba los músculos y era antiespasmódica.
Los hallazgos de O’Shaughnessy despertaron el interés de muchos clínicos europeos y pronto empezaron a aparecer descripciones de los efectos de la droga en las revistas medicas de la época que la prescribían para una gran cantidad de dolencias, tales como los retortijones menstruales, el asma, la psicosis de parto, la angina, la tos, el insomnio, la jaqueca, la desintoxicaron de narcóticos y el baile de san vito. Un investigador resume así sus empleos:
Actúa como soporífico o agente hipnótico que propicia el sueño; antiespasmódico para disminuir la tos y los calambres; calmante para las irritaciones; estimulante nervioso que elimina la languidez y la ansiedad; también hace subir la presión arterial y anima el espíritu, sin ningún perjuicio o inconveniencia indirecta o incidental; y propicia un reposo tranquilo sin causar nausea, constipar o indigestar; sin dolores de cabeza o estupor.[2]
No se deben aceptar sin precauciones tan encendidos respaldos a la droga. La “languidez y la ansiedad”, por ejemplo, se alivian fácilmente con sugestión y una pastilla azucarada. Pero los testimonios positivos de la profesión medica no eran aislados. En su popular texto, Métodos Terapéuticos prácticos, Hobart Hare, profesor de medicina del Jefferson Medical College de Filadelfia, hace la siguiente descripción:
La cannabis es muy útil para aliviar el dolor, en particular aquel que depende de molestias nerviosas; produce sueño; es gran alivio de la parálisis y ayuda a calmar los temblores… se emplea para los espasmos de la vejiga causados por la cistitis o los nervios; se emplea en los jarabes para la tos y no constipa ni deprime el sistema nervioso como la morfina.[3]
El tratado de Terapéutica de Wood decía que: “La cannabis indica se emplea principalmente para aliviar el dolor, especialmente el de carácter neurálgico, aunque también calma dolores de origen orgánico. Es igualmente útil para calmar estados de nervios y malestar general, como la neurastenia, y para aliviar los últimos malestares que acompañan a las enfermedades mortales, sobre todo la tisis avanzada… Se emplea como somnífero ligero.”[4]
En el siglo diecinueve la fuente mas importante de la cannabis para uso médico era el extracto de cáñamo que se importaba de la India. Como la India era una colonia inglesa, los médicos británicos fueron los responsables de las primeras exploraciones sobre la aplicación médica de la droga. Sucedía esto, naturalmente, mucho antes de nuestra era de superespecialización así que los médicos tenían que investigar por su cuenta y tratar a pacientes con una gran variedad de diagnosis. Uno de estos virtuosos de la medicina fue J. Russell Reynolds, un médico de la reina Victoria, quien evaluó cuidadosamente la cannabis durante un lapso de treinta años. Lo impresionaron particularmente sus propiedades para calmar el dolor. “He hallado que el cáñamo hindú es la mas útil de todas las medicinas para las enfermedades dolorosas; y especialmente en aquellos casos hoy relegados al orden ‘funcional’.”[5] Particularmente interesante en su observación de que la droga era especialmente útil contra los dolores funcionales, es decir, aquellos que agravan elementos emocionales o psicosomáticos. Quizás la cannabis podía aliviar los dolores “nerviosos” porque descargaba las inhibiciones neuróticas y tenia un efecto ligeramente sedativo y eufórico. Al obrar en forma parecida, el Fiorinal, un barbitúrico ligero combinado con aspirina y cafeína, constituye el remedio moderno mas efectivo contra los dolores de cabeza causados por la tensión. Reynolds recomendaba la cannabis especialmente para la jaqueca: “Son innumerables los pacientes con jaqueca que han alejado el dolor durante muchos años tomando cannabis al sentir los síntomas o al empezar el ataque.” En forma parecida, la prestigiosa revista inglesa, The Lancet, declaraba en una de sus crónicas sobre las terapias útiles que: “El cáñamo hindú es el mas valioso remedio conocido para el tratamiento del dolor crónico de cabeza.”[6]
Los dolores de la jaqueca postran hasta tal punto a las personas que, fuera de aliviar su agudez importa tratar de prevenir ataques futuros o por lo menos reducir su frecuencia e intensidad. En la medicina moderna dos clases diferentes de drogas sirven para estos dos fines. Los derivados del ‘Ergot’ como la ergotamina, alivian las jaquecas agudas, mientras el metisérgido (Sansert) –que es, curiosamente, pariente cercano del LSD– se usa para prevenir dolores de cabeza futuros. Existen indicios de que la cannabis puede llenar ambos papeles. Hobart Hare concluye que: “El cáñamo es el agente mas activo contra las jaquecas fuertes y para la prevención de nuevos ataques… He visto cómo eran tratados exitosamente casos muy severos y difíciles de jaqueca con esta droga, no solo para los ataques sino como profiláctico.”[7] Hare también encontró pruebas de que los efectos tranquilizantes de la cannabis pueden contribuir a su valor:
Mientras esta notable droga alivia el dolor se manifiesta una curiosa condición psíquica, o sea que la disminución del dolor parece deberse a que se pierde en la distancia de tal modo que el dolor va desapareciendo, así como desaparecería el dolor en un oído delicado si se fuera alejando del alcance del oído el tam-tam de un tambor. Este estado probablemente esta relacionado con otros síntomas menos conocidos de la droga, tales como la prolongación del tiempo.
Los calambres menstruales son una clase de dolor que se puede aliviar con una medicina que sirva especialmente para los dolores nerviosos, por que su relativa agudez está posiblemente determinada por factores emocionales. Y, efectivamente, la cannabis fue ampliamente utilizada durante el siglo diecinueve, y los médicos pronto descubrieron que hacia disminuir las hemorragias menstruales o menorragia. Sus éxitos fueron espectaculares. John Brown, por ejemplo, informo en el British Medical Journal que: “El Cáñamo es el especifico indicado para la menorragia, ninguna medicina ha dado mejores resultados; debe emplearse por esta razón en el primer lugar entre los remedios para la menorragia… los fracasos son tan escasos que me atrevo a calificarla como específico para la menorragia.”[8] Aún mas tajantemente, Robert Batho, afirmaba en el mismo órgano que: “La cannabis es par excellence el remedio contra la menorragia… tan grande es su virtud para controlar la menorragia que es de gran ayuda en el diagnostico de casos en los que no se sabe si ha ocurrido un aborto.”[9]
Para que se pueda usar en un diagnostico la receptibilidad hacia una droga esta tiene que ser en extremo segura. La explicación de por que la cannabis hacia disminuir las hemorragias menstruales con tanta regularidad permanece en el misterio.
Igual a los actuales calmantes narcóticos como la deína, la cannabis se usó frecuentemente para controlar la tos. Hoy en día esta no parece ser un área importante de la terapéutica, pero en el siglo diecinueve, cuando la tuberculosis mataba mas hombres y mujeres que cualquier otra enfermedad, y causaba gran debilidad al simplemente provocar una tos incesante y rebelde, cualquier medicina que pudiera aliviar la tos era una bendición.
Como la cannabis fue introducida en una época en que los opiáceos eran libremente recetados y por la tanto la adicción era mas generalizada, fue apenas natural que se la ensayara a manera de complemento en la desintoxicación del opio y otras drogas que causan dependencia, como también el alcohol y el hidrato de cloro. Edward Birch, por ejemplo, informaba así en The Lancet:
Estoy satisfecho con su inmenso valor para desintoxicar a los pacientes del opio y el hidrato de cloro… lo que más me impresionó fue la virtud de la droga para hacer disminuir el apetito del opio o cloro y para restaurar la habilidad de apreciar la comida… Receté la cannabis simplemente con la intención de utilizar una medicina conocida contra el insomnio, pero sus efectos fueron mucho mas allá de la simple conciliación del sueño.[10]
El valor potencial de la cannabis en la desintoxicación de pacientes alcohólicos o que dependan del opio fue descubierto de nuevo cincuenta años mas tarde en el curso de la intensa investigación sobre el problema de la marihuana en la ciudad de Nueva York que auspició el alcalde Fiorello La Guardia. Se encontró que al sustituir la heroína por la cannabis. “Los síntomas de la desintoxicación fueron o aliviados o eliminados con mayor rapidez. Los pacientes se sintieron mas tranquilos y optimistas, su condición física fue restaurada mas pronto y expresaron deseos de volver a sus ocupaciones habituales.”[11] Cuando Rogers Adams aisló de tetrahidrocannabinol,[12] también se ensayaron, aunque con resultados equívocos, para el alcoholismo y la dependencia de la heroína.[13]
¿Por qué razón sirve la cannabis para facilitar la desintoxicación del opio y del alcohol? Su utilidad quizá esté relacionada con sus efectos de droga tranquilizante y contra la ansiedad. Los tranquilizantes como el Librium y el paraldehído también se utilizan para la desintoxicación alcohólica, sobre todo para el delirium tremens. Al revisar los informes sobre el uso de la cannabis en la desintoxicación narcótica o alcohólica, salta a la vista la sugerencia de los investigadores de que además de disminuir el ansia por el agente narcótico, la cannabis siempre parecía tener un efecto tónico general pues mejorada el estado físico del paciente, le infundía animo y aumentaba su apetito.
En el primer informe de O’Shaughnessy sobre los empleos médicos de la cannabis se cita su eficacia para controlar las convulsiones. En ese tiempo se echaban en un mismo costal convulsiones de origen patológico muy diferentes. Hoy en día la epilepsia se puede considerar aparte de las otras causas de convulsiones. Hubo, pues, informes sobre el empleo de la cannabis en el tratamiento de la corea que resulta de la fiebre reumática, en la que los movimientos violentos de los brazos, la danza de San Vito, se parecen a las convulsiones epilépticas. [14] Sin embargo su posible utilidad para la epilepsia no fue examinada hasta que el examen rutinario de muchas sustancias químicas para encontrar sus propiedades antiespasmódicas con animales sugirió que el ingrediente activo de la cannabis sintetizado por Adams podría tener propiedades antiespasmódicas.[15] Basados en esto, Davis y Ramsey ensayaron algunos análogos del tetrahidrocannabinol con niños epilecticos.[16] En esa época, a fines del 40, los ataques convulsivos de la mayor parte de epilépticos se podían controlar con Dilantin o fenobarbital, que aún siguen siendo las principales drogas antiepilépticas en la practica medica. Para tratar de evitar el uso de un dudoso agente nuevo con niños que podían ser tratados con drogas adicionales, Davis y Ramsey escogieron a cinco niños epilépticos hospitalizados cuyos ataques no podían ser controlados con fenobarbital, Lilantin o alguna combinación de las dos. En contraposición, con tetrahidrocannabinol, dos de los tres niños prácticamente no tuvieron mas convulsiones mientras que los otros tres ni mejoraron ni empeoraron respecto al tratamiento anterior.
Es notable que muchos de estos informes médicos nunca mencionen las propiedades intoxicantes de la droga. Rara vez, o casi ninguna, hay indicios de que los pacientes debió de haber cientos de miles que tomaron cannabis en Europa en el siglo XIX se “trabaran” o cambiaran su actitud hacia el trabajo, el amor, sus semejantes o su patria. Es muy importante que las plantas se cannabis cultivadas hace cincuenta u ochenta años fueran diferentes de las que se cultivan en la actualidad. Probablemente la diferencia dependa de la expectativa del paciente. Cuando la gente consulta a un medico sobre alguna enfermedad espera un tratamiento específico no “trabarse”. Las investigaciones mas recientes indican que los efectos mentales de la cannabis dependen en gran parte de la expectativa del sujeto. Cuando hablamos de la expectativa del paciente, pensamos en los efectos de la sugestión por parte del medico, que, sin la droga, puede tener efectos terapéuticos válidos. Esto sucede sobre todo con los dolores nerviosos. Por lo tanto, los entusiastas informes sobre la cannabis en cuanto remedio deben ser interpretados con cuidado hasta que los resultados sean confirmados por investigaciones modernas a prueba de sugestión.
Como la cannabis se empleó en el siglo XIX como analgésico y tranquilizante y como el opio era en ese entonces la droga mas generalizada para estos fines, es apenas natural que muchos informes médicos sobre la cannabis se hayan concentrado en la comparación de las virtudes e inconvenientes de las dos drogas. Una de las características de mas valor en la cannabis, muy clara para los médicos decimonónicos y todavía confusa ante los ojos de la oficina de narcóticos de los Estados Unidos, es que su uso prolongado no origina el desarrollo de la tolerancia (es decir, el aumento de resistencia a la droga que obliga a aumentar la dosis para producir los efectos originales) ni causa de dependencia física. Este hecho fue comentado una y otra vez en el siglo XIX, fue confirmado por la investigación medica y sociológica del comité La Guardia, y ha sido comprobado en los estudios de los tres últimos años que usaron tanto la cannabis cruda como el THC.
Además, los productos de la cannabis con mucho menos tóxicos que los opiáceos. Estos, incluidas la morfina y la heroína, pueden matar al comprimir los centros respiratorios del cerebro con dosis, apenas un poco mas grandes que las dosis terapéuticas usuales. En cambio, el carácter toxico mínimo de la cannabis que fue demostrado por O’Shaughnessy ha sido comprobado una y otra vez.
¿Pero cuales son sus efectos en las funciones vegetativas del cuerpo? Los opiáceos disminuyen las revoluciones de los intestinos y usualmente son causa de constipación. Como los alcaloides opiáceos retardan las secreciones biliosas y pancreáticas, la digestión de alimentos se hace más lenta. Los opiáceos retardan la secreción de bilis al constreñir los conductos de tal modo que aumentan la presión interior causando agudos cólicos. Otro aspecto desagradable de los opiáceos es que tienen una tendencia a causar náuseas y vómito. La cannabis no tiene ninguno de estos efectos.
Los opiáceos son mejor que la cannabis en un aspecto importante. Son más efectivos contra el dolor. La morfina es el bálsamo preciso para el inaguantable cólico producido por un calculo en los riñones o para el aplastante dolor de pecho de un ataque al corazón. Para estas condiciones la cannabis es demasiado débil. Pero su efecto analgésico relativo no es de ningún modo razón para el abandono de la cannabis por parte de la medicina moderna. Sirve en muchos casos como el de la jaqueca o el de los retortijones de la menstruación, donde la aspirina no alivia lo suficiente y los opiáceos son demasiado poderosos, además de que pueden ser causa de adicción. La cannabis podría tener un papel útil en el tratamiento de ambas dolencias.
Volvamos ahora a nuestra pregunta original: ¿Por qué ha sido tan descuidada la cannabis en los últimos años? Aunque las restricciones legales son en gran parte las culpables no pueden ser la única razón. Mucho antes de la marijuana Stamp Act de 1937, a fines del pasado siglo y principios de este, el empleo de la marihuana ya estaba disminuyendo.
Siempre se habían presentado problemas para recetar la droga. Es insoluble en agua y no se pueden aplicar en inyecciones intravenosas para que surta efecto mas rápidamente. Además, la demora para que comience a surtir efecto cuando se traga –una o dos horas– es mas largo que la de muchas otras drogas.
Aun mas complicada era la dificultad para conseguir remesas standard de cannabis durante el siglo XIX. Había variaciones de potencia entre las diferentes remesas, probablemente por que la cantidad de resina en las plantas varias según los grados de madurez, humedad, características del suelo, temperatura y época del año. Esto fue lo que hizo el empleo de la droga muy controvertido cuando se empezó a usar en la medicina europea. Por un lado, médicos de gran reputación la recomendaban como una especie de droga milagrosa. Mientras que otros, irritados por su fracaso en lograr los éxitos terapéuticos de sus colegas, se mostraban de acuerdo con la conclusión de Oliver según la cual la cannabis “a duras penas merece un lugar en nuestra lista de remedios”.[17] Es probable que estos “fracasos terapéuticos” simplemente resultaran de preparaciones débiles o inactivas. Esta variabilidad era conocida hasta por el mismo O’Shaughnessy, quien observó un deterioro considerable de la droga con el transporte de la India a Inglaterra, “pues había obtenido notables efectos en ultramar con el extracto de medio grano… y consideraba que un grano y medio era una dosis grande. En este país había recetado hasta diez o doce granos para que se produjera el efecto deseado”. Reynolds, cuya gran experiencia con la cannabis ya ha sido mencionada también conocida bien es falta de uniformidad: “La droga es tal, que por su naturaleza y las formas de administración, está sujeta a grandes variaciones de potencia… Los extractos no se pueden elaborar uniformemente, por el cáñamo cultivado en diferentes estaciones y regiones varia en la cantidad de sustancia terapéutica que contiene.”
Reynolds, un sabio y astuto clínico, también percibió otra dificultad, la variabilidad en la reacción de diferentes individuos a las mismas dosis de cannabis: “Los individuos varían ampliamente en sus relaciones con muchos remedios y artículos dietéticos en particular los de origen vegetal, tales como el té, el café, la ipecacuana… y la cannabis.”
A mediados del siglo XIX, sin embargo ninguna de estas dificultades parecía insuperable. Las variaciones de reacción individual y de potencia en las diferentes remesas de la droga se podía resolver fácilmente al recetar a los nuevos pacientes pequeñas dosis que luego podían ser gradualmente aumentadas. La demora de una o dos horas para que la droga empezara a surtir efecto podía tolerarse puesto que la cannabis no se emplea en situaciones de peligro mortal. Por esta misma razón no parecía problemático el hecho de que la cannabis no se pudiera disolver en agua o ser inyectada intravenosamente.
La introducción de nuevas drogas sintéticas fue tal vez lo que causó la decadencia de la cannabis. Un factor preponderante fue la introducción de la jeringa hipodérmica en la medicina norteamericana. Esta facilitó el empleo de drogas opiáceas solubles en agua y de acción rápida, práctica que se generalizó cuando numerosos heridos de la Guerra Civil fueron tratados con morfina intravenosa. Aunque el peligro de adicción a los opiáceos es harto conocido desde la antigüedad, los médicos lo ignoraron cuando se les presentó el conveniente recurso de la morfina inyectable. Esta adicción se extendió tanto entre los soldados que la habían recibido para sus heridas que llegó a llamársela, después de la Guerra Civil, la “enfermedad de los soldados”.
Unos pocos médicos prudentes advirtieron lo que pronto serían trágicos resultados de este atolondrado empleo de la morfina. Mattison, en 1891, le recordó estos problemas a sus colegas y recomendó el empleo de la cannabis: “Por su deseo de obtener efectos rápidos, se hace tan fácil el uso de esa perjudicialidad droga moderna, la morfina hipodérmica, que (los jóvenes médicos) tienden a olvidar los resultados remotos de la administración indiscriminada de la morfina. Ojalá que la sapiencia que han heredado de sus mayores profesionales… les sirva para evitar el remolino de los narcóticos en el que tantos pacientes se han ido a pique.” En cambio pensaba que “Mi experiencia confirma lo siguiente: la cannabis indica es un calmante e hipnótico seguro y efectivo.”[18]
Fuera del empleo creciente de la morfina, los nuevos analgésicos sintéticos como la aspirina y los nuevos tranquilizantes y píldoras para dormir como los barbitúricos y el hidrato de cloro reemplazaron gradualmente la cannabis. Naturalmente que como la morfina estas nuevas drogas, a pesar de ser mas efectivas que la cannabis, también tienen sus inconvenientes. La aspirina parece ser un calmante menos potente que la cannabis y carece de sus efectos sedantes. Los barbitúricos naturalmente, se prestan al habito. Y lo que es peor, la dosis mortal de barbitúricos es tan peligrosamente cercana a la dosis terapéutica que estas drogas son el medio químico mas empleado para suicidarse. Quienes las usan sin discriminación para descansar de noche, aunque no sean adictos, a menudo mueren accidentalmente por dosis excesivas o por la acción sinérgica de los barbitúricos y las bebidas alcohólicas. Es muy instructivo comparar, como lo hizo el doctor T. Mikuriya, la producción entre las dosis mortales y efectivas del Seconal, el alcohol y el THC puro. Esta producción, llamada el “factor de seguridad” de las drogas, es de cerca de diez para el seconal y el alcohol, y de cuarenta mil para el THC.
Resumamos: la cannabis fue desechada por la medicina por diferentes causas. La principal fue la variabilidad de potencia en la droga, debida a las variaciones en el contenido de THC de diferentes plantas. Otras razones fueron su insolubilidad, la lentitud de su acción después de ser ingerida y también el uso creciente de la morfina, la aspirina y los barbitúricos. El caso se cerró cuando la cannabis se volvió prácticamente inconseguible como resultado de la Marijuana Stamp Act de 1937.
Sin embargo algunas de esas objeciones al empleo medico de los extractos de cannabis podrían resolverse pronto a nuevas investigaciones. Desde que aisló y sintetizó el delta-I-tetrahidrocannabinol en 1964, se ha demostrado que este ingrediente activo puro reproduce con bastante fidelidad los efectos conocidos de la cannabis. Puede ser administrado en su forma pura y en dosis calculables con resultados previstos.
Mas interesante aun es la posibilidad de desarrollar variaciones de la molécula de THC que puedan conservar selectivamente algunas de las propiedades de la cannabis. No se trata de especulación pura. Recientemente, Sim ensayó varias de las variantes de la molécula de THC con seres humanos.[19] Una de esas hace bajar notablemente la presión arterial y produce pocos, o ningún cambio mental. Sim sugirió que esta droga puede ser útil para pacientes con la tensión arterial alta. O’Shaughnessy sugería en su informe original que la cannabis podía emplearse contra lo que probablemente eran casos de tensión arterial alta. En la actualidad hay varias importantes compañías de drogas norteamericanas que trabajan febrilmente en la síntesis de variantes del THC con el fin de desarrollar drogas útiles en la medicina. Esta actividad, por supuesto, prosigue a pesar de que oficialmente la cannabis sea considerada como una “droga peligrosa”.
[1] O’Shaughnessy, W. B. Trans, Med. Phys Soc., Bengala, 1838-1840. P. 71.
[2] Aulde, J.: Ther. Gazette
[3] Hare, H.A., y Chrystie, W.: A System of Practical Therapeuties. Lee Brothers, Filadelfia, 1892, vol. 3.
[4] Wood, H.C.J.: Treatise on Therapeutics, 6ª Edición, J.B. Lippin-cott and Company, Filadelfia, 1886.
[5] Reynolds, J.R.: The Lancet, 22 de marzo, 1890, p. 637.
[6] Letter from London: The Lancet, 3 de diciembre, 1887, p. 732.
[7] Here, H.A.: The Gazette, 11:225, 1887.
[8] Brown, J.: Brit. Med. J., 26 de mayo de 1883, p. 1002.
[9] Batho, R.: Brit. Med. J., I: 1004, 1883.
[10] Birch, E. A.: The Lancet. 30 de marzo, 1889, p. 625.
[11] Allentuuck, S., y Bowman, K.: Amer. J. Psych., 99:248, 1942.
[12] Adams, R.: Bull. N.Y. Acad. Sci., 18:705, 1942.
[13] Thomson, L., y Proctor, R. C.: North Carolina, Med. J., 14:520, 1953.
[14] Douglass, J.: Edimburgh Med. J., 14:777, 1896.
[15] Loewe, S., y Goodman, L.S.: Fed. Proc., 8:285, 1949.
[16] Davis, J.P. y Ramsey H.: Fed. Proc., 8:285, 1949.
[17] Mattison, J.B.: St. Louis Med. Surg. J., 61:265, 1891.
[18] Mikuriya, T.: New Physician, noviembre de 1969, p. 902.
[19] Si,, V.: Psychotomimetic Drugs, editado por Efron D.H.: Raven Press, New York, 1970, ‘. 332.
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