Por Roberto Aguilar
Roberto Aguilar es un lúcido periodista ecuatoriano. Mantiene el blog Estado de propaganda donde analiza los medios y el lenguaje del poder en Ecuador. Sus comentarios y algunos de sus tuits, fueron utilizados por la Secom, oscura oficina de censura de prensa del Régimen para silenciar y disolver a la ONG Fundamedios, donde Roberto colabora. Además, la Secom ha tramitado un llamado de "confesión judicial" a Roberto, embeleco jurídico que en palabras simples se traduce en un vulgar juicio por delitos de opinión. El razonamiento de estos censores es impecable: Aguilar nos acusa de perseguir a los periodistas, lo cual consideramos una calumnia, entonces como respuesta a la acusación perseguirmos al periodista que hace la denuncia.
La siguiente y muy reciente columna de Roberto ilustra el inane discurso del poder en Ecuador. Lo que en Argentina el Kirchnerismo llama "El relato". Las palabras del poder.
El Ecuador no es una democracia. Lo será
un día. El correísmo ha sido muy sincero al respecto. No es un nuevo
país sino el proceso de construcción de ese nuevo país lo que defiende y
nos ofrece. La Senplades lo llama “proceso de construcción de un Estado
democrático para el buen vivir”. O sea, el verdadero Estado
democrático. El plazo para construirlo es incierto pero la historia de
cómo ocurrirá ya está escrita. De esa certeza proviene la confianza en
sí mismos y la jactanciosa superioridad que funcionarios y militantes
demuestran en sus dichos y en sus hechos. Sólo ellos saben hacia dónde
va la historia. Más aún: saben cómo llegar allá y tienen las
herramientas necesarias. Basta con aplicar el proyecto político trazado
por su Movimiento, intérprete legítimo y vanguardia de la historia que
tiene por misión encaminar a la sociedad en la ruta correcta. Y en eso
estamos: no seremos una democracia pero estamos bien encaminados.
Roberto Aguilar |
El problema son los que no se dejan
encaminar. Los que se oponen al proyecto, que es como oponerse al curso
de la historia: un esfuerzo inútil, una pérdida de tiempo que sólo
consigue retrasar lo inevitable. Es el caso de las protestas que esta
semana se reactivaron en el país. Lo malo con quienes participan en
ellas es que, como dijo Ricardo Patiño nomás el otro día,
“están equivocados totalmente en la historia”. En otras palabras: eso
de protestar y manifestarse en las calles es una etapa totalmente
superada. Estaba bien para los tiempos en que los hoy correístas eran
unos pobres arrastrados y muertos de hambre que protestaban también.
Ahora que tienen el poder se supone que las demandas de aquel entonces
han sido atendidas debidamente (de hecho todos ellos ya se compraron
carro y casa), así que no quedan razones para protestar. “Yo participé
en las huelgas nacionales de los ochenta –recuerda Patiño– haciendo
reivindicaciones que sí eran políticas pero atendían adecuadamente al
momento histórico. Ahora no”.
Ayer sí, ahora no. Nosotros sí, ustedes no.
Esta pretensión de conocer el curso de la
historia es –ya lo han dicho varios analistas– un convencimiento
religioso. ¿Qué más podría ser? El correísmo pudo haberlo heredado de su
profundo conservadurismo católico pero también de sus más ortodoxas
fuentes marxistas. La creencia en el papel redentor de los justos (papel
que los marxistas adjudican al proletariado y los correístas a sí
mismos) es una cuestión de fe. La sociedad del buen vivir del correísmo,
lo mismo que la sociedad sin clases del marxismo tal como la describe
Mircea Eliade en su Historia de las creencias religiosas,
recoge la esperanza escatológica judeo-cristiana del fin absoluto de la
historia. Para Marx, esa nueva edad de oro de la humanidad será el
resultado de la subversión del orden y de los valores burgueses operada
por los desposeídos. Para el correísmo, en cambio, se trata de un
proyecto ejecutado por el Estado. En esto nuestro líder ha tenido la
brillante idea de seguir los pasos de Stalin, que lo hizo tan bien y
tuvo tanto éxito. Más aún: el proyecto en sí consiste en la construcción
del Estado: un “Estado democrático para el buen vivir” que será la
expresión de la verdad (la verdadera libertad, la verdadera justicia, la
verdadera democracia) y de la felicidad humana. El espíritu de la
historia de este país alcanzará su realización en el Estado correísta.
Si Marx resucitara para verlos diría que los correístas son hegelianos
de derecha.
Bajo este esquema, ser ciudadano es un problema de fe.
Para avivar la llama de esa fe, la
retórica correísta está plagada de promesas de futuro. La propaganda
repite que “El Ecuador va” y los medios del gobierno construyen la épica
de ese proceso entre los desvaríos apologéticos de Carol Murillo y Omar
Ospina. “El Ecuador no para”, redunda la agencia Andes en el título de
uno de sus programas de entrevistas. Mientras tanto, la tecnocracia se
mueve en territorios semánticos regidos por conceptos pletóricos de
optimismo: proyecto, construcción, avance… Todo está por hacerse y eso
es bueno. “Estamos avanzando en el proceso de transformación del sistema
educativo”, asegura René Ramírez. “Hemos iniciado el proceso de
construcción de la soberanía alimentaria”, reseña un reciente documento
oficial sobre la materia. “Estamos avanzando en hacer cumplir la ley a
las empresas”, sentencia un satisfecho superintendente Pedro Páez.
“Estamos avanzando en la verdadera libertad de prensa”, promete el
propio Rafael Correa. “Estamos avanzando en el proceso de construcción
de la innovación social”, asegura el rector de una de las nuevas
universidades del Estado. Y así con todo. En todo estamos avanzando,
nada está listo. El proyecto es de tal magnitud (se trata nada menos que
de instaurar la verdad sobre la tierra) que nada podría estarlo.
Incluso aquellas cosas que creíamos ya tener, resulta que recién se
están haciendo.
¿No llevamos años escuchando sobre el
cambio de la matriz energética y contemplando cómo el gobierno gasta a
manos llenas en un puñado de hidroeléctricas a precio inflado? Pues
resulta que, en ese tema, no sabemos ni hacia dónde vamos. No todavía.
En serio. Recién en abril de este año se desarrolló “una nueva etapa”,
no la última, “en el proceso de construcción de la Agenda Nacional de
Energía”, un “documento de política pública que, según la información oficial,
“servirá como la base fundamental para desarrollar y aplicar una
estrategia energética a corto, mediano y largo plazo”. Es decir que las
decisiones inmediatas sobre temas energéticos en el Ecuador están siendo
tomadas sobre la base de un documento que aún no existe. Lindo, ¿no? Y
mientras el Cotopaxi no cesa de echar humo y El Niño besa nuestras
costas, podemos decir con orgullo que “estamos avanzando en la
construcción de un Ecuador preparado en gestión de riesgos”, como
anticipó la semana pasada un funcionario del ministerio respectivo. O
sea: no estamos preparados para una catástrofe natural pero lo
estaremos. ¿Cuándo será eso, ya que ocho años fueron insuficientes? Y,
de paso, ¿cuándo tendremos al menos una agenda de energía? ¿Cuándo
terminaremos de transformar el sistema educativo? ¿Cuándo alcanzaremos
nuestra soberanía alimentaria? ¿Cuándo cumplirán con la ley las
empresas? ¿Cuándo tendremos libertad de prensa? ¿Cuándo seremos una
sociedad de innovadores? La respuesta es una sola y resulta obvia:
cuando hayamos terminado de construir el Estado democrático para el buen
vivir. Nomás tengan fe.
¿Y cuándo será eso? Imposible decirlo. Al
cabo de ocho años de construcción a todo trapo, el avance de la obra es
el que describió el propio presidente en diálogo con la prensa
extranjera, apenas en junio pasado: “empezamos por fin a construir la
verdadera libertad”. Empezamos por fin. Es decir: recién. Ocho años de
correísmo apenas han servido para poner las bases de un proceso que se
perderá en los confines de la eternidad y no conoce retorno. ¿Ven cómo
la reelección indefinida resulta imprescindible? Lo único que sabemos
con certeza es que el proyecto político se realizará el día en que el
correísmo consiga la victoria final en la lucha entre el Estado y sus
enemigos.
Considérese ahora la extensa lista de
enemigos: la derecha y los medios que conspiran; los movimientos
sociales, los gremios, los sindicatos, las organizaciones indígenas que
no representan a nadie y tienen que ser reemplazados por otras cuya
representatividad esté garantizada por el Estado; las fundaciones y
oenegés que incursionan ilegalmente en la política y tendrán que
desaparecer o sujetarse a los controles del Estado; los defensores de
los derechos humanos y las asociaciones ecologistas que perdieron el
tren de la historia; los organismos internacionales que defienden los
valores de la democracia burguesa; la oligarquía y los politiqueros, los
tirapiedras y los terroristas, los aniñados, los pelucones, las
coloraditas, las gorditas horrorosas y otros trogloditas, la argolla de
buitres y gallinazos, los bichos que le llegan a la cintura al
presidente y a quienes da ganas de caerles a patadas, de cometer
microbicidio con ellos, en fin, todos los rezagos del viejo país que
todavía subsisten agazapados…Cuando todas esas fuerzas hayan sido
finalmente exterminadas o reducidas, puestas bajo control y
disciplinadas, cuando el Movimiento haya conseguido encaminarlas a todas
o desaparecerlas, sólo entonces la revolución habrá triunfado, el
proyecto político de la felicidad y el buen vivir se habrá impuesto y
tendremos, por fin, una democracia plena, verdadera. El “Estado
democrático para el buen vivir” estará finalmente construido y el
ministerio de Fredy Ehlers será perfectamente comprensible.
Porque en la verdadera democracia no
tienen cabida los que joden: la derecha y los medios privados, los
movimientos sociales independientes y los ciudadanos críticos. Como
todos ellos todavía existen, la única democracia posible es la burguesa.
Pero la democracia burguesa vale tres atados. El correísmo no la
quiere. Prefiere dedicarse al microbicidio para preparar el advenimiento
de la otra, la verdadera. Por el momento, a falta de una democracia
verdadera, una libertad verdadera y una justicia verdadera que ya
vendrán, nomás tengan fe, la democracia, la libertad y la justicia a
secas quedan en suspenso. Hasta el fin de la historia. Amén.
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