A propósito de la entrada anterior, recordé que escribí esta nota para la revista Diners de Ecuador.
Poco a poco la obra de Tomás González ha terminado por ser uno de los trabajos literarios más reconocidos en Colombia. Desde su novela inicial, Primero estaba el mar, publicada por el legendario bar El Goce Pagano de Bogotá, en una edición para los amigos, hasta Niebla al mediodía, su novela más reciente, es un conjunto de títulos que hoy se lee en varios idiomas. Una obra construida a partir de pequeñas historias, con grandes personajes, narradas con las palabras precisas.
Este libro, para decirlo en pocas palabras, se lee con pasmosa facilidad. Esto no significa que sea una trama liviana, sino más bien que es una novela narrada con mucha eficacia. Sus poco más de cien páginas dejan la impresión de que uno ha leído muchas más. Tal la intensidad del relato.
Niebla al mediodía está contada desde la perspectiva de cuatro personajes que van construyendo un lugar casi metafísico poblado por personajes que practican yoga y meditación zen; paisajes con amenazantes riscos, cascadas, una laguna sin fondo y mucha guadua. Las ciudades aparecen apenas como un eco lejano de si mismas: Bogotá, Nueva York, Cartagena. Hay también algún pueblo lejano de la zona cafetera donde un cura con ínfulas modernistas derriba la iglesia de guadua construida por Raúl, una parábola sobre la debilidad del arte frente al pragmatismo.
Lo fundamental para Tomás González, cuya vida cotidiana transcurre en un paisaje idéntico al descrito en esta novela, es el paisaje interior de sus personajes. A través de ellos va elaborando una trama de relaciones existenciales en la que queremos, como lectores, permanecer. Y esto es algo que solo los buenos escritores consiguen: espacios donde queremos estar. Aunque sea, como en este caso, el lugar de un crimen fantasmal.
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