A propósito de la entrada que publiqué sobre El conde de Montecristo, he tenido varias conversaciones con amigos y escritores interesados en leer a los llamados autores clásicos y de ahí me han surgido varias inquietudes.
Leer a los clásicos es una recomendación que suele caer en el vacío. Es una frase hueca que en realidad niega la lectura de esos libros. Es como la pregunta que suelen hacer los malos periodistas a los malos lectores, ¿Que libro tiene en la mesa de noche? Y los malos lectores siempre contestan con un lugar común que evoluciona con las generaciones. Hace cuarenta años respondían: María de Jorge Isaacs, o La voragine de Rivera, hace treinta años citaban a Cien años de soledad, desde hace veinte, quizá a Saramago, o a cualquier escritor que aparezca en las revistas de sociales más de una vez. Pero en todas las épocas es una forma de decir, no leo nada.
Leer a los clásicos les suena aburrido a los lectores contemporáneos. Son historias, como El conde de Montecristo, que uno ha visto en el cine, o cuyas líneas generales ha escuchado mencionar, como en el caso de El Quijote, la historia de un viejo loco que confunde los molinos de viento con gigantes.
Los clásicos son aquellos libros que todo el mundo cree conocer pero muy pocos han leído. Son libros castigados bajo el mote de clásico, un eufemismo para designar lo que está olvidado, no interesa o se considera superado por lo moderno.
Sin embargo.
Yo creo que leer a los libros considerados clásicos del siglo XIX o XVII trae enormes recompensas. Sin embargo, ¿cómo llegar a ellos, cómo borrar esa barrera eufemística que impide al lector moderno disfrutar de esas novelas maravillosas?
Yo creo que lo primero que se debe hacer es sacudirse del yugo del término “clásicos” para referirse a libros como Los tres mosqueteros de Dumas, o La letra escarlata, de Hawthorne o Los demonios de Dostoyevsky. Y sobre todo, no pensar que uno va a "leer a los clásicos", pues nadie lee de esa manera. Uno no lee a los "autores modernos", uno lee a autores como, John Banville, Tomás González o Juan Gabriel Vásquez. Autores concretos y reales, no una razón social. Los clásicos se han convertido en razón social para negarlos, para no tener que leerlos, a lo sumo tenerlos encuadernados en cuero de imitación decorando el mueble más cercano al bar de la casa.
El secreto para leer una de estas novelas escondidas bajo ese mote innombrable consiste en abrir la primera pagina. A partir de ahí les aseguro que esos libros hacen la tarea solos. Esa primera página los llevara a la siguiente pagina y a la siguiente y a la siguiente. Así me pasó con el conde de don Alejandro Dumas y así nos va a pasar a los que nos embarquemos este año en la lectura de alguna de las obras de Charles Dickens, autor del cual celebramos su segundo centenario de nacimiento.
Novelas como las de Dickens, Balzac, Flaubert o Stevenson, son gasolina para la aventura. Boletas de primera fila para presenciar la comedia humana. Son la puerta de entrada a una maquina de narrar que aunque fabricada hace dos siglos tiene una dinámica y agilidad que muy pocos artefactos narrativos modernos pueden ofrecer.
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