A veces abro libros que reposan en mi biblioteca desde hace varios años. Lecturas de otro tiempo que continúan ahí tal vez porque alguna vez los volveré a leer, o porque los colecciono, o por cualquier otra razón. A veces abro esos libros y leo pasajes que me recuerdan sensaciones que tuve cuando los leí; también hay ocasiones en que no recuerdo nada y me sorprendo de ellos. En esos casos termino leyéndolos de nuevo, como si fuera la primera vez.
Es el placer de los libros nuevos que a veces los libros viejos nos ofrecen. Algo así como el placer que deparan los libros publicados hace dos o tres siglos y cuya calidez sigue conmoviéndonos.
Durante esas lecturas curiosas a veces abro un libro y encuentro un párrafo, una frase subrayada que corresponde a sentimientos y curiosidades de otra epoca de mi vida. Que me recuerdan al lector curioso que era y que sigo siendo de otra manera.
En esos casos siento renovada mi fe en la lectura, en el placer de la lectura.
Aquí va uno de esos párrafos subrayados por mí en alguna lectura de hace muchos años. Lo encontré en el primer capítulo de una de las últimas novelas de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero (1979). En él habla de los libros nuevos.
Es un placer especial el que te proporciona el libro recien publicado, no es solo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez, continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después de perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras? Nunca se sabe.
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