Hace poco participé en una conferencia junto con varios expositores sobre la literatura en Bogotá. La pregunta a resolver era ¿Hay algún factor qué hace especifica a la literatura que se escribe en Bogotá? ¿Hay un sello característico? ¿Un contenido particular? Los sitios geográficos, evidentemente no. ¿La miseria de sus habitantes como la describió José Antonio Osorio Lizarazo? Tampoco, necesariamente.
Bogotá es una ciudad que ha sido descrita como el cielo o como el infierno, en realidad, mas como el infierno que como un lugar amable. De hecho uno de los participantes en la mesa, Juan Álvarez, citaba el comentario irónico que le había hecho un amigo suyo, canadiense, que había visitado recientemente la ciudad y al cual tanta amabilidad de los bogotanos le resultaba sospechosa. Ladina. La de la puñalada trapera lanzada con una sonrisa en la boca.
Con creencias así Bogotá es una ciudad que pierde con cara pero también con sello. La ciudad de la violencia donde cada noche dos personas pierden la vida, esencialmente en peleas de tragos. Donde tres de cada diez atracadores lo hace por joder, por cuadrase la rumba del fin de semana.
Esa es la ciudad que los escritores buscan reflejar en sus escritos. Una ciudad monstruosa donde la amabilidad es sospechosa y los amigos se matan tomando pola.
¿Entonces, la condición de monstruosidad es lo que hace la literatura de las grandes ciudades?
No lo creo. Hoy las grandes historias no necesitan de las metrópolis; pueden contarse a partir del universo de pequeños caseríos. ¿Por qué la Nueva York de Paul Auster es un buen escenario literario y Bogotá no alcanza a tener su estatura? La antigüedad no es un factor. Bogotá es un poblado más antiguo que Nueva York. Obviamente sus desarrollos económicos son divergentes. Nueva York es un puerto por el que no solo corrió la riqueza del pueblo norteamericano sino su fusión de culturas y nacionalidades. Al lado suyo Bogotá es un poblacho, una ciudad aislada, encerrada en lo alto de una meseta de difícil acceso. De hecho sus pobladores contaban con su inaccesibilidad para defenderse de los Guanes y de otras naciones que los asediaban. Nueva York encierra muchas tradiciones, las pandillas de Nueva York eran una prolongación de enfrentamientos entre tribus y sociedades europeas que trasladaron enfrentamientos medievales a la época de la revolución industrial. Pero sobre todas las cosas Nueva York es un puerto por donde entraron no solo las mercancías sino también la gente con sus culturas, las ideas, los mitos y las leyendas de otras sociedades. Paul Auster narra historias que ocurren en el microcosmos de una venta de tabaco. De un trozo del parque Central, o de un apartamento en Manhattan; no de una monstruosidad urbana.
Bogotá fue una ciudad víctima de su condición colonial. Una ciudad donde estuvo prohibida la educación para amplias capas sociales, donde no se podía leer literatura o se leía muy poco, donde las mujeres eran mantenidas en la ignorancia y las oportunidades eran (y siguen siendo) para muy pocos. Una sociedad excluyente en una sociedad segregada por las relaciones coloniales. Una ciudad que a comienzos del siglo XIX no tenía médicos, los pocos intelectuales fueron asesinados por la reconquista de Morillo. A las guerras de independencia sobrevivieron los guerreros y los hacendados. Los médicos eran conocedores tradicionales llamados despectivamente “teguas” cuando en realidad los teguas eran los que conseguían el título de médico por parte de la Corona española y sin saber medicina pero con la autorización de Madrid, ejercían como galenos.
Esa inequitativa relación se mantuvo después de la llamada independencia. Bogotá creció en cuadrantes excluyentes. La ciudad de los blancos versus la ciudad de los indios continuó estableciendo la lógica de las relaciones sociales. Y esa falta de equidad generó una sociedad con una clase media resentida y apocada. Un muy incipiente sector proletario y unas relaciones con el campo que se mantuvieron estáticas hasta hace poco.
Los barrios son microcosmos, poblaciones dentro de poblaciones. Sus habitantes se han acostumbrado a hacer breves recorridos, rutinarios. Tienen cartografías personales reducidas. Un mundo muy pequeño.
Quizá la ciudad de Bogotá no sea más que una superposición de culturas regionales. De pequeñas colonias locales, casi tribales. A lo mejor por eso sus literatos todavía no la terminan de descubrir. No saben si es el cielo hermano del cielo de Manhattan o es la entrada al mismísimo infierno provincial.
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