miércoles, noviembre 16, 2011

Mi relación con los cuentos cortos

El cuento corto (microcuento, como prefiere llamarlo Harold Kremer) produce una fascinación especial. Ser sorprendido por un argumento bien contado en pocas palabras siempre genera una felicidad instantánea y efervecente, como una limonada en agua de coco bajo el sol del Caribe.

Mi primera relación con los cuentos muy cortos la tuve con la Antología de la literatura fantástica y con los Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares. Ahí descubrí esos fragmentos de novelas y de relatos tradicionales que los dos antólogos convirtieron caprichosa y genialmente en cuentos breves. Más tarde, y con otro registro, que me sorprendió por su humor y su poder de síntesis, descubrí a Luis Brito García, el escritor venezolano que ganó el premio Casa de las Américas de 1970 con su libro Rajatabla. Eran cuentos que hablaban de los temas de la época, las luchas estudiantiles, la cultura popular, el amor joven, la música y la velocidad. Eran cuentos de una o dos páginas, pensados como cuentos, no sacados de otros textos como habían hecho mayoritariamente los famosos antólogos argentinos. Por ese tiempo también era asiduo lector de la revista El Cuento que publicaba Edmundo Valadés en México y que circulaba un mes sí y otro no en los quioscos de Bogotá. Allí también se publicaban cuentos cortos, como los de Luisa Valenzuela que comenzaba a explorar de una manera intuitiva esos relatos de uno o dos párrafos.

En esos años comenzaba a formarme como escritor y aunque tendía a escribir cuentos de tres, seis o doce páginas, también experimentaba con cuentos de menor cantidad de palabras. De hecho, uno de los textos que forman parte de mi libro Cincuenta agujeros negros, fue publicado en su primera versión en 1975 en una pequeña revista de circulación restringida; tenía menos de 500 palabras que era la mágica cifra límite, a mi modo de ver de aquella época.

En ese tiempo estuve en un taller literario del que formaba parte Jairo Aníbal Niño quien llevó a ese taller sus primeros cuentos cortos. Eran esos cuentos sorprendentes que nacían de otros cuentos o leyendas culturales. Temas como el del sultán decapitado provenían de la saga de Las mil y una noches, o esos cuentos que establecían una tendencia en el cuento corto que con el paso de los años no ha hecho más que consolidarse. El cuento que nace de otros cuentos. La metaliteratura como dicen algunos.

Un ejemplo de Jairo Aníbal: Fundición y forja

Todo se imaginó Superman, menos que caería derrotado en aquella playa caliente y que su cuerpo fundido, serviría después para hacer tres docenas de tornillos de acero, de regular calidad.


Como vemos, este microcuento solo es posible a partir del conocimiento que todos tenemos sobre la cultura popular. De las referencias que para todos son comunes (Superman es un mito del siglo XX). La gracia estriba (o estribaba) en que el breve texto de Jairo Aníbal desmantelaba el mito del héroe. Y ese mito era el personaje del cuento. Y si había un personaje había un cuento y una historia (una batalla en la que caería derrotado, en una playa caliente). Luego este texto se parece bastante a un cuento.

Una persona que nunca haya visto una película si la sientan frente a un televisor, no entenderá por que un señor al acercarse a una puerta aparece luego al otro lado sin abrirla, o por que inmediatamente aparece una señora enseñando una salsa de tomate y más adelante un niño que canta feliz porque tiene un helado en la mano. Para él la noción de elipsis no existirá, y tendrá muchos problemas para entender la narración.

Sin embargo, hoy, en el siglo XXI ese ser extraño no existe. La narración está en todas las cosas. La vemos en la calle en las pantallas de video gigantes, en los spots publictarios que cuentan una historia mínima. Hemos leído comics, hemos visto televisión, conocemos el rudimento narrativo de las series o telenovelas. Y por último, en menor escala, hay los que hemos leído al menos un texto narrativo, novela o cuento. O por lo menos una corta crónica de prensa.

Con este arsenal ya se entiende el cuento corto que surge de las referencias culturales.

Pero el asunto, es que en ese marco de cosas comencé a elaborar mis cuentos que de todos modos no me salían de un párrafo. Se los mostraba a Jairo Aníbal y él siempre me decía, “están muy largos”. Así que dejé de luchar con lograr cuentos de un párrafo y persistí en una forma narrativa que me permitiera contar cuentos muy cortos con soluciones fantásticas en la mayor parte de las ocasiones y de ahí surgieron los cuentos que con el paso de los años publiqué bajo el título Cincuenta agujeros negros (en este Blog hay tres de esos cuentos).

No poder lograr los cuentos más breves no hizo que dejara de buscarlos. Leo muchos cuentos en busca de esa “felicidad instantánea y efervecente”, pero es muy raro encontrarla.

Un buen cuento corto es tan huidizo como un buen cuento largo. Son muchos los intentados y pocos los logrados. La escritura de cuentos en Colombia y en el ámbito de la lengua castellana ha evolucionado favorablemente por lo menos en un aspecto, ya no se cree que es el camino más corto hacia un género mayor: la novela, sino que es un destino en sí mismo; pero sigue siendo esquivo el encuentro con los buenos cuentos y mucho más con los cuentos excepcionales.

Pero esto no puede decirse todavía de la fiebre actual por el microrrelato. En realidad el microrrelato tiende a confundirse con otras formas narrativas. Con la frase bonita, por ejemplo. O con el escolio o pensamiento filosófico (o la frase ingeniosa para Twitter). También con el poema en prosa, o más bien con la sucesión de imágenes sin argumento ni personajes.

Hay algunos de estos textos más o menos filosóficos que se acercan al cuento breve, como este tomado del Blog de Triunfo Arciniegas, Mester de Brevería, que a propósito es un blog muy recomendable para leer ficción breve.

El texto en mención es de autor anónimo y dice así:

Un brevísimo cuento chino:
En el Reino de Chu vivía un hombre que vendía lanzas y escudos.
─Mis escudos son tan sólidos que nada puede traspasarlos ─se jactaba─. Mis lanzas son tan agudas que nada hay que no puedan penetrar.
─¿Qué pasa si una de tus lanzas choca con uno de tus escudos? ─preguntó alguien.
El vendedor no supo qué contestar.


Es ingenioso, pero en él no hay eso que el cuento cuenta tan bien: un acontecimiento, un suceso. Y los sucesos ocurren porque hay seres humanos que los viven. En este texto hay una paradoja, eso que tanto le atraía a Borges y que probablemente le hubieran interesado a otro escritor analítico, don Edgar Allan Poe, solo que a él el microcuento no le hubiera servido porque él escribía, entre otras cosas, para que le pagaran por palabra.

Entonces voy llegando a donde quiero llegar. Las dificultades que propone el microcuento no son muy diferentes a las que propone el cuento de extensión regular. El microcuento, el cuento y la novela, son destinos en sí mismos. Ninguno presupone un entrenamiento para llegar a otro genero.

Pero surge otra pregunta, ¿puede el microcuento conseguir eso que pide Ana María Shua?: "dejar en el lector una angustiosa duda", ¿y esa angustiosa duda es suficiente? O es suficiente obtener esa “felicidad instantánea y efervecente”.

Probablemente sí. Si el cuento provoca dudas o la construcción de una historia más grande que el mismo cuento, pues en buena hora; en todo caso ya es bastante obtener esa "felicidad instantánea". Pero hay una enorme mayoría de los textos minúsculos que se escriben y se publican en páginas web, en revistas y en periódicos, que no lo logran.

Un cuento de cualquier extensión siempre debe proponer, en cualquier caso y por el camino que sea, una ilusión.

En una próxima entrada mencionaré las características más evidentes del microcuento.

lunes, noviembre 07, 2011

La literatura de Bogotá, entre el cielo y el infierno

Hace poco participé en una conferencia junto con varios expositores sobre la literatura en Bogotá. La pregunta a resolver era ¿Hay algún factor qué hace especifica a la literatura que se escribe en Bogotá? ¿Hay un sello característico? ¿Un contenido particular? Los sitios geográficos, evidentemente no. ¿La miseria de sus habitantes como la describió José Antonio Osorio Lizarazo? Tampoco, necesariamente.

Bogotá es una ciudad que ha sido descrita como el cielo o como el infierno, en realidad, mas como el infierno que como un lugar amable. De hecho uno de los participantes en la mesa, Juan Álvarez, citaba el comentario irónico que le había hecho un amigo suyo, canadiense, que había visitado recientemente la ciudad y al cual tanta amabilidad de los bogotanos le resultaba sospechosa. Ladina. La de la puñalada trapera lanzada con una sonrisa en la boca.
Con creencias así Bogotá es una ciudad que pierde con cara pero también con sello. La ciudad de la violencia donde cada noche dos personas pierden la vida, esencialmente en peleas de tragos. Donde tres de cada diez atracadores lo hace por joder, por cuadrase la rumba del fin de semana.

Esa es la ciudad que los escritores buscan reflejar en sus escritos. Una ciudad monstruosa donde la amabilidad es sospechosa y los amigos se matan tomando pola.

¿Entonces, la condición de monstruosidad es lo que hace la literatura de las grandes ciudades?

No lo creo. Hoy las grandes historias no necesitan de las metrópolis; pueden contarse a partir del universo de pequeños caseríos. ¿Por qué la Nueva York de Paul Auster es un buen escenario literario y Bogotá no alcanza a tener su estatura? La antigüedad no es un factor. Bogotá es un poblado más antiguo que Nueva York. Obviamente sus desarrollos económicos son divergentes. Nueva York es un puerto por el que no solo corrió la riqueza del pueblo norteamericano sino su fusión de culturas y nacionalidades. Al lado suyo Bogotá es un poblacho, una ciudad aislada, encerrada en lo alto de una meseta de difícil acceso. De hecho sus pobladores contaban con su inaccesibilidad para defenderse de los Guanes y de otras naciones que los asediaban. Nueva York encierra muchas tradiciones, las pandillas de Nueva York eran una prolongación de enfrentamientos entre tribus y sociedades europeas que trasladaron enfrentamientos medievales a la época de la revolución industrial. Pero sobre todas las cosas Nueva York es un puerto por donde entraron no solo las mercancías sino también la gente con sus culturas, las ideas, los mitos y las leyendas de otras sociedades. Paul Auster narra historias que ocurren en el microcosmos de una venta de tabaco. De un trozo del parque Central, o de un apartamento en Manhattan; no de una monstruosidad urbana.

Bogotá fue una ciudad víctima de su condición colonial. Una ciudad donde estuvo prohibida la educación para amplias capas sociales, donde no se podía leer literatura o se leía muy poco, donde las mujeres eran mantenidas en la ignorancia y las oportunidades eran (y siguen siendo) para muy pocos. Una sociedad excluyente en una sociedad segregada por las relaciones coloniales. Una ciudad que a comienzos del siglo XIX no tenía médicos, los pocos intelectuales fueron asesinados por la reconquista de Morillo. A las guerras de independencia sobrevivieron los guerreros y los hacendados. Los médicos eran conocedores tradicionales llamados despectivamente “teguas” cuando en realidad los teguas eran los que conseguían el título de médico por parte de la Corona española y sin saber medicina pero con la autorización de Madrid, ejercían como galenos.

Esa inequitativa relación se mantuvo después de la llamada independencia. Bogotá creció en cuadrantes excluyentes. La ciudad de los blancos versus la ciudad de los indios continuó estableciendo la lógica de las relaciones sociales. Y esa falta de equidad generó una sociedad con una clase media resentida y apocada. Un muy incipiente sector proletario y unas relaciones con el campo que se mantuvieron estáticas hasta hace poco.

Los barrios son microcosmos, poblaciones dentro de poblaciones. Sus habitantes se han acostumbrado a hacer breves recorridos, rutinarios. Tienen cartografías personales reducidas. Un mundo muy pequeño.

Quizá la ciudad de Bogotá no sea más que una superposición de culturas regionales. De pequeñas colonias locales, casi tribales. A lo mejor por eso sus literatos todavía no la terminan de descubrir. No saben si es el cielo hermano del cielo de Manhattan o es la entrada al mismísimo infierno provincial.