Gentecita del montón es una obra irrepetible en (la historia de) la literatura colombiana. Retrata una época que, como tantas, ya no existe, y habla de un país que hace rato dejó de existir, y nos cuenta un mundo que dejó de ser ilusión para volverse recuerdo o ficción.
Escritos con todas las vísceras, repletos de pasión y método, estos textos relatan aventuras y desventuras sin sentido o, mejor, con un sentido oculto, con el errático sentido de la experiencia, de lo que vendrá, de lo que ha sido y no volverá a ser. Seres casi inmateriales (jipis, gringos marihuaneros, un par de lesbianas españolas, vagos al rebusque, fracasados, adolescentes en trance de inmortalidad) a los que la existencia zarandea no sin severidad, con injusta falta de equilibrio y de sosiego, logran sobrevivir, escapar y ser felices, a sabiendas de que la vida, al igual que las cosas, tampoco tiene sentido, es un túnel sin salida, un socavón a la nada. Por eso, sus historias nos resultan tan íntimas, tan cercanas, tan personales.
Estos cuentos son, qué duda cabe ahora, una anticipación de (la literatura de) otro Roberto, el entrañable Roberto Bolaño: engañosos y patéticos apocalipsis, uno encima de otro, narrados con talento y oficio en un álbum de “gente extemporánea” y de “tipos solitarios y perplejos.” En cada página de Gentecita del montón flota la punta de un iceberg, a lo Papá Hemingway, con elegancia y sobriedad, dejándonos ver apenas lo imprescindible, lo inevitable. Es, como ya dije, una obra que no se repetirá. Y que, por lo demás, no se olvidará.
Esteban Carlos Mejía
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