(Presentación del libro)
Leí Gentecita del montón, de Roberto Rubiano Vargas, en 1982, recién graduado del colegio. Recuerdo bien el impacto que me causó este libro de cuentos: descubrí esa tarde que el mundo cercano, el mío, era susceptible de convertirse en literatura. Hasta ese momento yo creía que el verdadero arte era algo lejano, elevado, aéreo, necesariamente sublimado. Había leído ya literatura de la contracultura, claro, pero no había visto aún en esas páginas el mundo próximo y atroz que nos rodeaba, su atmósfera pesada y gris, su desaliento, su impotencia. Por otro lado, en la literatura que nos proponían los representantes de la cultura oficial no aparecía el Parque Tayrona, las colinas de Suba o el parque de los hippies de Chapinero. Y por primera vez leía a un escritor que se adentraba en ese universo que a mis escasos 18 años ya me parecía asfixiante.
Unos años atrás yo había vivido en la casa de mi abuela en Palermo y varios primos mayores que yo, melenudos y rockeros, pasaban a veces con sus amigos a visitarla. Hablaban de hongos alucinógenos, de La Miel, de recorridos iniciáticos por Perú o México, lamentaban los suicidios de Hendrix, de Janis Joplin o de Morrison, e incluso algunos de ellos terminaron yéndose al monte a servir de carne de cañón en las huestes guerrilleras. Nosotros, los jóvenes de comienzos de los ochenta, no éramos muy distintos. Habíamos heredado esa desesperación intacta.
Esta colección de relatos ganó el Premio Nacional de Cuento en 1981 y desató una gran polémica. Ciertos funcionarios conservadores que posaban de intelectuales lo atacaron con ferocidad y se indignaron por el premio. Nosotros, los muchachos que recorríamos las calles con las manos entre los bolsillos, que nos sentíamos vacíos y a la deriva, no sólo lo defendíamos en nuestras largas conversaciones de adolescentes desocupados, sino que nos empezamos a pasar el voz a voz, lo empezamos a comprar y a recomendar. Lo sentimos como un símbolo propio, como una bandera que nos querían arrebatar, como un aullido de angustia (el nuestro) que querían acallar a toda costa.
Ahora que lo pienso con cierta distancia, esa polémica ha estado siempre vigente en este país. La cultura oficial prefiere la literatura, el cine o la pintura que exalten una belleza ascendente, poco problemática, pacífica y contemplativa. Una cultura que deje el establecimiento en paz y que no ahonde mucho en nuestras miserias más íntimas. Rubiano, como un cirujano diestro, metía el bisturí allí donde el establecimiento sentía más miedo: en el vacío de varias generaciones en cadena que veían cómo la ilusión de un mundo mejor se desvanecía en medio del consumismo, la hipocresía de los políticos y la doble moral de una sociedad que permitía la corrupción y la codicia mientras pregonaba valores que jamás practicaría. Esas promesas de la Modernidad incumplida (justicia, equidad, solidaridad, fraternidad) estaban arrinconando a varios jóvenes que empezábamos ya a descubrir que la realidad era una trampa. Y los personajes de Rubiano eran como nosotros, estaban perdidos, callejeaban sin rumbo fijo, bebían o fumaban marihuana porque sentían la ciudad como un enorme desierto sin oasis a la vista. Y claro, esa escritura quirúrgica que abría heridas en cada relato era peligrosa, había que detenerla, prohibirla, descalificarla. Pero sobrevivió, y puedo decir con orgullo que sobrevivió gracias a nosotros, sus lectores.
Unos años después yo empezaría a calentar la mano en mis primeros cuentos, y no me sentí cómodo. Había entrado por la puerta de la literatura fantástica y descubrí que no era lo mío. Entonces volví a recorrer las calles por enésima vez, a buscar, a preguntarme dónde estaría mi verdadera voz como escritor. Una tarde recordé con cariño mi viejo ejemplar de Gentecita del montón, lo saqué de la biblioteca y lo releí. La revelación fue máxima. Ahí estaba la puerta abierta esperándome, el vacío, la decepción, el fracaso total, el rock, el nomadismo, nuestro extravío más profundo y sincero.
Por eso me gusta tanto ver a los jóvenes de hoy con los libros de Rubiano bajo el brazo. Porque en lugar de mejorar, la realidad ha empeorado notablemente. Aislamiento, depresión, desempleo, suicidio, corrupción, violencia física y psicológica, abatimiento, desmoralización, pesimismo, desarraigo, mentiras a diestra y siniestra, en fin, la lista de horrores es larga. La realidad continúa siendo una trampa y eso significa que, de alguna manera, Rubiano fue un precursor. Uno inmejorable.
Mario Mendoza 2011.
1 comentario:
Magistral reseña. Tan actual como la obra de la que se ocupa.
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