Escribí este texto como prólogo para el libro La última máscara, de mi amigo Marcos Roda, publicado el pasado enero de 2024. Un libro de fotografía que tambien incluye una novela corta. Un extraño artilugio editorial.
Roberto Rubiano Vargas
Tengo la idea de que la primera vez que vi a
Marcos Roda dibujando, estaba echado sobre un pupitre del salón de cuarto
bachillerato, en un colegio dirigido por profesores españoles. Su estampa me
causó curiosidad. Era un tipo con aire de extravío muy distinto al resto de
nuestros compañeros que si parecían más enfocados en sus tareas: resolver
problemas de álgebra, jugar fútbol, hablar de novias inexistentes y contar
chistes. Tal vez, debido a esa actitud marginal algún profesor nos calificó
como “esos jóvenes de ahí, a los que les falta oficio.” O sea, nos faltaba algo
útil en qué ocuparnos. Éramos unos vagos que echábamos globos al aire.
Con aquellos dibujos hechos
con lápices Prismacolor en las
páginas de sus cuadernos de historia o geografía, Marcos insinuaba una mirada
más o menos surrealista sobre ese mundo que plasmaría más tarde en sus acuarelas
y grabados. De aquellos dibujos escolares recuerdo, entre otras imágenes
desvanecidas en la niebla de la memoria, a un chimpancé conduciendo un Volkswagen
escarabajo color verde limón.
Alrededor de esos dibujos y
de esas novelas que nadie nos pedía que leyéramos, como El siglo de las luces, iniciamos una amistad que nos llevó a
compartir otros juguetes, incluyendo la pasión por la fotografía y el deseo de contar
historias cada vez más ambiciosas.
Ese interés en la ficción,
o esa falta de oficio, como diría aquel profesor, que ha llevado a Marcos a convertirse
en escritor, no es algo nuevo. Haciendo arqueología otra vez, si volvemos a aquel
pupitre sobre el que compartíamos tareas escolares, puedo recordar que ya delirábamos
tratando de escribir historias que supongo no llegarían a dos párrafos de
longitud. Para ese entonces él ya era un dibujante más que aceptable, supongo
que muy influido por su padre, y yo me iniciaba en la escritura de cuentos, no
tan aceptables. También supongo que si hubiéramos sido juiciosos probablemente
hubiéramos hecho muy tempranamente una novela gráfica o algo así. Uno de los
muchos asuntos inconclusos que fuimos dejando de lado en nuestra existencia.
Durante muchos años, al margen de nuestra
actividad como pintor uno y escritor el otro, fuimos colegas de trabajo como fotógrafos,
formamos parte del Taller la huella,
leímos los mismos libros, escuchamos la misma música (jazz, rock y salsa);
compartimos muchas amistades y también vivimos durante largos años en países
distintos, pero siempre volviendo a encontrarnos, como malas compañías que se
buscan para delinquir.
Ahora Marcos muestra en
este texto una veta creativa abiertamente dedicada a la ficción, muy
diferente a su libro anterior (Lo que he visto en este tierra), que era más bien una memorabilia. Esta no es la primera novela que escribe y eso se
evidencia en sus acertadas decisiones narrativas. En estas páginas que sirven
de ilustración a sus fotografías, no al revés, nos propone un personaje
fotógrafo que solo se parece al autor en que comparten el gusto por las
imágenes que persigue, por los libros que ambos leen y por su misma actitud de desamparo
ante la vida. Hay en esta historia muchos de los intereses fotográficos de
Marcos puestos en la cámara del personaje que recorre estas páginas. Sin
embargo, a mí me parece que el elemento más personal, presente en la novela, es
esa idea de que alguien pudo estar manejando un camión de modelo antiguo,
llevando puesta una máscara de oro precolombina.
Hay en este texto, y en
estas fotografías un sabor, un color, una manera de entender lo colombiano
que yo definiría como perplejidad ante el barroquismo de nuestra realidad. De
esa manera del ser colombiano que se ríe del absurdo y se divierte en las más
extremas situaciones. Un toque cultural adquirido a pulso, digo yo, en
los billares de su vecindario del barrio Casablanca de Suba donde sigue
mordiendo el polvo ante taxistas, mecánicos y desempleados de distinta laya;
adversarios más bragados que él en el asunto de las carambolas. Es en ese
ambiente donde sin duda bebe este artista visual que ha sido siempre un escritor
y que ha encontrado no la gloria del billarista pero si la satisfacción del
oficio literario. O sea, irónicamente, gracias al hecho de ser, como somos todos los
escritores, gente falta de oficio.
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