sábado, marzo 30, 2024

Una visita a Orihuela




"En Orihuela, tu pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo, Ramón Sijé, con quien tanto quería". Esta dedicatoria que pertenece al poema Elegía de Miguel Hernández y que fue musicalizado por Joan Manuel Serrat, estuvo en mi mente todo el tiempo mientras hacía una visita a la casa museo del poeta en Orihuela.

Fachada de la casa en Orihuela
Fachada de la casa museo


Visitar casas de escritores es una de las cosas que mas me gusta hacer en mis vacaciones. Esta vez le tocó, en enero de este año (publico esta nota, mucho tiempo después porque por descuido se me olvidó dar click en "publicar"), a don Miguel Hernández, ese joven que el Franquismo asesinó de frío, con el frío acero del alma fascista. Orihuela es un pueblo que a primera vista no ofrece nada. Hay una biblioteca, un par de museos, la casa de Miguel Hernández y el edificio de un gran seminario que subsiste a medio uso. Para mí el único interés que tiene ese edificio es que allí sufrió sus primeros tres meses de encarcelamiento el poeta en 1938 y probablemente allí contrajo la enfermedad pulmonar que lo llevó a la tumba en 1940.

La casa de Miguel es un lugar modesto que perteneció a su padre, un tratante de ganado. Es decir, alguien que compraba un marrano y vendía dos terneros. Un pequeño negociante de pueblo. Detrás de la casa subsiste una especie de corral y un par de algarrobos que deben estar ahí desde cuando Miguel leía los libros que le prestaba el canónigo del pueblo.

Habitación de Miguel
Una particularidad de esta casa es que para ser el museo de un gran poeta resulta extraño que no haya en ella ni un solo libro. Aparentemente durante la vida del poeta no hubo en su casa ninguna biblioteca, ni un estudio, ni lugar alguno donde escribir. Hay una foto (una recreación escénica), que nos indica que el poeta escribía en cuadernos sencillos sentado al borde de su cama. Veo en las fotos que tomé de la página del museo (las mías se extraviaron en algún cambio de computador), que ahora han añadido un pequeño escritorio que no existía cuando hice mi visita.


Estremece la sencillez del lugar, pero en cierta forma también explica un poco su obra. A unas cuantas cuadras de la casa está uno de los sitios donde se reunía con sus amigos a comentar, a leer o a repetir los versos que escribía, y un par de cuadras más abajo la casa del canónigo donde conseguía los libros que leía.

Resulta sorprendente ver como la vida le alcanzó a Miguel Hernández para despedir a su mejor amigo, dejar unos versos indelebles acerca de ello, combatir por la República y morir por ella, en una prisión helada.
Los corrales de la casa


Elegía fue escrito el 10 de enero de 1936. Pertenece a una colección de versos vertiginosa, como vertiginosa fue la vida de su autor. La vida no le dio sino para escribir ese puñado de indelebles poemas, esos días guerreros de combate al fascismo. Y esos meses encerrado en prisiones heladas donde la muerte terminó por encontrarlo. 

"Temprano levantó la muerte el vuelo", 

temprano madrugó la madrugada".

viernes, marzo 29, 2024

La tierra del silencio y la oscuridad

Este es el título de un estremecedor documental de Werner Herzog realizado en 1971. Trata sobre un centro de acogida para personas sordociegas donde nos descubre el mundo de una de ellas, Fini Straubinger, una mujer que debido a un accidente perdió dos sentidos fundamentales, el oído y la vista y aprendió a comunicarse mediante el tacto. Cuando vi esta película revaloricé absolutamente esa bendición de la vida que es el poder escuchar y ver las maravillas de este mundo.

Fotograma del documental de W. Herzog.
Pero ¿por qué me viene a la memoria este documental? Tal vez porque hace unos días leí un artículo sobre cómo sería el mundo sin los libros. Sin esos depósitos de saber y de la memoria del hombre. Probablemente sería un mundo más oscuro que esa tierra del silencio y la oscuridad que nos mostraba Herzog. Pero ese mismo artículo nos recordaba que son muchas las personas que viven en esta condición. Puede decirse que  la mayor parte de la humanidad, en la actualidad, vive sin los libros. Sin necesitarlos. Sin deberles nada.
 
 Y lo más extraño es que esas personas que han vivido su vida sin abrir un libro son felices. O podrían ser felices a su manera, o en todo caso no hay ningún estudio que nos diga que los libros les hicieron falta. Es probable que tengan alguna y hasta mucha información recibida a través de la radio y la televisión. Pues vamos a suponer que tampoco leen periódicos o revistas.
 
La mayoría de esas personas leen mensajes en sus smartphones, por tendencia, por seguir la corriente, por la razón que sea. Esas personas que pueden pasar felices sin abrir un libro jamás, difícilmente podrían pasar un día sin tocar un Smartphone, sin revisar sus mensajes de texto.
 
En nuestro país hay incluso un pequeño segmento de personas que no saben leer ni escribir (2.078.000 personas de acuerdo a cifras del Ministerio de Educación) y que por tanto no solo no han tocado un libro sino que tampoco pueden usar su teléfono portátil (si lo tienen) para escribir y leer mensajes de texto.
 
No hay que ser muy sagaz para imaginar que esas poco más de dos millones de personas están en la base de la pirámide social colombiana. Pero también estoy seguro de que tampoco han leído un libro jamás muchas de las personas que están al otro lado del espectro social, o sea entre el cinco por ciento de la población con mayores ingresos y con algunos estudios.
 
Este cinco por ciento de la población colombiana, que, aunque pudiendo hacerlo, nunca abre un libro o escucha una melodía hermosa, u observa una imagen estremecedora, o mira una película ingeniosa o sorprendente, vive en un silencio y una oscuridad más profunda que el de Fini Straubinger, la protagonista del hermoso documental de Werner Herzog. Son personas que tienen, a cambio, el ruido y los fuegos artificiales que se encienden cada minuto en su smartphone (en promedio un usuario consulta su teléfono nueve veces por hora), viven en un mundo de ruido y vanidad. Ahogados en la sobre oferta informativa de las redes y la opinadera verborrágica de millones de personas que tratan de diferenciarse entre ellas, sin conseguirlo. 
 
El libro sigue siendo esa tierra firme del silencio y la meditación. Un espacio que es luminoso, amable, cálido, donde el pensamiento fluye, aclarando la oscuridad del mundo y donde nuestras ideas se renuevan con cada título leído.

lunes, febrero 19, 2024

Falta de oficio

Escribí este texto como prólogo para el libro La última máscara, de mi amigo Marcos Roda, publicado el pasado enero de 2024. Un libro de fotografía que tambien incluye una novela corta. Un extraño artilugio editorial.

Roberto Rubiano Vargas

 

Tengo la idea de que la primera vez que vi a Marcos Roda dibujando, estaba echado sobre un pupitre del salón de cuarto bachillerato, en un colegio dirigido por profesores españoles. Su estampa me causó curiosidad. Era un tipo con aire de extravío muy distinto al resto de nuestros compañeros que si parecían más enfocados en sus tareas: resolver problemas de álgebra, jugar fútbol, hablar de novias inexistentes y contar chistes. Tal vez, debido a esa actitud marginal algún profesor nos calificó como “esos jóvenes de ahí, a los que les falta oficio.” O sea, nos faltaba algo útil en qué ocuparnos. Éramos unos vagos que echábamos globos al aire.

Con aquellos dibujos hechos con lápices Prismacolor en las páginas de sus cuadernos de historia o geografía, Marcos insinuaba una mirada más o menos surrealista sobre ese mundo que plasmaría más tarde en sus acuarelas y grabados. De aquellos dibujos escolares recuerdo, entre otras imágenes desvanecidas en la niebla de la memoria, a un chimpancé conduciendo un Volkswagen escarabajo color verde limón.
Alrededor de esos dibujos y de esas novelas que nadie nos pedía que leyéramos, como El siglo de las luces, iniciamos una amistad que nos llevó a compartir otros juguetes, incluyendo la pasión por la fotografía y el deseo de contar historias cada vez más ambiciosas.

Ese interés en la ficción, o esa falta de oficio, como diría aquel profesor, que ha llevado a Marcos a convertirse en escritor, no es algo nuevo. Haciendo arqueología otra vez, si volvemos a aquel pupitre sobre el que compartíamos tareas escolares, puedo recordar que ya delirábamos tratando de escribir historias que supongo no llegarían a dos párrafos de longitud. Para ese entonces él ya era un dibujante más que aceptable, supongo que muy influido por su padre, y yo me iniciaba en la escritura de cuentos, no tan aceptables. También supongo que si hubiéramos sido juiciosos probablemente hubiéramos hecho muy tempranamente una novela gráfica o algo así. Uno de los muchos asuntos inconclusos que fuimos dejando de lado en nuestra existencia.
Durante muchos años, al margen de nuestra actividad como pintor uno y escritor el otro, fuimos colegas de trabajo como fotógrafos, formamos parte del Taller la huella, leímos los mismos libros, escuchamos la misma música (jazz, rock y salsa); compartimos muchas amistades y también vivimos durante largos años en países distintos, pero siempre volviendo a encontrarnos, como malas compañías que se buscan para delinquir.
Ahora Marcos muestra en este texto una veta creativa abiertamente dedicada a la ficción, muy diferente a su libro anterior (Lo que he visto en este tierra), que era más bien una memorabilia. Esta no es la primera novela que escribe y eso se evidencia en sus acertadas decisiones narrativas. En estas páginas que sirven de ilustración a sus fotografías, no al revés, nos propone un personaje fotógrafo que solo se parece al autor en que comparten el gusto por las imágenes que persigue, por los libros que ambos leen y por su misma actitud de desamparo ante la vida. Hay en esta historia muchos de los intereses fotográficos de Marcos puestos en la cámara del personaje que recorre estas páginas. Sin embargo, a mí me parece que el elemento más personal, presente en la novela, es esa idea de que alguien pudo estar manejando un camión de modelo antiguo, llevando puesta una máscara de oro precolombina.

Hay en este texto, y en estas fotografías un sabor, un color, una manera de entender lo colombiano que yo definiría como perplejidad ante el barroquismo de nuestra realidad. De esa manera del ser colombiano que se ríe del absurdo y se divierte en las más extremas situaciones. Un toque cultural adquirido a pulso, digo yo, en los billares de su vecindario del barrio Casablanca de Suba donde sigue mordiendo el polvo ante taxistas, mecánicos y desempleados de distinta laya; adversarios más bragados que él en el asunto de las carambolas. Es en ese ambiente donde sin duda bebe este artista visual que ha sido siempre un escritor y que ha encontrado no la gloria del billarista pero si la satisfacción del oficio literario. O sea, irónicamente, gracias al hecho de ser, como somos todos los escritores, gente falta de oficio.