Resulta común que un escritor sea a la vez un profesor de matemáticas, de lengua española (o inglesa, o italiana), de geografía e incluso de literatura. La docencia es un oficio que no le es ajeno. Es un trabajo cómodo, le permite vaciar su mente de los problemas de la escritura y concentrarse en algo que no le complica demasiado la existencia.
Ernesto Sábato, al preguntarse sobre de cual oficio podría vivir el escritor, se respondía a sí mismo:
¿Cómo vivir? De cualquier modo que la creación no sea manoseada, bastardeada, abaratada: poniendo un tallercito mecánico, trabajando de empleado en un banco, vendiendo baratijas en la calle, asaltando un banco.
Así que la docencia es una buena alternativa de trabajo para el escritor, menos riesgosa, en todo caso, que asaltar un banco.
En general los escritores no tienen demasiadas ofertas de empleo y la educación siempre es una de ellas. Algunos lo hacen por necesidad, otros por legítimo interés y en muchos casos por las dos razones. Aunque cualquier escritor preferiría vivir de sus derechos de autor y siempre es mejor ser publicista o guionista de televisión (aunque hay mucha competencia), la docencia es uno de esos oficios tranquilos que reclamaba Sábato para cualquier escritor.
Sin embargo, la única razón no es solo económica. Hablar a un público universitario es una actividad que resulta común en el caso del escritor consagrado, que puede ir a Princeton, o a cualquier otra prestigiosa universidad donde le pagan unas cifras altas, para que ofrezca charlas sobre su vida y obra, es decir, para que hable sobre lo que más le interesa. En el otro extremo, para un autor promedio, ejercer como profesor de geografía es un oficio que puede alejar las molestas reflexiones acerca de su propio destino como creador. Menos frecuente, es que el autor sea formador de escritores. Es decir, profesor en escrituras creativas, para decirlo con palabras apropiadas para esta conferencia.
Pero, sea cual sea el caso, quizá nada más ambiguo, tal vez impropio, que un escritor-educador. Es decir, aparentemente los escritores no ofrecen respuestas, ni sabiduría, ni conocimientos, sino más bien hacen preguntas, generan incomodidades.
Así que, entonces, ¿qué hace el escritor como educador? ¿Cultiva su ego? ¿Cultiva lectores? ¿Pasa las horas muertas? ¿Busca espacios para exhibir su acervo cultural? En algunos casos puede que sí, pero en la mayoría yo creo que hay una pulsión por la educación que tiene que ver mucho con el de la intimidad de su oficio. Es parte de ese deseo de opinar sobre los asuntos de la carne y del mundo.
Pero en todo caso, para ejercer como profesor resulta necesario tener una mínima capacidad didáctica para expresarse ante un auditorio. Gabriel García Márquez, por ejemplo, no gustaba de hablar en público. Sus charlas informales en la escuela de San Antonio de los baños en Cuba, recogidas en el libro Me alquilo para soñar, y que muestran su lado de educador, las dio en una mesa conversando informalmente, y fueron grabadas y editadas por sus estudiantes. Al otro extremo, hay autores que tienen una enorme elocuencia para dictar sus conferencias. Pensemos en Mario Vargas Llosa o John Maxwell Coetzee, que mantienen abierta su cátedra con entusiasmo juvenil. En ellas comparten con los estudiantes su experiencia en la lectura de las obras de los autores que admiran. Así que algo debe tener el oficio de educador para que los escritores se sientan felices en ese universo.
Pero una cosa es compartir el gusto por la obra de algunos autores y la otra ofrecer soluciones prácticas a un colega que está comenzando su andadura en el campo de la creación literaria. ¿Dónde radica la autoridad para mostrarle a un nuevo escritor un posible camino, una solución a su problema narrativo? Porque ningún autor acompañante de escritura creativa ofrece soluciones definitivas. Propone alternativas, sugiere soluciones. No mucho más. Se dedica a facilitar a otros creadores el camino hacia los secretos creativos.
Talleres, el primer circulo
Los centros de escritura creativa ofrecen diversas alternativas que van desde los talleres que se dictan en localidades barriales de Bogotá o Medellín, hasta los talleres de mayor nivel que existen en casi todas las ciudades importantes del país y en muchísimos de sus municipios: talleres de poesía, talleres de crónica, talleres de cuento, talleres de novela. Lugares donde se forman esos escritores que no han tenido opción u ocasión de adquirir estos conocimientos en centros universitarios. Y no lo han podido hacer por una sencilla razón: los centros universitarios hasta hace muy poco no se ocupaban de estos temas.
El escritor español Eduardo Mendoza, en alguna entrevista relativamente reciente se declaró muy en contra de esta ocupación de los escritores, al considerarla una moda pasajera. Sin embargo, la realidad nos muestra que esa actividad no es una moda de último momento, sino más bien una ocupación bastante antigua.
Charles Dickens y Willkie Collins sostenían de manera habitual una suerte de tertulia sobre el trabajo literario donde participaban noveles escritores. El taller Escribiendo versos, de la Universidad de Iowa, comenzó a dictarse en 1896.
Siempre los talleres, llámelos como quieran, han sido un oficio para los escritores, aunque solo hasta ahora se hayan convertido en una actividad más permanente e incluso académica.
Los tradicionales departamentos de Literatura están hechos para la formación de críticos, y para la investigación, pero muy poco para la formación de escritores. Eso cambió, por supuesto, con la llegada de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, del desarrollo de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central, derivada de la larga experiencia del taller de la misma Universidad, que existe desde hace más de treinta y cinco años, el surgimiento de la Maestría en creación literaria de la EAFIT de Medellín y cada vez es un paisaje bastante amplio y desarrollado. Hoy, los departamentos de literatura no se oponen a los cursos de escritura creativa dentro de sus programas o a la coexistencia con talleres de creación.
No es lo mismo que ocurría con ese escritor de los años 1960, 1970 o 1980, que se veía obligado a bucear con más intuición que otra cosa al hablar sobre el oficio de escritor. Por ejemplo, el caso de Cortázar, cuando fue invitado a Berkley, en 1980, a dar sus cursos sobre su obra (Clases de literatura, lo titularon), hizo lo mejor que pudo. Es encantadora esa crónica de cómo explicaba las razones de su escritura, pero por supuesto él estaba adivinando y aprendiendo más de sus alumnos que a la inversa. O el caso de José Donoso que consideraba que las universidades eran el cementerio donde iban a morir los elefantes de la literatura, o sea ellos: los escritores consagrados. Hay muchas opiniones o experiencias; Vargas Llosa tiene como veinticinco doctorados, ha acumulado una amplísima experiencia dictando sus cursos de literatura a partir de los cuales saca libros magníficos como el estudio que hizo sobre Juan Carlos Onetti, después de dictar un ciclo de conferencias sobre la obra del novelista uruguayo. Y así, sucesivamente, los escritores consagrados siempre encontraron en los espacios universitarios aquello que les gusta, –que es lo de siempre– hacer lo que les da la gana y formular más preguntas que responderlas.
En cambio el escritor que asume el oficio de acompañante en los centros dedicados a la escritura creativa, solo tiene hasta cierto punto la misma libertad del elefante que va a morir al cementerio universitario. Además tiene una obligación ética: está formando conscientemente a sus estudiantes, cosa que los escritores consagrados no hacían. Si los formaban, si de paso algún estudiante entre el público asistente, algo aprendía de Cortázar, pues chévere, pero ese no era el encargo. Su papel era hablar sobre él mismo y punto.
En este aspecto, creo que los talleres de escritura creativa no son espacios para que el profesor promueva su obra. Por supuesto que es su experiencia la que le permite resolver las dudas que surgen al revisar una obra en marcha, pero eso no obliga a que sus estudiantes lean su obra. No se trata de un acto de pudor sino de sinceridad. Se trata de usar la obra de autores más grandes que uno para ejemplificar las posibles soluciones a los problemas de los estudiantes.
Por otro lado, si los estudiantes quieren leer la obra de su profesor pues bien, es lógico. Me parece que es casi una obligación que sepan quién carajos es el profesor que les está dando clase. Y eso es lo que suele ocurrir, los estudiantes terminan leyendo al profesor sin que este lo obligue o lo pida. Por otro lado, si no tienen interés en leer a sus profesores digamos que eso habla un poco mal del estudiante, de su falta de entusiasmo y curiosidad.
Pero, bueno, dejando de lado ese tema, lo fundamental es que el trabajo del escritor como acompañante en los cursos o los programas de escritura creativa tiene algunas peculiaridades. No son las mismas condiciones que tiene el maestro de geografía, o de ciencias sociales; el maestro universitario, o el maestro de filosofía. Y tampoco tiene las libertades, ni la independencia de los cursos libres que dictaban los Cortázar, los Donosos y los Vargas Llosa, y aquí es donde cabe una reflexión acerca del papel del escritor como educador:
¿Puede ser el escritor un educador de nuevas generaciones? ¿un formador de escritores y de lectores? pues evidentemente la experiencia nos dice que la respuesta a estas preguntas retóricas es, sí. El fondo del asunto no es ese, no es sí es posible o no es posible. Por supuesto que todavía subsisten voces –como la del escritor español Eduardo Mendoza– que insisten en que la escritura no puede enseñarse, que eso es algo innato en el ser humano; o aquellos que repiten la vieja sentencia del “saber popular”: el que sabe hace y el que no, enseña.
Pero bueno, lo que nos preguntamos a esta altura, después de algunos años de estar en esta experiencia, es ¿Cuál es la estrategia para apoyar a los nuevos escritores? ¿Cómo lograr que encuentren su voz? ¿Es necesario un método? ¿Es posible que haya unos textos canónicos que nos puedan apoyar en este trabajo?
En nuestro medio, el texto más destacado es El universo de la creación narrativa de Isaías Peña Gutiérrez, en el cual expresa su particular teoría acerca de la creación literaria: la pentafonía narrativa.
Salvo ese libro y artículos sueltos por aquí y por allá, de los que somos autores muchos escritores que trabajamos en escrituras creativas, no hay mucho más, por fortuna. Evidentemente en el mundo existen demasiados manuales sobre escritura creativa, sobre cómo crear personajes, cómo hacer tramas, manuales de guión, manuales de novela, manuales de comienzos, manuales de finales, en fin, digamos que evidentemente hay una cantidad de textos –mayoritariamente empíricos– y tal vez no se necesitan más. Lo que se necesita es saber compartir los saberes de escritor.
La creación literaria y la academia
Me parece a mí que los programas de escritura creativa no están diseñados para formar una academia, o por lo menos una academia en el sentido convencional: donde se acotan temas de investigación, donde se establecen principios que puedan ser relativamente inamovibles y que sirvan de punto de partida para nuevas investigaciones. Digamos que por la naturaleza misma de la escritura creativa, los principios establecidos son las novelas ya escritas. La tradición literaria es con lo que se cuenta, y la titulación, es la obra que cada estudiante logra concluir.
En Escrituras creativas lo que menos importa, diría yo, es el título, lo fundamental es la asimilación de las destrezas que permitan la expresión personal. Algo que probablemente el escritor cuando llega a la universidad ni siquiera sabe que tiene, que va a surgir más adelante. Es ahondar en los secretos de la creación; en esas preguntas que la literatura hace.
Por supuesto muchas veces los programas de escritura creativa se ocupan de temas como los que Vargas llosa trata en sus conferencias acerca de la obra de otros escritores. Yo diría, sin embargo, qué hay algo más específico en los estudios de escritura creativa que en aquellas conferencias. Yo creo que la esencia no está en compartir manuales y fórmulas creativas, sino que está en ese compartir los saberes prácticos de escritor.
Pero, ¿qué son los saberes de escritor?
Podría citar los míos y los de las colegas que compartimos en el taller de la Universidad Nacional. Son aquellos recursos que hemos aprendido a usar, que hemos afinado a través de la conversación infinita con otros escritores. Son esos saberes que hemos explorado a través de nuestro día a día. Son esos saberes sobre los que cada vez que hablamos les encontramos nuevas aristas que compartimos con los estudiantes. Esos saberes comienzan en los recursos esenciales que el estudiante debería asimilar: el narrador, el personaje, la voz del escritor, el diálogo, etc. Temas que el profesor que no es escritor también puede impartir; pero hay otros saberes de escritor que tienen que ver con la pasión por la escritura, con el por qué se escribe, en qué recoveco del pasado de cada estudiante surge su vocación. Esa pasión también hay que entrenarla. Este sería un caso donde el profesor no escritor podría estar en desventaja. Porque la pulsión de la escritura tal vez solo la podría explicar –en toda su dimensión– quien la vive y la ha educado.
Pero en cualquier caso, un primer acuerdo que puede hacerse es que sí hay –y eso lo sabemos quienes hemos frecuentado los talleres de escritura creativa– elementos que se pueden sintetizar, sistematizar y expresar. Una suerte de caja de herramientas de la narrativa, que se puede compartir. Tal vez es una cantidad limitada de saberes de escritor. Hay algunos muy personales e intrasmisibles. Los escritores pueden recomendar cosas, dar opiniones, pero casi nunca lo hacen con la vehemencia de estar repitiendo algo que pueda ser asimilado a una ciencia exacta. Todo lo contario, lo transmiten simplemente como una posibilidad, como una experiencia de la que no se conocen todas sus facetas.
La docencia, puede ser una actividad creativa para el escritor. Lo debería ser para todos los profesores, pero como no conozco tantos no puedo juzgarlo. Para mí, el impartir talleres y ofrecer conferencias breves a mis estudiantes durante esos ciclos de aprendizaje es un proceso que no se aleja demasiado de mi proceso personal de creación. Renuevo conceptos, arriesgo tesis y propongo dudas que despejamos al unísono.
El trabajo del escritor en el aula es una extensión de su trabajo personal en su estudio. Si lo hace bien no será la repetición de un conocimiento, sino que innovará de acuerdo al grupo de estudiantes que tenga en ese momento.
Ni maestro ni discípulo tienen total seguridad de llegar al final de un proyecto narrativo, incluso cuando lo terminan, los dos probablemente de manera diferente estarán pensando: “esto no es lo que yo quería”. Pues llegar al final del arcoíris en la creación literaria es una entelequia. Nunca se obtiene una satisfacción plena.
Dice Graham Greene:
Para un escritor el éxito es siempre temporal, es siempre un fracaso demorado. Y es incompleto además. La ambición de un escritor no se satisface como la de un hombre de negocios con una cómoda renta, aunque a veces se vanaglorie de ello como un nuevo rico.
El escritor y la pedagogía
Entonces continuemos con otra certeza. Así como hay una gran variedad de oficios, o una gran variedad de maestros escritores que enseñan geografía o cualquier otra materia, aceptemos una primera idea: también puede haber aquellos maestros que pueden compartir sus saberes de escritor con otros escritores. O maestros no escritores que puede acompañar a los nuevos escritores.
Este es un viejo debate que vivimos en los primeros tiempos de la red nacional de talleres de escritura creativa, Renata, que dirigí y ayudé a conceptualizar antes de que fuera rebautizada como Relata. Cuando discutíamos acerca del perfil del docente del taller de escritura creativa, algunas opiniones se inclinaban hacia que este podía ser cualquier persona, que no necesariamente tendría que ser un escritor, mientras que otras personas sostenían que ser escritor era una condición indispensable. Ese fue un debate bastante largo sin resultados definidos. Sin embargo, es evidente que aquel que comparte o imparte conocimientos en el proceso de escritura, si no es escritor al menos debería entender el proceso de la escritura lo cual no significa que el acompañamiento en la academia, entre comillas, de escritura creativa esté reducida solo a los escritores.
Yo creo que la creación es algo que se practica, se desarrolla. La intuición también es perfectible; es decir no hay ningún secreto milenario, ningún arcano imposible en el acto de la creación literaria; entonces tampoco voy a cometer el exabrupto de decir que el acompañamiento a los nuevos escritores solo es posible por otro escritor.
En todo caso, en el caso del profesor–educador o del educador-escritor, ambos deberían tener cualidades pedagógicas al impartir sus talleres.
Y aquí entramos en el terreno del método. El profesor de escritura creativa no produce clones de su propia manera de entender la escritura. Debe tener una mirada diversa. De poderse ocupar de cinco autores con cinco miradas distintas y poder ofrecer a cada uno soluciones o aclaraciones de acuerdo a las características de cada una de esas cinco obras y no pretender que a los cinco los puede leer de la misma forma. Cada estudiante es un escritor en formación, con un universo en proceso de expansión, un big bang personal, que es importante percibir y respetar.
Por supuesto no existe un método único para crear, porque el autor de ese método infalible para la escritura creativa sería uno de los autores más vendidos en el planeta. Sobre esto reflexionó con ironía Jorge Luis Borges:
Si la literatura fuera un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro, a fuerza de ensayos y variaciones.
Tampoco existe un método único de enseñanza. Pero creo que el escritor como profesor debería tener un arsenal de recursos que le permita atender cada uno de aquellos hipotéticos cinco casos distintos y ofrecer soluciones creativas tanto en el contenido del texto, como en la pedagogía al enfrentar cada caso. Por eso resulta tan difícil trabajar con manuales o con clases sistematizadas y repetitivas. En escritura creativa, aunque parezca tautológico, la creatividad debería ser la regla al enseñar.
Hoy todo está sistematizado en las redes y es muy probable que si uno quisiera tomarse el trabajo de mirar los manuales disponibles, encontraría en sus páginas muchos de aquellos saberes de escritor cuya existencia he mencionado en este texto. Aquí y allá siempre los habrá, también es seguro que se puede encontrar en ellos algo sobre lo que el maestro Isaías Peña insiste mucho: un código personal, una nomenclatura. Porque afortunadamente, como la escritura creativa o creación literaria no es una ciencia exacta, pues tampoco existe una nomenclatura definida para trabajar con ella. Cada escritor/profesor desarrolla la suya. Entonces, partamos de que no existe el manual definitivo ni el método definitivo, pero si existen muchos caminos que pueden ser recomendados por cada escritor devenido en docente. El escritor como profesor.
Y supongo yo que todo eso llevará al mismo lugar: evitar que el escritor novato repita errores, duplique esfuerzos y pueda llegar más pronto a donde se dirige.
Esta sigue siendo la única verdad posible. Cualquier centro de escritura creativa, acorta los caminos, crea senderos, evita esfuerzos inútiles. El método o el anti método, o la ausencia de método está en eso. No hay un curso igual a otro. Llevo varios años impartiendo talleres y cursos y jamás he visto que un curso se parezca a otro, por la sencilla razón de que cada grupo de alumnos es distinto. Cada grupo genera una química distinta. Porque uno como escritor que acompaña a otros escritores, tampoco es el mismo cada año. Evoluciona. En todo caso el libro que me impresionó el mes pasado es diferente al que estoy leyendo esta semana. La novela o el conjunto de cuentos que estoy escribiendo me presenta unos problemas distintos a los que representó hacer el libro que ya escribí o ya publiqué. Es decir hay una sensibilidad cambiante.
Y en este territorio se trata de eso, estamos en un lugar donde no hay una ciencia exacta sino el espacio de las corazonadas, de seguir el instinto y ahí es donde vuelvo al principio donde señalaba que el escritor no se dedica a establecer certezas, a repartir sabidurías, a impartir conocimiento; tal vez se dedica a generar dudas, a provocar preguntas mas que a responderlas.
Los saberes de escritor se pueden compartir. Lo que no es tan fácil de replicar es la pasión por contar. La necesidad de construir un mundo. Eso es algo que solo cada escritor, impulsado por su pasión artística, puede resolver.
La pedagogía de la escritura literaria tiene mucho que ver con la esencia del papel del escritor como creador. La literatura obliga ser un buen expositor de ideas, de sentimientos. De narraciones amenas. Obviamente el escritor como profesor debe curiosear, aprender de la pedagogía. Pero el escritor en su esencia tiene incorporado un método de comunicación, el explicativo, pero la pedagogía le enseña a comprender la manera como se aprende y de esta forma acompaña mejor a los nuevos escritores.
El maestro abre las puertas de un libro, se supone que lo conoce, el libro del escritor. El que abre a su estudiante es él mismo. Es su experiencia, tal vez aquí radica un poco la esencia de lo que quiero decir. Aquí es donde surge el escritor como profesor de escritura. En esa develación, en la develación de sus propios descubrimientos.
El estudiante trae consigo lo que tiene que aprender antes de llegar al salón de escritura creativa. El escritor como profesor, por tanto, no enseña nada. Tal vez ayuda a hacer las preguntas y poco más. Acompaña el proceso en el que el estudiante descubre el escritor al que está condenado ser. Aprende a hacer las preguntas pertinentes; a entender el origen de sus pulsiones y de sus deseos de narrar.
Por ultimo, otra reflexión de Borges que nos debería recordar a los docentes de escritura creativa nuestro lugar en el mundo. Dice el maestro:
Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran mirado a las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer.