Leer es traducir, pues no hay dos personas que compartan las mismas experiencias. Un mal lector es como un mal traductor: interpreta literalmente cuando debe parafrasear y parafrasea cuando debe interpretar literalmente. En el aprendizaje de la lectura la valiosa educación es sin embargo menos importante que el instinto; grandes eruditos han sido malos traductores.
W.H. Auden
(Citado en Alquimia de escritor)
domingo, mayo 29, 2011
viernes, mayo 27, 2011
Los escritores y la medicina
Acaba de pasar la Feria del Libro de Bogotá. Los escritores quedan cansados de hablar, de conversar, de ver gente, de tomar vino en los cocteles y de bailar en la fiesta de despedida (no fui, pero supongo que lo hicieron). Entonces el guayabo, la resaca, o el chuchaqui –como lo llaman los invitados ecuatorianos– que dejó la feria, es una buena circunstancia para recordar un texto sobre la salud y la vida del escritor.
En los últimos años han surgido, por aquí y por allá, informaciones sobre la relación entre la salud del cuerpo y el intelecto. Se insiste en que las personas con una actividad intelectual como la del escritor tienen la posibilidad de vivir más tiempo y con mejor calidad de vida. Quizá una prueba sea el poeta Gonzalo Rojas, quien murió a los 93 años y hasta no hace mucho seguía subido a los aviones y ofrecía recitales y charlas divertidas a donde quiera que lo invitaban. Estuvo en la Feria de Bogotá apenas hace cuatro años y habló, recitó y brindó y siguió como un pétalo.
Hay médicos escritores y escritores que además son médicos. Entre nosotros podemos citar a Manuel Zapata Olivella, ya fallecido y a Octavio Escobar que ejerce de escritor pero ya no más como médico. Hay novelas sobre médicos y textos sobre medicina y los médicos. Cuentos de médicos como los de Williams Carlos Williams o la novela Doctor Arrowsmith de Siclair Lewis, recién reeditada y con nueva traducción.
Pero lo que resulta más extraño es que haya existido un tratado sobre la salud de los escritores que data de 1768. Sabemos de él, o por lo menos yo lo sé, gracias a una nota de prensa escrita hace decenas de años por el escritor italiano Leonardo Sciacia, quien en 1967 recordaba la existencia de este libro cuyo titulo lo dice todo. Della preservazione della salute de´ letterati e della gente aplicata e sedentaria de Giuseppe Antonio Pujati, profesor de medicina práctica de la Universidad de Padua.
Dice –o decía– don Giuseppe que los literatos pertenecen a una categoría tan exclusiva que se disculpaba si algunas de las prescripciones propuestas por él le servían a los zapateros o a los carpinteros. En general don Giuseppe Pujati analizaba los efectos del movimiento o la falta de movimiento en el cuerpo. Era obvio que los escritores de la época (y también muchos de los actuales) eran poco dados al movimiento, al ejercicio, al baile al menos.
Por otro lado, ya en los oficios propios del literato, Pujati encuentra que estos se dividen en dos, los oficios severos y los amenos. Más saludables los segundos, entre los cuales se incluye la poética y la oratoria, y en los cuales "actúa mucho la fantasía, la mente se solaza y no se inmoviliza".
Por otro lado, los problemas vienen con aquellas disciplinas que “arruinan a los hombres, incluso de fuerte temperamento, son los estudiosos de meditación y raciocinio, justamente llamados severos”. Estas actividades relacionadas con los estudios severos hacen que “finalmente aquel pobre cerebro tan bien hecho y tan bien construido, comienza a hundirse, y si la apoplejía le perdona, memoria y raciocinio menguan, (los escritores) se hacen estúpidos y chochean”.
Una vez lograda la distinción entre los aplicados a los estudios amenos y aquellos dedicados a los estudios severos, el doctor Pujati señala que sus remedios y medicaciones serán de buen provecho para los que se dedican a los estudios amenos y en mucha menor medida para los que se dedican a los estudios severos.
La prescripción básica del doctor Pujati recomienda una moderada meditación. En segundo lugar recomienda procurarse “quilificación”, o sea una buena digestión mediante la tranquilidad y el reposo. La sobriedad debe ser la regla, porque hay alimentos que espesan la sangre, por ejemplo el cordero castrado, los macarrones, las lasagnas, la pastelería y las setas, la “fungosa malicia”. En cuanto a las bebidas, buena el agua, menos el té, siempre el café. El chocolate no es bueno para los coléricos. Por último, el gran secreto: dormir bien.
Otras prescripciones consisten en mantenerse en movimiento. Esto puede ser desde caminar hasta ir a bailar (cosa que los escritores de la Feria cumplieron con creces). El baile es “gran medicina, no solo contra los males físicos, sino siempre contra los tratamientos aburridos, a los que, desgraciadamente, además de los Estudiosos, siguen estando sujetos los Literatos”.
Otra actividades para mantenerse en movimiento son montar a caballo e ir en barca.
Finalmente recomienda nuestro buen doctor del siglo XVIII, que todo escritor debe practicar de manera cotidiana la declamación y la lectura en voz alta. Es saludable para los pulmones, el corazón y el estómago. En la misma medida, debe evitar las pasiones del alma.
Cosa extraña para un oficio que si de algo trata, es de las pasiones.
En los últimos años han surgido, por aquí y por allá, informaciones sobre la relación entre la salud del cuerpo y el intelecto. Se insiste en que las personas con una actividad intelectual como la del escritor tienen la posibilidad de vivir más tiempo y con mejor calidad de vida. Quizá una prueba sea el poeta Gonzalo Rojas, quien murió a los 93 años y hasta no hace mucho seguía subido a los aviones y ofrecía recitales y charlas divertidas a donde quiera que lo invitaban. Estuvo en la Feria de Bogotá apenas hace cuatro años y habló, recitó y brindó y siguió como un pétalo.
Hay médicos escritores y escritores que además son médicos. Entre nosotros podemos citar a Manuel Zapata Olivella, ya fallecido y a Octavio Escobar que ejerce de escritor pero ya no más como médico. Hay novelas sobre médicos y textos sobre medicina y los médicos. Cuentos de médicos como los de Williams Carlos Williams o la novela Doctor Arrowsmith de Siclair Lewis, recién reeditada y con nueva traducción.
Pero lo que resulta más extraño es que haya existido un tratado sobre la salud de los escritores que data de 1768. Sabemos de él, o por lo menos yo lo sé, gracias a una nota de prensa escrita hace decenas de años por el escritor italiano Leonardo Sciacia, quien en 1967 recordaba la existencia de este libro cuyo titulo lo dice todo. Della preservazione della salute de´ letterati e della gente aplicata e sedentaria de Giuseppe Antonio Pujati, profesor de medicina práctica de la Universidad de Padua.
Dice –o decía– don Giuseppe que los literatos pertenecen a una categoría tan exclusiva que se disculpaba si algunas de las prescripciones propuestas por él le servían a los zapateros o a los carpinteros. En general don Giuseppe Pujati analizaba los efectos del movimiento o la falta de movimiento en el cuerpo. Era obvio que los escritores de la época (y también muchos de los actuales) eran poco dados al movimiento, al ejercicio, al baile al menos.
Por otro lado, ya en los oficios propios del literato, Pujati encuentra que estos se dividen en dos, los oficios severos y los amenos. Más saludables los segundos, entre los cuales se incluye la poética y la oratoria, y en los cuales "actúa mucho la fantasía, la mente se solaza y no se inmoviliza".
Por otro lado, los problemas vienen con aquellas disciplinas que “arruinan a los hombres, incluso de fuerte temperamento, son los estudiosos de meditación y raciocinio, justamente llamados severos”. Estas actividades relacionadas con los estudios severos hacen que “finalmente aquel pobre cerebro tan bien hecho y tan bien construido, comienza a hundirse, y si la apoplejía le perdona, memoria y raciocinio menguan, (los escritores) se hacen estúpidos y chochean”.
Una vez lograda la distinción entre los aplicados a los estudios amenos y aquellos dedicados a los estudios severos, el doctor Pujati señala que sus remedios y medicaciones serán de buen provecho para los que se dedican a los estudios amenos y en mucha menor medida para los que se dedican a los estudios severos.
La prescripción básica del doctor Pujati recomienda una moderada meditación. En segundo lugar recomienda procurarse “quilificación”, o sea una buena digestión mediante la tranquilidad y el reposo. La sobriedad debe ser la regla, porque hay alimentos que espesan la sangre, por ejemplo el cordero castrado, los macarrones, las lasagnas, la pastelería y las setas, la “fungosa malicia”. En cuanto a las bebidas, buena el agua, menos el té, siempre el café. El chocolate no es bueno para los coléricos. Por último, el gran secreto: dormir bien.
Otras prescripciones consisten en mantenerse en movimiento. Esto puede ser desde caminar hasta ir a bailar (cosa que los escritores de la Feria cumplieron con creces). El baile es “gran medicina, no solo contra los males físicos, sino siempre contra los tratamientos aburridos, a los que, desgraciadamente, además de los Estudiosos, siguen estando sujetos los Literatos”.
Otra actividades para mantenerse en movimiento son montar a caballo e ir en barca.
Finalmente recomienda nuestro buen doctor del siglo XVIII, que todo escritor debe practicar de manera cotidiana la declamación y la lectura en voz alta. Es saludable para los pulmones, el corazón y el estómago. En la misma medida, debe evitar las pasiones del alma.
Cosa extraña para un oficio que si de algo trata, es de las pasiones.
martes, mayo 10, 2011
Gentecita del montón por Mario Mendoza
(Presentación del libro)
Leí Gentecita del montón, de Roberto Rubiano Vargas, en 1982, recién graduado del colegio. Recuerdo bien el impacto que me causó este libro de cuentos: descubrí esa tarde que el mundo cercano, el mío, era susceptible de convertirse en literatura. Hasta ese momento yo creía que el verdadero arte era algo lejano, elevado, aéreo, necesariamente sublimado. Había leído ya literatura de la contracultura, claro, pero no había visto aún en esas páginas el mundo próximo y atroz que nos rodeaba, su atmósfera pesada y gris, su desaliento, su impotencia. Por otro lado, en la literatura que nos proponían los representantes de la cultura oficial no aparecía el Parque Tayrona, las colinas de Suba o el parque de los hippies de Chapinero. Y por primera vez leía a un escritor que se adentraba en ese universo que a mis escasos 18 años ya me parecía asfixiante.
Unos años atrás yo había vivido en la casa de mi abuela en Palermo y varios primos mayores que yo, melenudos y rockeros, pasaban a veces con sus amigos a visitarla. Hablaban de hongos alucinógenos, de La Miel, de recorridos iniciáticos por Perú o México, lamentaban los suicidios de Hendrix, de Janis Joplin o de Morrison, e incluso algunos de ellos terminaron yéndose al monte a servir de carne de cañón en las huestes guerrilleras. Nosotros, los jóvenes de comienzos de los ochenta, no éramos muy distintos. Habíamos heredado esa desesperación intacta.
Esta colección de relatos ganó el Premio Nacional de Cuento en 1981 y desató una gran polémica. Ciertos funcionarios conservadores que posaban de intelectuales lo atacaron con ferocidad y se indignaron por el premio. Nosotros, los muchachos que recorríamos las calles con las manos entre los bolsillos, que nos sentíamos vacíos y a la deriva, no sólo lo defendíamos en nuestras largas conversaciones de adolescentes desocupados, sino que nos empezamos a pasar el voz a voz, lo empezamos a comprar y a recomendar. Lo sentimos como un símbolo propio, como una bandera que nos querían arrebatar, como un aullido de angustia (el nuestro) que querían acallar a toda costa.
Ahora que lo pienso con cierta distancia, esa polémica ha estado siempre vigente en este país. La cultura oficial prefiere la literatura, el cine o la pintura que exalten una belleza ascendente, poco problemática, pacífica y contemplativa. Una cultura que deje el establecimiento en paz y que no ahonde mucho en nuestras miserias más íntimas. Rubiano, como un cirujano diestro, metía el bisturí allí donde el establecimiento sentía más miedo: en el vacío de varias generaciones en cadena que veían cómo la ilusión de un mundo mejor se desvanecía en medio del consumismo, la hipocresía de los políticos y la doble moral de una sociedad que permitía la corrupción y la codicia mientras pregonaba valores que jamás practicaría. Esas promesas de la Modernidad incumplida (justicia, equidad, solidaridad, fraternidad) estaban arrinconando a varios jóvenes que empezábamos ya a descubrir que la realidad era una trampa. Y los personajes de Rubiano eran como nosotros, estaban perdidos, callejeaban sin rumbo fijo, bebían o fumaban marihuana porque sentían la ciudad como un enorme desierto sin oasis a la vista. Y claro, esa escritura quirúrgica que abría heridas en cada relato era peligrosa, había que detenerla, prohibirla, descalificarla. Pero sobrevivió, y puedo decir con orgullo que sobrevivió gracias a nosotros, sus lectores.
Unos años después yo empezaría a calentar la mano en mis primeros cuentos, y no me sentí cómodo. Había entrado por la puerta de la literatura fantástica y descubrí que no era lo mío. Entonces volví a recorrer las calles por enésima vez, a buscar, a preguntarme dónde estaría mi verdadera voz como escritor. Una tarde recordé con cariño mi viejo ejemplar de Gentecita del montón, lo saqué de la biblioteca y lo releí. La revelación fue máxima. Ahí estaba la puerta abierta esperándome, el vacío, la decepción, el fracaso total, el rock, el nomadismo, nuestro extravío más profundo y sincero.
Por eso me gusta tanto ver a los jóvenes de hoy con los libros de Rubiano bajo el brazo. Porque en lugar de mejorar, la realidad ha empeorado notablemente. Aislamiento, depresión, desempleo, suicidio, corrupción, violencia física y psicológica, abatimiento, desmoralización, pesimismo, desarraigo, mentiras a diestra y siniestra, en fin, la lista de horrores es larga. La realidad continúa siendo una trampa y eso significa que, de alguna manera, Rubiano fue un precursor. Uno inmejorable.
Mario Mendoza 2011.
Leí Gentecita del montón, de Roberto Rubiano Vargas, en 1982, recién graduado del colegio. Recuerdo bien el impacto que me causó este libro de cuentos: descubrí esa tarde que el mundo cercano, el mío, era susceptible de convertirse en literatura. Hasta ese momento yo creía que el verdadero arte era algo lejano, elevado, aéreo, necesariamente sublimado. Había leído ya literatura de la contracultura, claro, pero no había visto aún en esas páginas el mundo próximo y atroz que nos rodeaba, su atmósfera pesada y gris, su desaliento, su impotencia. Por otro lado, en la literatura que nos proponían los representantes de la cultura oficial no aparecía el Parque Tayrona, las colinas de Suba o el parque de los hippies de Chapinero. Y por primera vez leía a un escritor que se adentraba en ese universo que a mis escasos 18 años ya me parecía asfixiante.
Unos años atrás yo había vivido en la casa de mi abuela en Palermo y varios primos mayores que yo, melenudos y rockeros, pasaban a veces con sus amigos a visitarla. Hablaban de hongos alucinógenos, de La Miel, de recorridos iniciáticos por Perú o México, lamentaban los suicidios de Hendrix, de Janis Joplin o de Morrison, e incluso algunos de ellos terminaron yéndose al monte a servir de carne de cañón en las huestes guerrilleras. Nosotros, los jóvenes de comienzos de los ochenta, no éramos muy distintos. Habíamos heredado esa desesperación intacta.
Esta colección de relatos ganó el Premio Nacional de Cuento en 1981 y desató una gran polémica. Ciertos funcionarios conservadores que posaban de intelectuales lo atacaron con ferocidad y se indignaron por el premio. Nosotros, los muchachos que recorríamos las calles con las manos entre los bolsillos, que nos sentíamos vacíos y a la deriva, no sólo lo defendíamos en nuestras largas conversaciones de adolescentes desocupados, sino que nos empezamos a pasar el voz a voz, lo empezamos a comprar y a recomendar. Lo sentimos como un símbolo propio, como una bandera que nos querían arrebatar, como un aullido de angustia (el nuestro) que querían acallar a toda costa.
Ahora que lo pienso con cierta distancia, esa polémica ha estado siempre vigente en este país. La cultura oficial prefiere la literatura, el cine o la pintura que exalten una belleza ascendente, poco problemática, pacífica y contemplativa. Una cultura que deje el establecimiento en paz y que no ahonde mucho en nuestras miserias más íntimas. Rubiano, como un cirujano diestro, metía el bisturí allí donde el establecimiento sentía más miedo: en el vacío de varias generaciones en cadena que veían cómo la ilusión de un mundo mejor se desvanecía en medio del consumismo, la hipocresía de los políticos y la doble moral de una sociedad que permitía la corrupción y la codicia mientras pregonaba valores que jamás practicaría. Esas promesas de la Modernidad incumplida (justicia, equidad, solidaridad, fraternidad) estaban arrinconando a varios jóvenes que empezábamos ya a descubrir que la realidad era una trampa. Y los personajes de Rubiano eran como nosotros, estaban perdidos, callejeaban sin rumbo fijo, bebían o fumaban marihuana porque sentían la ciudad como un enorme desierto sin oasis a la vista. Y claro, esa escritura quirúrgica que abría heridas en cada relato era peligrosa, había que detenerla, prohibirla, descalificarla. Pero sobrevivió, y puedo decir con orgullo que sobrevivió gracias a nosotros, sus lectores.
Unos años después yo empezaría a calentar la mano en mis primeros cuentos, y no me sentí cómodo. Había entrado por la puerta de la literatura fantástica y descubrí que no era lo mío. Entonces volví a recorrer las calles por enésima vez, a buscar, a preguntarme dónde estaría mi verdadera voz como escritor. Una tarde recordé con cariño mi viejo ejemplar de Gentecita del montón, lo saqué de la biblioteca y lo releí. La revelación fue máxima. Ahí estaba la puerta abierta esperándome, el vacío, la decepción, el fracaso total, el rock, el nomadismo, nuestro extravío más profundo y sincero.
Por eso me gusta tanto ver a los jóvenes de hoy con los libros de Rubiano bajo el brazo. Porque en lugar de mejorar, la realidad ha empeorado notablemente. Aislamiento, depresión, desempleo, suicidio, corrupción, violencia física y psicológica, abatimiento, desmoralización, pesimismo, desarraigo, mentiras a diestra y siniestra, en fin, la lista de horrores es larga. La realidad continúa siendo una trampa y eso significa que, de alguna manera, Rubiano fue un precursor. Uno inmejorable.
Mario Mendoza 2011.
jueves, mayo 05, 2011
Una vieja novedad en la feria
El sábado 7 de mayo se presentó en la Feria del Libro de Bogotá una colección llamada Voces de Fuego, de la editorial Pluma de Mompox. Son 65 libros publicados de un solo golpe. Un esfuerzo raro en un medio como el nuestro. La colección ofrece espacio a muchos nuevos autores (dos terceras partes de la lista más o menos), algunos con su primer libro; e incluye a autores con una trayectoria un poco más larga. Yo soy uno de ellos. Allí aparece el primer libro de narrativa publicado por mí: Gentecita del Montón. Este es el texto o "Nota Bene" que escribí para esta edición.
La primera edición de este libro fue publicada por Carlos Valencia Editores en 1981, hace treinta años y por tanto esta segunda edición resulta ser una especie de celebración de aniversario.
Revisé algunos aspectos formales de estos cuentos para superar torpezas narrativas propias de un primer libro; así mismo reintegré dos de los cuentos que fueron parte del original que ganó el Premio Nacional para libro de cuentos ofrecido por la Fundación Guberek y Carlos Valencia Editores en aquel año, y que por diversas razones fueron suprimidos. Un par de ellos por sugerencia del editor y algún otro que censuré por razones personales.
Por otros motivos (sobre todo porque ya no me gustan), suprimí dos de los cuentos de la edición original; todo esto para que esta versión de Gen- tecita del Montón no sea una curiosidad bibliográfica sino una colección que recupere el espíritu y la frescura de cuando estos cuentos fueron escritos y publicados en los años setenta y ochenta.
Por último, no he cambiado la dedicatoria (este libro sigue siendo para Alma), pero también quisiera hacer explícito mi reconocimiento –por el aprendizaje recibido– al editor de la primera edición de este libro, Carlos Valencia Goelkel. Con mi admiración y respeto.
La primera edición de este libro fue publicada por Carlos Valencia Editores en 1981, hace treinta años y por tanto esta segunda edición resulta ser una especie de celebración de aniversario.
Revisé algunos aspectos formales de estos cuentos para superar torpezas narrativas propias de un primer libro; así mismo reintegré dos de los cuentos que fueron parte del original que ganó el Premio Nacional para libro de cuentos ofrecido por la Fundación Guberek y Carlos Valencia Editores en aquel año, y que por diversas razones fueron suprimidos. Un par de ellos por sugerencia del editor y algún otro que censuré por razones personales.
Por otros motivos (sobre todo porque ya no me gustan), suprimí dos de los cuentos de la edición original; todo esto para que esta versión de Gen- tecita del Montón no sea una curiosidad bibliográfica sino una colección que recupere el espíritu y la frescura de cuando estos cuentos fueron escritos y publicados en los años setenta y ochenta.
Por último, no he cambiado la dedicatoria (este libro sigue siendo para Alma), pero también quisiera hacer explícito mi reconocimiento –por el aprendizaje recibido– al editor de la primera edición de este libro, Carlos Valencia Goelkel. Con mi admiración y respeto.
lunes, mayo 02, 2011
Una de Sábato
Que yo sepa, escritores como Sófocles, Dante y Shakespeare no se propusieron la belleza como fin, sino el examen de nuestra condición humana, la exploración de sus abismos y límites. Es claro que en este trabajo se encuentra la belleza, pero no aquella que se logra cuando se la busca por sí misma, sino otra: grande y trágica, desgarrada por la disonancia y el horror. Todas las tragedias escritas por el hombre, desde la que cuenta el destino de Edipo hasta la que narra la muerte de Ivan Ylich muestran esa belleza de los abismos.
Ernesto Sábato
(Citado en Alquimia de Escritor)
Ernesto Sábato
(Citado en Alquimia de Escritor)
Y otra de Sábato
Si nos llega dinero por nuestra obra, está bien. Pero escribir para ganar dinero es una abominación. Esa abominación se paga con el abominable producto que así se engendra.
(…)
Pero ¿Cómo vivir? De cualquier modo que la creación no sea manoseada, bastardeada, abaratada: poniendo un tallercito mecánico, trabajando de empleado en un banco, vendiendo baratijas en la calle, asaltando un banco.
Ernesto Sábato
(Citado en Alquimia de Escritor)
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