viernes, abril 25, 2014

Desventuras de un escritor de libros

Foto de Hernán Díaz
Por Gabriel García Márquez

(Este texto de G.G.M fue publicado en Colombia por El Espectador, en 1966 y la revista ECO en 1978. Sirva esta irónica reflexión, escrita durante el período en que trabajaba en Cien años de soledad, como otra lágrima en el torrente de despedida de nuestro Hermano Mayor.)

Escribir libros es un oficio suicida. Ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración, en relación con sus beneficios inmediatos. No creo que sean muchos los lectores que al terminar la lectura de un libro, se pregunten cuantas horas de angustias y de calamidades domésticas le han costado al autor esas doscientas páginas, y cuanto ha recibido por su trabajo. Para terminar pronto, conviene decir a quien no lo sepa, que el escritor se gana solamente el diez por ciento de lo que el comprador paga por el libro en la librería. De modo que el lector que compró un libro de veinte pesos, sólo contribuyó con dos pesos a la subsistencia del escritor. El resto se lo llevaron los editores, que corrieron el riesgo de imprimirlo, y luego los distribuidores y los libreros. Esto parecerá todavía más injusto, cuando se piense que los mejores escritores son los que suelen escribir menos y fumar más, y es por tanto normal que necesiten por lo menos dos años y veintinueve mil doscientos cigarrillos para escribir un libro de doscientas páginas. Lo que quiere decir, en buena aritmética, que nada más en lo que se fuman se gastan una suma superior a lo que van a recibir por el libro. Por algo, me decía un amigo escritor, todos los editores, distribuidores y libreros son ricos, y todos los escritores somos pobres.

El problema es más crítico en los países subdesarrollados, donde el comercio de libros es menos intenso, pero no es exclusivo de ellos. En los Estados Unidos, que es el paraíso de los escritores de éxito, por cada autor que se vuelve rico de la noche a la mañana con la lotería de las ediciones de bolsillo, hay centenares de escritores aceptables condenados a cadena perpetua bajo la gota helada del diez por ciento. El último caso espectacular de enriquecimiento con causa en los Estados Unidos es el del novelista Truman Capote con su libro A sangre fría, que en las primeras semanas le produjo medio millón de dólares en regalías, y una cantidad similar por los derechos para el cine. En cambio Albert Camus, que seguirá en las librerías cuando ya nadie se acuerde del estupendo Truman Capote, vivía de escribir argumentos cinematográficos con seudónimo, para poder seguir escribiendo sus libros.

El premio Nobel que recibió pocos años antes de morir, apenas fue un desahogo momentáneo para sus calamidades domésticas, porque ese galardón que tanta fama y tantos compromisos acarrea consigo solamente significa un alivio de unos 40.000 dólares, más o menos lo que en estos tiempos cuesta una casa con un jardín para los niños. Mejor aunque involuntario fue el negocio que hizo Jean Paul Sartre al rechazarlo, pues con su actitud ganó un justo y merecido prestigio de independencia, que aumentó la demanda de sus libros.

Muchos escritores añoran al antiguo mecenas, rico y generoso señor que mantenía a los artistas para que trabajar a gusto. aunque con otra cara, los mecenas existen. Hay grandes consorcios financieros que a veces por pagar menos impuestos, otras veces por disipar la imagen de tiburones que se han formado de ellos la opinión pública, y no muchas veces por tranquilizar sus conciencias, destinan sumas considerables a patrocinar el trabajo de los artistas. Pero los escritores somos gentes a quien nos gusta hacer lo que nos da la gana, y sospechamos, acaso sin fundamento, que el patrocinador compromete la independencia de pensamiento y expresión y origina compromisos indeseables. En mi caso, prefiero escribir sin subsidios de ninguna índole, no sólo porque padezco de un estupendo delirio de persecución, sino porque cuando empiezo a escribir ignoro por completo con quien estaré de acuerdo al terminar. Seria injusto que a la postre estuviera en desacuerdo con la ideología del patrocinador –cosa muy probable en virtud del conflictivo espíritu de contradicción de los escritores–, así como sería completamente inmoral que por casualidad estuviera de acuerdo.

El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalista del capitalismo, parece ser una réplica a la oferta socialista de considerar al escritor como un trabajador a sueldo del Estado. En principio, la solución socialista es correcta, porque libera el escritor de la explotación de los intermediarios. Pero en la práctica, hasta ahora y quién sabe por cuanto tiempo, el sistema ha dado origen a riesgos más graves que las injusticias que ha pretendido corregir. El reciente caso de dos pésimos escritores soviéticos que han sido condenados a trabajos forzados en Siberia, no por escribir mal sino por estar en desacuerdo con el patrocinador, demuestra hasta qué punto puede ser peligroso el oficio de escribir bajo un régimen sin la suficiente madurez para admitir la verdad eterna de que los escritores somos unos facinerosos a quienes los corset doctrinarios, y hasta las disposiciones legales, nos aprietan más que los zapatos. Personalmente, creo que el escritor, como tal, no tiene otra obligación revolucionaria que la de escribir bien. Su inconformismo, bajo cualquier régimen, es una condición esencial que no tiene remedio, porque el escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor.

Después de esta triste revisión de infortunios, resulta elemental preguntarse, por qué escribimos los escritores. La respuesta, por fuerza, es tanto más melodramática cuanto más sincera. Se es escritor, simplemente como se es judío o se es negro. El éxito es alentador, el favor de los lectores es estimulante, pero estas son ganancias suplementarias, porque un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras, aún con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan. Es una especie de deformación congénita, que explica muy bien la barbaridad social de que tantos hombres y mujeres se haya suicidado de hambre, por hacer algo que al fin y al cabo, y hablando completamente en serio, no sirve para nada.


México, julio de 1966

jueves, abril 24, 2014

Lecturas sobre Proust

Un libro lleva a otro libro. Una temporada con Marcel Proust, de René Peter (Bruguera), mencionado en una entrada anterior, me llevó a revisar de nuevo El abrigo de Proust, de Lorenza Foschinni (Impedimenta), esta lectura a su vez me hizo volver a mirar la biografía Marcel Proust, de Ghislain de Diesbach (Anagrama) y todas estas lecturas me llevaron a abrir de nuevo (después de decenas de años) Por el camino de Swann, la primera parte de la Búsqueda del tiempo perdido y ahí estoy.

Una temporada con Marcel Proust nos ofrece una imagen de Proust antes de ser el autor de su gran novela. En ese momento se encuentra corrigiendo las pruebas de su traducción de John Ruskin y haciendo notas para su Contra Saint Beuve. Es más un señorito raro de sociedad que el intelectual que la tradición occidental ha reconocido. Es el retrato de un escritor discreto que busca un editor que quiera ocuparse de sus futuros libros pagado por sus recursos personales. Esta modesta actitud fue la que hizo que Grassett publicara el Camino de Swann pagando los gastos con el dinero del autor. Por supuesto, ante el éxito inmediato, los siguientes libros fueron publicados normalmente, es decir, reconociendo derechos de autor.

Este perfil me hizo volver a revisar el libro de Lorenza Foschinni que es una encantadora búsqueda de los objetos de Proust recogidos por un coleccionista: el perfumero Jacques Guerlain. Esta historia nos traslada a una jornada proustiana en la que presenciamos la fuerte contradicción entre la burguesía francesa, tan arribista ella, tan pobre intelectualmente y la fuerza creadora de un gran autor que morosamente busca las conexiones entre las costumbres sociales y los sentimientos. Es la historia de la cuñada de Marcel Proust empeñada en desaparecer todo vestigio de la vida personal del autor, quemando sus cartas, sus manuscritos y regalando sus objetos personales, y la pasión de un coleccionista rescatando de la basura desde la cama y la biblioteca, hasta los manuscrtios y el legendario abrigo forrrado con piel de nutria, que protegía al hipocondriaco escritor parisino.

Este pequeño recorrido por la vida del ilustre novelista permite percatarse como es de débil el mundo del escritor. Alguien que hoy es celebrado como una pieza fundamental del engranaje de la literatura universal, fue menospreciado hasta donde no está dicho por una señora que jamás lo leyó pero que se sintió afectada por los gustos sexuales de su cuñadito. Proust tampoco gozó en principio de la aceptación del mundo intelectual de su tiempo y si no hubiera sido por la porfía del escritor y dramaturgo Jean Cocteau, al que debemos otros "descubrimientos", como por ejemplo Raymond Radiguet, la obra de Proust tal vez no hubiera sido apreciada en toda su magnitud.

De hecho como nos recuerda Ghislain de Diesbach en su biografía sobre Marcel, este se quejaba amargamente de que sus libros no vendían muy bien, cuando ya estaban publicados en la Pleiade, mientras que un autor, totalmente olvidado hoy, lograba colocar más de sesenta mil ejemplares por edición.

Hoy, por fortuna todo está en su lugar y la obra de Proust sigue deparando para aquellos interesados en la lectura de páginas que detallan hasta la perfección toda la imperfección humana, horas de gratísima compañía. Por eso estoy otra vez transitando las páginas de la Búsqueda del tiempo perdido y todo gracias a esas lecturas baratas, es decir de bajo precio, conseguidas en esas librerías de viejo donde el libro descontinuado aguarda pacientemente por compradores que les ofrezcan una segunda oportunidad sobre la tierra.

La escritura después de gabo

¿Cómo escribir después de Gabriel Garcia Marquez? Esta es una pregunta que se le hizo a todo escritor colombiano después de la publicación de Cien años de soledad, en 1967. En ese momento la estatura literaria que alcanzó el autor de Aracataca parecía opacar cualquier otro esfuerzo literario, por lo menos dentro de las fronteras colombianas. Muchos escritores que comenzaban su tareas en aquel entonces quizá se sintieron un poco coartados por la presencia tutelar del fabulador de Macondo. En cambio, para los escritores, como yo, que comenzamos a escribir cuando ya la obra de García Márquez estaba bien establecida, su presencia no sólo fue un estímulo sino también un alivio.

Por aquel entonces, hablo de comienzos de la década de 1970, todavía se debatía mucho acerca de la diferencia entre una literatura rural y otra urbana. Se consideraba que al ser Colombia un país mayoritariamente rural (más bien provinciano, diría yo) esta debía ser la literatura posible; pero justamente García Márquez acababa de torcerle el pescuezo a la literatura rural considerada como un rezago provincial. O sea, nos quitó el peso de escribir sobre mundos que no nos pertenecían.


Los escritores de mi generación entendieron que había que comenzar a escribir sobre el mundo que realmente conocíamos, es decir, sobre nuestro barrio. Eso, por demás, era lo que había hecho García Márquez al construir su imaginario de Macondo, que no era más que el mundo de su natal Aracataca y Sucre, el municipio donde creció. Ese mundo pueblerino de la costa Caribe colombiana que era
, de hecho, el barrio de García Márquez.

Él mismo después de lograr alturas míticas con Macondo, decidió volver a escribir, despojándolos de la máscara, sobre los lugares que dieron origen a su aldea imaginaria, Sucre en Crónica de una muerte anunciada, Cartagena en El amor de los tiempos del cólera e incluso escribió sobre los paisajes y sus experiencias vividas en otras latitudes, en Doce cuentos peregrinos, que incluyeron cuentos en Europa, México y Colombia.


Hoy podemos mirar la benéfica influencia de su obra en todos los escritores posteriores a él. García Márquez, ya no es un peso pesado difícil de llevar (en mi caso nunca lo fue), sino más bien una suerte. Si Jairo Aníbal Niño decía que todos los escritores deberiamos considerarnos colegas de Homero, también deberíamos sentir que gracias a García Márquez esta aproximación al legendario literato griego es más real.


García Márquez nunca fue un peso para otros escritores, fue más bien un salvavidas para la literatura que hizo flotar el deseo de contar, de narrar historias, que favoreció la existencia de nuevos narradores. Por eso y sólo por eso, ya podríamos considerarnos felices por haberlo tenido durante el breve lapso de ochenta y siete años caminando sobre la tierra.


Claro que sería mucho más perfecto si hubieran sido cien años.