martes, febrero 28, 2012

Una de Andrés Trapiello

Reproduzco esta nota de Andrés Trapiello, publicada originalmente en el Magazine de La Vanguardia el 22 de enero de 2012, y reproducida en su excelente Blog, Hemeroflexia. Es una sensata reflexión sobre la red y los derechos de autor. Sobre la defensa del creador frente a las propuestas de los delirantes adalides de la libertad en línea dígital.

NI TUYO NI MÍO

Siempre le hizo a uno muchísima gracia el modo en que el padre de mi tío Vitalino, marido de Estilita, hermana a su vez de Porfirio y Presvinda, le explicaba a su mujer, Basilisa (en León nos las gastamos así con los nombres propios), lo que iba a significar la República, que acababa de ser proclamada en 1931: “Será algo muy bueno: entre lo que tenemos y lo que nos toque del reparto, estaremos mucho mejor”. El hombre consideraba que lo suyo era suyo, y lo de los demás, de todos.

Es más o menos lo que piensan de la llamada propiedad intelectual algunas gentes, negándola sin rebozo después de vestirla con una palabra que suena enteramente altruista: el procomún. Sus argumentos, si no los ha comprendido uno mal, son los siguientes: hay bienes que son de todos: el agua, el aire, el conocimiento científico, el software y, también, las obras culturales. En el caso de los creadores, como ellos no crean de la nada, sino que son parte de una cadena de cientos, de miles de años, deben devolver su obra a los demás, en lo que han denominado retorno social. Leo en un periódico a uno de los defensores del procomún: “Para que a alguien creativo se le ocurra algo, ha tenido antes que leer un montón de cosas (...) y ha necesitado una infraestructura, bibliotecas, transportes, canales de acceso... Hay una dimensión en la creación que es procomunal: por eso es un absurdo que a alguien al que se le ocurre algo le den la propiedad en exclusiva por ni se sabe cuántos años”. Sí se saben los años, ochenta. Muchos o pocos, según se mire. Pocos, por ejemplo, mientras al palacio de Liria, que es también una creación cultural, con todas las colecciones de arte que contiene, no se le aplique el concepto de retorno social, al igual que a todas las patentes de objetos en los que intervenga la rueda, que viene, como se sabe, de atrás, y sin la cual no habrían sido posibles.

Jamás ha ocultado uno, al contrario, lo ha difundido desde hace años, este raro convencimiento, compartido, me consta, por otros creadores: la sensación de que los logros propios nos son ajenos, como si tal o cual página, tal o cual poema, nos lo hubiera dictado alguien mucho mejor que nosotros, en tanto que fracasos o errores los reconocemos de inmediato como propios. Por tanto, algo de lo que sostienen los defensores del procomún es cierto. Todo lo sabemos entre todos, decía Giner de los Ríos, quien lo había oído de un pastor soriano. Por eso no le importará a uno renunciar a sus derechos en favor del común: el día en que dejen entrar en el palacio de Liria a todo el mundo como en su propia casa, o llevarse de la tienda de Apple, sin pagar, naturalmente, el ipad con el que van a descargarse bienes del procomún, o engancharse gratuitamente a la red telefónica o, invocando al inventor de la rueda, hacer uso del primer coche que tenga a mano. Lucha uno por algo así desde que era joven, desde que pensó que el mundo sería mejor si lo compartíamos todo con todos, si seguíamos el principio clásico: trabajar cada cual según sus facultades y recibir según sus necesidades. A eso se le llama comunismo, pero se teme uno que nos lo están explicando como a la tía Basilisa. Ahora bien, si llega la cosa, ese día lo mío es de todos, y lo de todos, mío. O mejor aún: ni tuyo ni mío.

Entrevista

Esteban Dublin de la revista electrónica Internacional Microcuentista, me pidió que respondiera este cuestionario. Aquí lo copio.

Esteban Dublin: En tu blog personal, has escrito algunas notas con respecto a tu relación con el microrrelato. Cuéntanos de dónde salió tu gusto por el género y por qué...

RRV: Comencé a escribir cuentos (y novelas) desde que estaba en el colegio. Siempre fui un lector apasionado del cuento, Chéjov. London, Maupassant y ya en la universidad (comienzos de los setenta), se publicaban muchos cuentos de autores latinoamericanos. Parte de esta fiebre por el cuento produjo una gran revista mexicana dedicada al género: El cuento, dirigida por Edmundo Valadés. Esta revista publicaba en cada número algunos cuentos muy cortos, algunos de un párrafo, muy sorprendentes e ingeniosos. Entre sus autores se destacaba una autora argentina llamada Luisa Valenzuela y un venezolano, Luis Brito García. Al mismo tiempo conocí un par de antologías sobre el cuento fantástico hechas por Borges y Bioy Casares. En estas antología brillaban con especial incandescencia los cuentos cortos. Por tanto desde mis primeros tiempos como aprendiz de cuentista, le dediqué mucho tiempo al minicuento. Todavía me sigue interesando, mucho, como lector y como autor. Los disfruto mucho leyéndolos y cuando se me da, también escribiéndolos.

E.D: Sabemos que amas la fotografía. ¿Qué relación encuentras entre el microrrelato y tu otra pasión?

RRV: En realidad no estoy muy de acuerdo con aquella idea esbozada por Cortázar de que un cuento es como una foto y una novela como una película. Más bien estoy de acuerdo con el cuentista Octavio Escobar, quien dice que el cuento es lo que más se parece a un largometraje. La foto tiene una relación mucho más directa con la poesía. Actualmente mis fotografías son imágenes intervenidas de manera digital. Probablemente en una fotografía mía, una vez terminada de elaborar, se pueden encontrar cinco o seis negativos o tomas digitales (a veces más), pero aunque trato de sintetizar historias en ellas, creo que solo consigo lograr una impresión, una sensación sobre la realidad fotografiada. El microcuento, tal como yo lo entiendo, tiene más que ver con el hecho de contar que con la prosa poética, que abunda en la minificción. Por tanto no encuentro una relación evidente entre el microcuento y la fotografía. Supongo que muy profundamente mi actividad como escritor y como fotógrafo se nutren de la misma necesidad de expresión; pero me resulta difícil definir esa conexión.

E.D: Has sido premiado en diferentes certámenes nacionales de cuento. ¿A qué crees que se deba? ¿Qué le dirías a los escritores que se quieren dedicar a esto?

RRV: Gané algunos premios de cuento en diversas épocas de mi vida. Supongo que lo conseguí porque eran los cuentos que más impactaron al jurado. Hoy en día participo como jurado en muchos concursos y sé que los buenos cuentos se van imponiendo poco a poco. A medida que uno va leyendo –en medio de la avalancha de escritos–. Poco a poco, pero con firmeza, los mejores cuentos se van decantando por argumento, originalidad y escritura. Yo creo que los concursos son buenos para comenzar a difundir la obra de los autores novatos o simplemente de los escritores que buscan un poco de reconocimiento, y en algunos casos, algo de apoyo económico en un medio donde existe tan poco estímulo para los escritores. Para ganar hay que tener obra de calidad, pero también hay que contar con algo de suerte, y esa suerte es que el jurado realmente lea todo lo que llega. Un jurado descuidado (que no lea con juicio) le puede hacer daño a un escritor que ha trabajado con honestidad. A veces mis compañeros de jurado han tenido opiniones totalmente contrarias a las mías. He estado en situaciones donde yo propongo un ganador y mis compañeros de jurado no lo consideran ni como finalista (así de subjetiva puede ser la manera de juzgar en un jurado). Nunca hay que tomar el resultado de un concurso como una opinión definitiva sobre lo que uno escribe. Ni cuando se gana, ni cuando de pierde.

E.D: Háblanos de tu malestar con respecto al auge desmedido que ves con respecto a la minificción…

RRV: No tengo ninguna reserva, por principio, ante el minicuento o relato breve. Me preocupa que los nuevos escritores crean que es un camino de aprendizaje debido a la aparente facilidad que representa escribir un párrafo. Por ese camino se llega a creer que el cuento, en su versión habitual (2 a 20 páginas) solo es un camino para llegar a las ligas mayores representadas por la novela, lo cual no es cierto. El minicuento, el cuento y la novela son un destino en sí mismos. Hay escritores que desarrollan habilidad para uno de estos géneros y a veces no les alcanza la habilidad o la experiencia para dominar otras formas de narrar. Cada una de esta formas conlleva dificultades. Un buen minicuento es tan exigente como un buen cuento o como una novela. La narrativa se divide básicamente en dos. Las obras necesarias y las prescindibles. Las necesarias son aquellas que reflejan intereses reales, honestidad vivencial e intelectual, oficio y dedicación. Las prescindibles son las que se hacen por calentar la mano, entre estas probablemente está un alto porcentaje de eso que llamas el “auge desmedido de la minificción”.

E.D: ¿Hacia dónde crees que va el microrrelato en Colombia? ¿Crees que haya un futuro editorial?

RRV: Siempre hay futuro para los cuentos bien escritos. Lo que sucede es que los buenos cuentos son muy escasos. Yo solo tengo un libro de cuentos cortos (no creo que puedan considerarse minificcción) y no tuve problemas para publicarlo en una editorial que lo ofrece en Colombia y en otros países de América Latina. Editar en Colombia siempre ha sido difícil para el escritor que comienza. Las editoriales de origen español tienen poco interés en el cuento, en general y casi ninguno en el microcuento. Sus editores rinden pleitesía a la noción de que solo la novela vende. Sin embargo hay nuevas editoriales, tanto en España como en Colombia, que apuestan por nuevas opciones. Un buen conjunto de microcuentos siempre encontrará posibilidades de ser publicado en una de estas editoriales.

E.D: Aparte de la literatura y la fotografía, otras cosas deben apasionarte. ¿Cuáles son?

RRV: Cine, salsa, rock, jazz y la historia de América desde mucho antes de 1492.

Un libro: Tirante el Blanco de Joanot Martorell (y Martí Joan da Galba).
Una película: El filo del tiempo de Win Wenders.
Un autor: Mis preferencias varían constantemente, hoy es Cormac MacCarthy.
Un aroma: Tierra caliente.
Una comida: Mexicana y/o española.
Una foto: La secuencia Things are queer de Duane Michaels.
Un cliché: Ninguno.
Un dibujo animado: Fritz the cat, de Ralph Bakshi, basado en el cómic de Robert Crumb.
Una frivolidad: Todas.
Un secreto: No saber guardarlos.

El curioso lector y el libro nuevo

A veces abro libros que reposan en mi biblioteca desde hace varios años. Lecturas de otro tiempo que continúan ahí tal vez porque alguna vez los volveré a leer, o porque los colecciono, o por cualquier otra razón. A veces abro esos libros y leo pasajes que me recuerdan sensaciones que tuve cuando los leí; también hay ocasiones en que no recuerdo nada y me sorprendo de ellos. En esos casos termino leyéndolos de nuevo, como si fuera la primera vez.

Es el placer de los libros nuevos que a veces los libros viejos nos ofrecen. Algo así como el placer que deparan los libros publicados hace dos o tres siglos y cuya calidez sigue conmoviéndonos.

Durante esas lecturas curiosas a veces abro un libro y encuentro un párrafo, una frase subrayada que corresponde a sentimientos y curiosidades de otra epoca de mi vida. Que me recuerdan al lector curioso que era y que sigo siendo de otra manera.

En esos casos siento renovada mi fe en la lectura, en el placer de la lectura.

Aquí va uno de esos párrafos subrayados por mí en alguna lectura de hace muchos años. Lo encontré en el primer capítulo de una de las últimas novelas de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero (1979). En él habla de los libros nuevos.

Es un placer especial el que te proporciona el libro recien publicado, no es solo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez, continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después de perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras? Nunca se sabe.

martes, febrero 14, 2012

¿Se pueden leer los clásicos?

A propósito de la entrada que publiqué sobre El conde de Montecristo, he tenido varias conversaciones con amigos y escritores interesados en leer a los llamados autores clásicos y de ahí me han surgido varias inquietudes.

Leer a los clásicos es una recomendación que suele caer en el vacío. Es una frase hueca que en realidad niega la lectura de esos libros. Es como la pregunta que suelen hacer los malos periodistas a los malos lectores, ¿Que libro tiene en la mesa de noche? Y los malos lectores siempre contestan con un lugar común que evoluciona con las generaciones. Hace cuarenta años respondían: María de Jorge Isaacs, o La voragine de Rivera, hace treinta años citaban a Cien años de soledad, desde hace veinte, quizá a Saramago, o a cualquier escritor que aparezca en las revistas de sociales más de una vez. Pero en todas las épocas es una forma de decir, no leo nada.

Leer a los clásicos les suena aburrido a los lectores contemporáneos. Son historias, como El conde de Montecristo, que uno ha visto en el cine, o cuyas líneas generales ha escuchado mencionar, como en el caso de El Quijote, la historia de un viejo loco que confunde los molinos de viento con gigantes.

Los clásicos son aquellos libros que todo el mundo cree conocer pero muy pocos han leído. Son libros castigados bajo el mote de clásico, un eufemismo para designar lo que está olvidado, no interesa o se considera superado por lo moderno.

Sin embargo.

Yo creo que leer a los libros considerados clásicos del siglo XIX o XVII trae enormes recompensas. Sin embargo, ¿cómo llegar a ellos, cómo borrar esa barrera eufemística que impide al lector moderno disfrutar de esas novelas maravillosas?

Yo creo que lo primero que se debe hacer es sacudirse del yugo del término “clásicos” para referirse a libros como Los tres mosqueteros de Dumas, o La letra escarlata, de Hawthorne o Los demonios de Dostoyevsky. Y sobre todo, no pensar que uno va a "leer a los clásicos", pues nadie lee de esa manera. Uno no lee a los "autores modernos", uno lee a autores como, John Banville, Tomás González o Juan Gabriel Vásquez. Autores concretos y reales, no una razón social. Los clásicos se han convertido en razón social para negarlos, para no tener que leerlos, a lo sumo tenerlos encuadernados en cuero de imitación decorando el mueble más cercano al bar de la casa.

El secreto para leer una de estas novelas escondidas bajo ese mote innombrable consiste en abrir la primera pagina. A partir de ahí les aseguro que esos libros hacen la tarea solos. Esa primera página los llevara a la siguiente pagina y a la siguiente y a la siguiente. Así me pasó con el conde de don Alejandro Dumas y así nos va a pasar a los que nos embarquemos este año en la lectura de alguna de las obras de Charles Dickens, autor del cual celebramos su segundo centenario de nacimiento.

Novelas como las de Dickens, Balzac, Flaubert o Stevenson, son gasolina para la aventura. Boletas de primera fila para presenciar la comedia humana. Son la puerta de entrada a una maquina de narrar que aunque fabricada hace dos siglos tiene una dinámica y agilidad que muy pocos artefactos narrativos modernos pueden ofrecer.

lunes, febrero 06, 2012

Ideas sobre la escritura (2)

EL SÍNDROME DE RIMBAUD

En el mundo de los escritores la futilidad siempre es anacrónica. Es decir para contestatarios, revoltosos y revolucionarios los escritores. En el siglo XX vinieron los que retrataban un mundo sofisticado como Scott Fitzgerald y más tarde Tom Wolfe. Hoy una gran mayoría quiere describir mundos sofisticados. En este mundo la rebeldía se volvió un catálogo de lugares comunes; algo que podríamos llamar “el síndrome de Rimbaud”.

Recuerdo una entrevista a tres escritores jóvenes (menos de 40 años, pelo negro) que leí en El País hace unos meses. Los tres eran finalistas del premio Herralde y los tres habían sido publicados por Anagrama. Los tres hablaban (o chateaban) como adolescentes. Decían cosas inconvenientes, se burlaban de sus mayores (de Fuentes, de Vargas Llosa, de todos esos) y se mostraban felices y sorprendidos de ser unos nuevos escritores medio desconocidos.

Esa es la actitud de todos los que quieren, quisieron o tratan de parecer Rimbauds contemporáneos. Más o menos malditos, más o menos callejeros, más o menos buscabullas. Más o menos recordables. Todos aplaudidos por Herralde desde atrás de su escritorio que les murmura “eso chicos, haced ruido que no tengo pelas para la publicidad”.

Ser un joven escritor contestatario es toda una forma de vida. Hay quienes hicieron de eso una biografía, si no miren a Bukowsky boxeando imaginariamente con Hemingway en alguno de sus cuentos, pero tratando de escribir como él. Odiando el sistema literario pero jugando siempre en su periferia. Claro que él tenía talento para narrar, aparte del talento para maltratar a las mujeres y para meterse en peleas callejeras.

Hoy resulta una peste extendida, una suerte de pandemia, que afecta a todas las literaturas del mundo. Es comprensible. Cada vez hay menos lectores, menos espacios y se necesitan mensajes que hagan recordar a los posibles lectores, “hey aquí estoy léanme, soy un tipo chévere”.

Mientras escribo esto miro al lado mío la Rolling Stone de enero de este año en la que reseñan varios hechos memorables de 2011, los conciertos de Leonard Cohen, de Bruce Springstein y Bob Seger. Rockeros incombustibles que no tienen que seguir posando de Rimbauds para hace sonar su voz.

Y pienso, cuanta distancia hay entre los jóvenes Rimbauds destructores de mitos que patean el tarro y estos rockeros que siguen haciendo lo suyo sin preocuparse de ser niños terribles, pero en realidad siéndolo, y mucho.