lunes, marzo 07, 2005

3 Cuentos Cortos

Fiebre
Roberto Rubiano Vargas.


Todo comenzó con unos golpes a través de la pared. Creí que mi vecino estaría colgando cuadros o haciendo un mueble. Pero el ruido se prolongó durante días. Entonces salí al corredor, timbré en su departamento y le reclamé.
Cuando abrió la puerta vi al fondo un agujero en la pared. Mi vecino, vestido como minero, excavaba un túnel.
—¿Qué hace? —pregunté.
Por toda respuesta puso un dedo en sus labios pidiéndome silencio. Me tomó del brazo y cerró la puerta.
—Ya me temía esto —murmuró—. Necesito que guarde el secreto o vendrán otros.
—¿Qué sucede? —insistí.
—Oro —dijo enseñándome una pepita del tamaño de un grano de maíz.
La observé con cuidado. Brillaba y pesaba como el oro. Seguro era un recuerdo de familia. Luego miré el túnel. Por esa pared y en esa dirección lo más seguro es que saldría a la fachada del edificio. Entonces comprendí que mi vecino estaba loco. Excavaba una mina de oro, en el piso veinte de un edificio en condominio.
Pero también pensé que cada cual es dueño de su locura. Esta ciudad ha crecido demasiado en desmedro de la salud mental de sus habitantes. Así que me retiré discreto, prometiéndole que no iba a revelar el secreto a nadie. A fin de cuentas el apartamento era suyo y lo que hiciera allí era asunto personal.
Al otro día lo vi subir decenas de colchones, de manera que los ruidos desaparecieron por completo. No había razón para quejarme a la administración y olvidé el asunto.
No volví a saber de mi vecino hasta la semana pasada, cuando vinieron los bomberos. Salí cuando escuché que rompían la puerta.
Al entrar todos quedamos enmudecidos. Mi vecino había muerto de hambre, víctima de una versión contemporánea de la fiebre del oro que destruyó al general Johann Suter. El apartamento estaba lleno de cascajo, arena y tierra excavada. El agujero que había iniciado en la pared parecía no tener fin. Y ninguno tuvo el valor para entrar en él.
Pero lo que me estremeció, fueron los pequeños sacos de yute junto a su cadáver. Había por lo menos doscientos kilos en pepitas de oro. De excelente calidad.

(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)

Für Elise
Roberto Rubiano Vargas.

Desde que bajé del autobús comencé a escuchar los acordes del piano. Los escuché mientras daba vuelta a la manzana buscando la entrada de la mansión.
En el sendero del jardín escuché, con mayor intensidad, los arpegios, las escalas y bemoles. Entonces vi por primera vez a la señora Elisa. Estaba de pie, junto a la puerta de la casa con los brazos cruzados. Parecía estar de mal humor por mi demora.
Me había contratado para que le hiciera un retrato al óleo. Mientras me conducía al estudio de pintura, pasamos por desolados aposentos recargados con adornos coloniales, utensilios de cerámica prehispánica, cuadros de pintores contemporáneos, bibliotecas con todas las partituras de Beethoven y los libros de la enciclopedia Británica. Sin embargo en ningún lugar había un ser humano. Ella parecía habitar solitaria ese extenso jardín que ningún pie hollaba, esa colección de muebles donde nadie descansaba, esos salones que permanecían vacíos. Entonces pasamos junto a la puerta de la sala de música. Me detuve un instante a ver al anónimo pianista que tocaba con los ojos cerrados, mientras deslizaba sus dedos por el teclado con una facilidad envidiable. El músico abrió los ojos y regresó a mirarme suplicante, como un condenado a muerte en espera de un milagro.
En ese instante la señora Elisa dio dos golpecitos en el piso con su zapato y me hizo seguirla hasta un estudio situado al norte de la casa donde me aguardaba el caballete. Era un lugar agradable con una claraboya por donde entraba la luz de la mañana. Abrí mi estuche con los óleos, los pinceles, la paleta y olvidé al pianista cuya música continuó sin interrupciones hasta el anochecer.
Trabajé todo el día en el retrato. Doña Elisa posaba frente a mí en silencio, cosa que agradecí, pero a medida que avanzaba, escrutar su impenetrable rostro resultaba cada vez más difícil.
No me dio respiro ni siquiera para comer y a las seis de la tarde me llevó al dormitorio de huéspedes. El pianista venía en ese momento por el corredor y escurrió un papel entre mi mano sin que la señora Elisa lo notara.
Sentado en la cama leí el mensaje. Era escueto y alarmante, contenía cinco palabras: Estoy atrapado, ayúdeme por favor.
A la mañana siguiente, mientras escuchaba la primera sonata del día, traté de encontrar algún sentido a esa nota de auxilio. Al poco rato vino la señora Elisa a buscarme para continuar mi labor.
Cuando pasamos frente a la sala de música, doña Elisa cerró la puerta. Me pareció escuchar un error en la interpretación, pero tal vez fue solo imaginación mía. En todo caso fue lo último que percibí antes de ser encerrado en el estudio de la torre norte, rodeado de pinceles, óleos y lienzos, bajo la hermosa claraboya por donde todas las mañanas entra la luz del sol.
Esto sucedió hace algunos años. Sin embargo lo recuerdo con toda nitidez porque desde entonces no he hecho otra cosa que intentar satisfacer a doña Elisa, sin éxito. Y pintar y pintar esclavo de este caballete, escuchando, a toda hora, una sonata de Beethoven interpretada por otro esclavo.
(para Felisberto Hernandez, i.m.)

(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)

Nouvelle Cuisine
Roberto Rubiano Vargas.

El jueves en la noche decidí correr el riesgo de ir al Alonzo's Restaurant.
El maitre me vio venir desde su pequeño mostrador a la entrada del salón. Cuando pasé junto a él no pude evitar hacerle una reverencia. Analizó mi aspecto con displicencia. Con una seña me instaló en una mesa junto al estanque donde flotaban peces de colores. Un mesero silencioso y amargado retiró los tres platos sobrantes, las copas de cristal, los tenedores y cuchillos y me dejaron frente a una mesa desolada con servicio exclusivo para mí.


Mientras esperaba observé a los demás comensales. Todos parecían tristes, era una noche fría y llovía.
Entonces ocurrió el primer escándalo. Alcancé a ver a la pareja de la mesa doce. Un gesto de terror se dibujó en sus rostros antes de que los atraparan con una soga de nudo corredizo y desaparecieran por la puerta que llevaba a la cocina. Todos regresaron hacia sus platos y continuaron comiendo. Yo demore un par de segundos en bajar la vista. Entonces sentí una sombra junto a mí.
—¿Sucede algo señor, algo no le satisface? ¿Podemos mejorar nuestro servicio?
Era el Maitre que con su carta forrada en cuero en la mano me miraba con desprecio.
—No nada. Todo está muy bien —dije bajando la vista.
Entonces puso frente a mí un vaso de cristal.
—Haga el favor, la propina para el pianista.
Regresé a mirarlo pero solo al ver su rostro supe que no podría negarme. Dejé caer una gruesa suma de dinero dentro del vaso.
—Y también para el pianista del turno de mediodía.
—Pero...
Y no dije más porque su mano se apoyó en mi hombro con la fortaleza de una grúa industrial. Entonces busqué en mi billetera y puse más dinero en el vaso.
—Una donación al sindicato sería apropiada.
—Claro, ni más faltaba —dije, colocando más billetes en el insaciable vaso de cristal.
Entonces me dejó en paz.
Pasaron más de dos horas antes de que uno de los meseros aceptara tomar mi pedido. Como siempre, escuché rasgar la pluma contra el papel mientras él escogía lo más apropiado para un comensal como yo.
Tres horas más tarde sirvieron mi cena.
Era una estrella de mar, de color azul, que al reptar sobre el plato dejaba un rastro con textura de mantequilla. La pinché con el tenedor y la llevé a la boca. Pude sentirla revolcándose por mis entrañas hasta que sucedió el ataque en la mesa cinco. Era una pareja joven. Los arrastraron con la soga de nudo corredizo hasta la puerta de servicio, donde desaparecieron para siempre.
—¿Algún problema, señor? —preguntó el mesero.
La estrella de mar aún reptaba por mi estómago. Noté que ocultaba la soga en la espalda y tuve que hacer un esfuerzo muy grande para sonreír.
—Todo lo contrario. Estoy muy satisfecho.
—En ese caso... —dijo el mesero alargando el vaso de cristal.
Puse lo que quedaba en mi bolsillo y cancelé la abultada cuenta. Luego bebí un vaso de agua antes de levantarme y cruzar entre las mesas donde la gente se mantenía aferrada a los manteles con terror. Tuve la seguridad de que la mayoría hubiera querido levantarse y salir conmigo antes que les sucediera lo mismo que a los comensales desaparecidos. Pero nadie tuvo valor para semejante atrevimiento.
Cuando llegué a la calle respiré. Mi afición a la buena mesa no tiene límites. Por eso siempre vuelvo al Alonzo's Restaurant, a pesar de los riesgos que se corren.

(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)

Los papeles de don Juan de la Cuesta (Cuento)

a Coca Ponce

Así como los ingenuos necesitan de los pícaros y los inteligentes buscan a los estúpidos, a mí me tocó en suerte tropezar con Herr Ortmann, mi lamentable complemento.
Hasta el día en que lo conocí yo era una persona que aceptaba la circunferencia de la tierra a falta de mejores teorías, las mujeres no me hacían daño y aspiraba a una vejez tranquila dedicado a los estudios cervantinos. Herr Ortmann, en cambio, era un hombre con fe, un creyente, un hombre peligroso.
Sucedió hace unos años, al egresar de la Universidad. En ese entonces, al igual que ahora, había poco oficio para un abogado novato, y la única oferta de trabajo que me habían hecho era conduciendo un taxi en horario nocturno. Entonces fue cuando un pariente de mamá me ofreció la oficina.
Era en un edificio viejo, en el centro, cerca de la plaza de Bolívar. Tenía cuanto podía necesitar: un sofá tapizado en cuero, escritorio, teléfono, una máquina de escribir y un archivador.
El pariente de mamá no la utilizaba nunca y tampoco necesitaba el escaso valor de su arrendamiento. Me la ofreció como un auxilio familiar.
Llevé mis libros de derecho, el código, un grabado que me había regalado un amigo que estudia en la Nacional, algunas revistas para entretener a los hipotéticos clientes y una cafetera recién comprada en Unicentro por mi mamá.
Una vez allí me dediqué a explorar a Cervantes. Una deuda que tenía conmigo mismo desde la Universidad. Yo era fiel a aquella premisa que señala que detrás de todo abogado hay un poeta, un político o un ladrón. En mi caso pretendía solo cumplir la primera norma.
Los días pasaban tranquilos, porque una oficina vacía, cuando no se siente la frustración de estar cesante, es un buen lugar para ocultarse de los demás y así evitar las responsabilidades de la vida cotidiana.
Había hecho dibujar en el vidrio esmerilado de la puerta mi nombre y profesión con letras doradas. En medio de ellas observaba las siluetas borrosas que se escurrían taconeando por el corredor. Nadie se detenía frente a mi puerta, por lo que me dedicaba a leer a Cervantes sin incomodar a nadie. En las tardes venía Pilar, una amiga de la Universidad con la que hacíamos el amor sobre el sofá tapizado en cuero.
Los otros inquilinos de mi piso eran: una dermatóloga que hacía abortos clandestinos, un mercader de monedas raras, dos esmeralderos y Herr Ortmann. Entre todos no reunían ni diez clientes cada día.
Tampoco yo tuve muchos durante los dos años que permanecí allí. En cualquier caso no necesitaba ganar mucho dinero porque tenía una pequeña renta (soy huérfano de padre) y podía pagar mis cigarrillos y las libretas donde apuntaba los poemas que escribía cada tarde después del almuerzo.
A mis vecinos los fui conociendo de uno en uno, más por aburrimiento que por razones profesionales.
El numismático apareció un día con un tablero de ajedrez bajo el brazo.
—¿Juega? —preguntó a modo de saludo.
Yo asentí.
Instaló el tablero sobre mi escritorio y con amabilidad me ofreció las blancas. Jugamos diecisiete partidas sin cruzar palabra hasta que pude excusarme. Perdí dieciséis e hice tablas en una.
Nunca volvió. Supongo que debido a mi bajo nivel ajedrecístico.
Los esmeralderos vinieron para que les hiciera el papeleo de una compañía comercial. Pero cuando estaba todo listo y debían pagarme mis honorarios, los mataron en la carretera a Otanche.
Sucedió una noche, cuando regresaban de la finca. Venían en su Jeep Nissan de vidrios oscuros y calcomanías del Che Guevara adornando la defensa. Alguien llevaba una botella de aguardiente en la mano. En el tocacintas sonaban rancheras de José Alfredo Jimenez. Había un tronco atravesado en medio de la vía. Sonaron muchos disparos. No se salvó ninguno.
Eso fue todo.
Otro día vino la dermatóloga malhumorada porque le habían puesto una denuncia debido a sus abortos clandestinos. De muy mala manera me pidió que le escribiera unos memoriales y desapareció.
Nunca pagó mis servicios porque a los dos días la enviaron a la cárcel.
El único que no apareció por mi oficina fue Herr Ortmann, y, por esas simetrías que establece la vida, debido al caso Ponce de León, fui yo quien terminó por ir a visitarlo.
Todo se debió a una llamada de mamá. Ella si estaba muy preocupada por mi ausencia de clientes y me contactó con Javier Ponce de León, pariente lejano de una amiga suya. Un tipo raro y desocupado que necesitaba asesoría legal para tratar de vender una hacienda en el Cauca que estaba invadida por la guerrilla y las comunidades indígenas desde hacía años.
Un caso perdido.
El jueves por la tarde tomé un taxi y llegué al Antiguo Country. El número de la casa era apenas perceptible entre la hiedra que adornaba el muro de piedra que separaba el jardín de la calle.
Pulsé el timbre y aguardé. El mismo Ponce de León vino a abrir la puerta. Vestía una salida de cama que debió conocer mejores tiempos. Llevaba una taza en la mano y en su bolsillo se reconocía un libro de Octavio Paz. Me invitó a seguir a la sala y me ofreció té.
Mientras lo bebía lo observé de la misma manera que él a mí. No me hice muchas esperanzas sobre su personalidad, y lo más seguro es que él también pensó lo mismo sobre mí.
—Voy por los papeles —dijo después de un rato.
Trajo una cartera de cuero que abrió con ceremonia. Había un manojo de títulos de propiedad, preparados con engolada caligrafía, cuyo valor estribaba más en la antigüedad de su imprenta que en las devaluadas hectáreas de tierra representadas por ellos.
Le expliqué los pasos que debíamos dar para conocer las posibilidades de recuperar la hacienda y luego quedamos en silencio, sin saber qué otra formalidad añadir. Entonces (más por llenar el espacio, que por interés en la obra de Octavio Paz) le mencioné el libro que sobresalía de su levantadora.
Levantó la mirada.
—¿Le interesa la literatura?
—Un poco —dije haciéndome el modesto.
El resto de la tarde la pasamos hablando de libros y tomando un té de muy regular calidad. Al anochecer, aunque no habíamos agotado las razones de nuestra conversación, me despedí. Ponce de León me acompañó a la puerta, pero a mitad de camino se detuvo, me tomó del brazo y permaneció pensativo un instante. Entonces habló en voz baja.
—Voy a mostrarle algo que le puede interesar. En realidad a nadie se lo enseño jamás. Pero haré una excepción con usted. —Hizo una pausa y añadió—. Bueno, en realidad nunca viene nadie por aquí, así que tampoco tengo a quien enseñárselo.
Caminamos hasta el otro lado de la casa, en el ventanal de un corredor amoblado con desuetos muebles de veraneo se veía un jardín iluminado con reflectores halógenos que contrastaban con la antigüedad de todo cuanto había en esa casa. Al fondo del corredor Ponce abrió una puerta asegurada con dos cerraduras y encendió la luz.
El libro estaba bajo una campana de cristal, en medio de un amplio estudio decorado con muebles de caoba y cuero. Los costados estaban ocupados por una densa biblioteca de libros antiguos encuadernados en piel, cartón y pan de oro. También había algunas ediciones contemporáneas. En los escasos espacios vacíos de las paredes colgaban óleos coloniales de Vasquez, Legarda y muchos anónimos. El estudio estaba protegido con una alarma ultrasónica de uso doméstico y barras de hierro en las ventanas, pues en medio de esas cuatro paredes, había una fortuna en arte y libros de colección. Sin embargo, su seguridad real radicaba en que nadie conocía su existencia en Bogotá. Seguridad, claro, que empezaba a esfumarse al enterarse un chismoso como yo.
El libro bajo la campana de cristal era una copia de la primera edición de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Un pequeño libro encuadernado en cuero equivalente a un dieciséis corto de nuestra época. Había llegado al país hacía treinta años, cuando a poca gente le interesaban estas cosas y había permanecido alejado de la curiosidad pública porque el padre de Ponce de León lo había adquirido para su goce personal, no para hacerle un oscuro servicio a la cultura nacional. Aunque su valor ya era alto en los años cincuenta, hoy, debido a los coleccionistas japoneses que hacían saltar los remates en Sohetby o Christie’s, su precio resultaba incalculable.
Creo que enloquecí pero logré mantener la compostura.
—La edición de don Juan de la Cuesta de mil seiscientos cinco —exclamé deslumbrado.
—Corrección —dijo Ponce—. Mil seiscientos cuatro.
—No existe un solo ejemplar de esa edición —aduje—. Se supone que nunca existió.
—Si existe. Aunque es probable que no quede otro ejemplar más en el mundo.
—Si es así, esta es la copia del Quijote más valiosa que existe. Debería estar en un museo.
—Es más probable que termine en un remate. Si el asunto de la hacienda no prospera tendré que mandarlo a una casa de subastas. Creo que pueden venderlo en un par de millones.
—Ese libro vale mucho más— dije yo.
—En dólares hablaba.
—Ah.
Ponce de León dio una vuelta alrededor del atril donde descansaba el libro cubierto por la campana de cristal.
—Estaba pensando que tal vez podría ayudarme —dijo—. Necesito hacerle unas buenas fotografías para enviarlas a Nueva York.
—Conozco a un fotógrafo —dije refiriéndome a mi vecino de oficina.
—Pues hágame ese favor, arregle con él y que venga a hacer las fotos.
Yo regresé a mirar la campana de cristal bajo la cual reposaban las aventuras de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, tuve un estremecimiento interior, más parecido al amor que a la codicia, y asentí.
Cuando salí a la calle la noche estaba fría y caía una pelusa de agua que me empapó antes de que pudiera conseguir transporte para regresar a casa. Mientras caminaba pensé que debería haber aceptado el trabajo que me habían ofrecido manejando un taxi nocturno, de día abogado, de noche taxista. Así aseguraría mi futuro y mi forma de transporte.
Al otro día, en mi oficina no lograba sacar de mi cabeza la imagen del libro. Algo dentro de mí me dolía, el gusanito del egoísmo, de la envidia, de las bajas pasiones. Esa fiera que todos llevamos dentro y que muy pocos logran domesticar.
Yo tenía tres antiguos deseos a los que había renunciado casi al momento de formularlos: asistir a un concierto de los Rolling Stones, acostarme con Nastassia Kinski, y poseer un ejemplar de la primera edición de El Quijote. Ahora, uno de esos sueños imposibles se materializaba ante mí.
Mientras pensaba en ello, Pilar llegó de visita. Ella era un excelente sucedáneo de Nastassia Kinski. Tenía los ojos verdes y una boca enorme de gruesos labios que me encantaba morder mientras ceñía su coño sobre el sofá de cuero. Su pelo negro, largo, abundante y ensortijado olía a shampoo importado y su cuerpo a perfume de violetas. Era una mujer bella y agradable con la que cualquier hombre, podría haber sido feliz. Pero en ese tiempo yo era demasiado escéptico para creer en la felicidad, por eso la recibí con esa manera lejana que marcaba nuestra relación. No deseaba crear rutinas entre nosotros, evitaba que se acostumbrara demasiado a mí y de esa forma yo también evitaba acostumbrarme a ella.
—Voy a ver al fotógrafo —dije desprendiendo sus brazos de mi cuello. Arrancando sus labios de mis labios. Dejando atrás su aroma a perfume de violetas.
—Chévere, lo acompaño y así nos hacemos una foto juntos —dijo ella.
Moví la cabeza con un movimiento que recordaba lejanamente a una afirmación. La idea de hacernos retratar me seducía tanto como dormir con una pitón, pues la foto era un símbolo para formalizar nuestra relación, dejar atrás el tranquilo territorio del sexo sin afanes y entrar al de los afectos, los celos, el amor y otras complicaciones.
Nos dirigimos a la oficina del fotógrafo. Yo había pensado en él como la manera más cómoda de colaborar con Ponce de León. Jamás imaginé que esa sencilla decisión torcería el destino de mi vida, o al menos un fragmento de mi vida.
Herr Ortmann levantó la vista de su escritorio, sorprendido. No parecía esperar que nadie entrara a su taller. Era un hombre de una edad cercana a los cincuenta años, pero en sus rasgos se prefiguraba el anciano que sería en poco tiempo más. De sus labios colgaba un cigarrillo sin filtro que despedía una delgada columna azul. Sobre el escritorio tenía una colección de lupas de las más variadas graduaciones y gran cantidad de hojas de contacto con fotografías de callejones, fachadas de edificios y otros motivos que no alcancé a distinguir.
Me acerqué al escritorio y le dije a qué venía. Alrededor de su cabeza flotaba una tormenta tropical de humo de tabaco. Entretanto Pilar observaba, con esa atenta curiosidad que la caracterizaba, las fotografías expuestas en las paredes. Herr Ortmann tuvo un fuerte ataque de tos de fumador. Cuando se repuso guardó las hojas de contacto que tenía diseminadas frente a sí.
—Sí señor, en que puedo servirlo —dijo sin quitar el cigarrillo de sus labios. En ese momento me sorprendieron sus ojos azul claro. Eran los ojos de un profeta, o de un galeote con hambre.
—Necesito tomarle fotos a un libro —dije.
—¿Trajo el libro?
—No.
Tenemos que ir a una casa en el norte.
—Imposible —tosió de nuevo—. No hago trabajos a domicilio, estoy muy ocupado.
—Las necesito de urgencia.
Herr Ortmann sonrió dejando ver unos dientes manchados de tabaco como los de un delincuente de película serie B.
—Yo no lo puedo atender.
Solo entonces me di cuenta de que hablaba el español como un bogotano de Chapinero. Pensé que debía ser hijo de un oficial fugitivo de la Gestapo o las SS.
En ese momento tras una cortina negra, asomó el asistente del laboratorio, un joven con facciones de indígena Sibundoy, Herr Ortmann hizo un gesto autoritario y el muchacho volvió a esconderse tras la cortina.
—Bueno —le dije a Pilar—, entonces nos vamos.
Ella se encogió de hombros sin dejar de mirar las fotografías que colgaban de las paredes. Eran copias en tamaño mediano, secadas en esmaltadora. Estaban unidas unas con otras con cinta transparente y representaban la visión de 360 grados de varios callejones estirados sobre la pared como la piel de una serpiente en proceso de curtiembre.
—Aguarde un momento termino de ver estas fotos que están cheverísimas.
Herr Ortmann volteó a mirar a Pilar, entonces su expresión cambió, dejó de ser el gángster cinematográfico para convertirse en un fauno de mirada profunda y mejillas sin afeitar. Se levantó del escritorio y se acercó a ella. Le dio vuelta revisándola como quien compra un caballo.
Cuando Pilar se dio cuenta sonrió divertida.
—Qué le pasa maestro —dijo.
Herr Ortmann regresó a la realidad.
—No, no, nada.
—Bueno, en todo caso le agradezco mucho —dije despidiéndome, con esa altivez barata que usamos los bogotanos cuando alguien nos mama gallo.
Al otro día, mientras preparaba el café y Pilar terminaba de vestirse, escuchamos golpes en el vidrio esmerilado. Regresé a mirar a Pilar. Se la veía bella, su silueta recortada por la luz de la persiana como un thriller de Howard Hawks. Recogió el resto de la ropa y se encerró en el baño.
Abrí la puerta y encontré a Herr Ortmann vestido como si fuera a su primera comunión. Sus ojos de lunático parecían haber regresado a un estado de normalidad.
—Buenas tardes vecino —carraspeó mirando hacia el interior de mi oficina—. Venía a ofrecerle una disculpa y a invitarlo a mi estudio a tomar algo.
—En realidad acabo de preparar café en este instante.
—Magnífico, magnífico —dijo entrando sin que yo lo hubiera invitado. Traía una botella de brandy en la mano que me enseñó al pasar frente a mí—: así podemos añadirle esto.
Yo me hice a un lado y fui al baño a lavar una taza extra. Pilar aún estaba medio desnuda. Se colgó de mi cuello y subió una pierna mientras mordía una de mis orejas. A ella le excitaban esas situaciones, a mí en cambio me aburrían, por eso terminé de lavar la taza y salí antes de que me abriera la bragueta.
—Bonita oficina —dijo Herr Ortmann envuelto en el humo azul del cigarrillo que acababa de encender.
De mi boca salió un murmullo que ni yo mismo entendí. Gané tiempo dedicado a servir el café y cuando terminé Herr Ortmann destapó el frasco de Brandy que añadió de manera generosa en cada una de las tazas.
—¿Y la tercera, para quien es? —preguntó.
—Para mí —dijo Pilar haciendo una entrada a lo Lauren Bacall.
De ahí en adelante no tuve necesidad de hablar. El alemán estaba fascinado con Pilar. Pensé que debía llevar años acostándose con putas o masturbándose en un rincón de su cuarto oscuro, así que no le di importancia a la manera descarada como coqueteaba con mi novia y me dediqué a beber café con brandy, luego brandy con café y al final brandy con brandy. Antes de darme cuenta estaba borracho.
En medio de la borrasca en la que me debatía me di cuenta de que Pilar y el alemán se entendían como una pareja de antiguos amantes que se hubieran encontrado en un crucero por el Caribe. De su conversación entresaqué la historia de Herr Ortmann: Que era un fotógrafo de origen austríaco formado en la línea de los grandes maestros como Weston y Adams. Había realizado algunas exposiciones en Europa, fotografiaba callejones olvidados, sus muros rotos, los agujeros en el cemento, los charcos sobre el asfalto, en una frenética búsqueda estética cuyo objetivo final era elusivo, un arte imposible.
La suya era una neurosis cósmica, una búsqueda del retrato de Dios. Sin embargo, esa tarde, por la manera como miraba a mi novia, Dios se había reducido a la modesta estatura del metro con sesenta y ocho centímetros que levantaba Pilar sin zapatos.
Ortmann había abandonado sus esfuerzos al comprender que su búsqueda estética apuntaba demasiado alto, entonces comenzó a alimentar un profundo rencor hacia el arte en todas sus manifestaciones. Dejó el atelier fotográfico que había rentado toda su vida cerca de la ciudad universitaria y arrendó el pulguero vecino al mío. Se dedicó a las reproducciones de arte (a fotografiar la pintura de pintores malos, decía) y años más tarde a las fotos de cédula y pasaporte. Trabajos ruines, apropiados para la expiación de un artista fracasado, como se consideraba a sí mismo.
Sin embargo, al final de esa borrachera había aceptado hacer el trabajo para Ponce de León. Dijo que sí mientras salía abrazado con Pilar y yo me desplomaba, víctima de intoxicación etílica, sobre el sofá de cuero.
Al otro día parqueamos el Renault 4 de Herr Ortmann frente al muro cubierto por la hiedra. Hasta ese momento yo no había mencionado qué tipo de libro íbamos a fotografiar. El alemán a lo largo de su vida profesional había fotografiado tantas sandeces que otra más lo tenía sin cuidado. Además en su cara se veían la huella de una resaca de alto nivel. Yo estaba por preguntarle donde había dejado a Pilar, pero me contuve. Eso era entrar en la paranoia de los celos, del amor, del sufrimiento, un territorio ajeno a mí personalidad.
—Bonita casa —dijo mientras su asistente, el indígena Sibundoy, bajaba las maletas con los flash, la caja con la Linhof, el maletín con las películas, el trípode, toda esa parafernalia que cargan los fotógrafos y que el pobre muchacho se puso a la espalda con habilidad. Traté de ayudarle pero Herr Ortmann, con un gesto, me lo impidió. El indígena ni siquiera regresó a verme, de hecho parecía aceptar sin problema que el alemán se portara igual que los viajeros británicos del siglo diecinueve que recorrían los Andes a lomo de indio.
Ponce de León estuvo muy amable esa mañana. De nuevo llevaba puesta su raída levantadora y comencé a sospechar que jamás se la quitaba.
Mientras Herr Ortmann organizaba la Linhof, parecía que el libro ejercía sobre él la misma fascinación que sobre mí. Lo observaba con ese amor que solo los iniciados podrían tener hacia un objeto así.
Yo evitaba hacer preguntas sobre el libro. Trataba de aparentar la indiferencia de un espectador aburrido viendo trabajar a otros. El objeto de la fotografía podía ser un frasco de mayonesa o una modelo bonita, a mí me debía dar igual. Herr Ortmann actuaba de la misma manera. Por eso ambos hubiéramos sido sospechosos para una persona más suspicaz que Ponce de León.
Mientras este hablaba con Herr Ortmann acerca de la calidad de las cámaras alemanas y el ayudante Lomo de Indio organizaba las luces, yo observaba el estudio y su sistema de seguridad. Sobre la puerta un sensor de alarma ultrasónica y en las ventanas unos barrotes que serían mantequilla para un ladrón experto.
Fuaf, fuaf, fuaf, sonaron los flash del alemán.
—Esa vaina le hace daño a las pinturas coloniales —dijo Ponce de León—. Por lo menos eso me han dicho los técnicos del Centro de Restauración de Colcultura.
—Es solo un ratico —dije tranquilizándole.
—A mí me han dicho que cada disparo de flash le hace tanto daño a una pintura colonial como dejarlo al sol durante un mes —insistió Ponce.
—Eso es pura paja —intervino Herr Ortmann. Sus ojos habían recuperado ese brillo de galeote con hambre. La idea de que sus luces dañaban esas pinturas, parecía agradarle en extremo.
Ponce de León no parecía muy seguro de nuestras aseveraciones, pero antes de que se preocupara demasiado, el trabajo estuvo concluido.
—Listos —dijo Ortmann comenzando a empacar el equipo.
Cuando salimos de la casa, mientras Lomo de Indio guardaba los cachivaches de fotografía en el auto, regresé a mirar hacia las ventanas cubiertas de hiedra. Tras la oscuridad de los visillos Ponce de León estuviese vigilándonos.
—Como le parece lo que hay dentro de esa casa abogado —dijo Herr Ortmann cuando entramos al auto—. Ese libro es un delito.
—¿Eh? ¿que? ¿Cómo así? —dije haciéndome el pendejo.
—Carajo, es ofensivo que en este país de gente muerta de hambre alguien guarde un tesoro como ese.
—Ah sí —dije, haciéndome el tarado— ¿qué tiene de malo?
—Es absurdo que alguien coleccione estupideces así. A los ricos hay que castigarlos por donde más les duele.
—Ese tipo no es rico —dije refiriéndome a Ponce— apenas tiene los blasones de la puerta. Está jodido.
No se me haga el pendejo, usted y yo sabemos que ese libro va a salir del país muy pronto. Estas fotos ayudarán a vendérselo a los gringos. Deberíamos recuperarlo y destruirlo. Así le haríamos un favor a la humanidad.
En realidad, solo en ese momento me di cuenta de que por culpa de Herr Ortmann yo debía apoderarme del libro.
Mis motivos para hacerlo eran similares a los que el padre de Ponce de León había tenido para esconder durante treinta años, en ese estudio oloroso a talabartería, un libro que debía estar en un museo: lo quería solo para mí. Como Sancho Panza obsesionado por cualquier imperio que don Quijote le pudiera ofrecer.
Herr Ortmann, en cambio, era un fanático, un desfacedor de entuertos. En su caso no era la lectura sino la fotografía la que había tostado su cerebro como si lo hubieran puesto bajo una máquina de planchado industrial. Necesitaba destruirlo para que su vida siguiera teniendo sentido. Eso se notaba en la manera neurótica como conducía su Renault en medio de taxistas provincianos extraviados en las calles de la ciudad de Bogotá.
Cuando llegamos al edificio en el centro de la ciudad Lomo de Indio cargó con todo el equipo fotográfico y subió por las escaleras mientras nosotros lo hacíamos por el ascensor. Entonces volví a tocar el tema del Quijote.
—Porqué quiere acabar con ese libro, Herr Ortmann —le pregunté.
Regresó a mirarme con sus ojos inyectados de sangre.
—Es una prueba de permanencia —dijo—. El arte es una forma de suplantar a Dios y tal soberbia hay que castigarla.
—Me parece que exagera.
—He cometido muchos errores a lo largo de mi vida —dijo Ortmann—. He visto demasiados objetos de arte guardados en lugares donde nadie los apreciaba, donde se los guardaba por codicia más que por amor a su materia. Si pudiera volver a esos lugares donde me recibieron durante tantos años para fotografiar la obra de malos pintores, con cafecito a las diez de la mañana y sonrisas al entregarme el cheque de las fotografías, los robaría y destruiría. Para contribuir a que la especie humana adquiriera un poco de humildad.
Hizo una pausa, como arrepentido por la confesión que acababa de hacer. Entonces me interrogó:
—¿Y a usted, por qué le atrae?
Medité un largo instante antes de responder.
—Me interesa su aspecto cósmico— dije. —Esa posibilidad de que esos papeles encuadernados en el taller de don Juan de la Cuesta fueron palpados por el autor del libro. Que ese ejemplar pudo ser regalado al rey bajo cuya licencia se imprimió, o que guarde entre sus pliegues las huellas de los artesanos que lo confeccionaron hace cuarenta generaciones. Que ese ejemplar influyó en alguien, que motivó los amores, los odios o la capacidad de trabajo de otro. Eso es lo que me interesa de él.
Cuando terminé el carretazo, me di cuenta de que como siempre, había hablado de más. Ortmann me miraba de la misma manera que yo a él. Descubriendo en mis ojos rastros de locura, de fanatismo.
Se despidió sin darme la mano.
Dos días después fui con Pilar a mirar las pruebas de las fotografías. Cuando entramos Herr Ortmann parecía nervioso. Había algo extraño en su comportamiento. Además no tenía el mismo interés que había demostrado la primera vez hacia Pilar. Ella, por su parte, hacía como que ni siquiera lo conocía. Para mí fue un soplo divino: esos dos se acostaban.
Cuanto terminamos de ver las pruebas salimos a la calle y caminamos un par de cuadras en silencio en busca de un lugar donde tomar café.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté de pronto.
—Hice qué.
—Acostarse con el alemán.
Ella no regresó a mirar. Mordisqueó la uña de su pulgar dándole vueltas a una respuesta que ya conocía antes de que me la dijera.
—Necesitaba hacer el amor con alguien a quien yo le importara.
Entonces fui yo el que no pudo regresar a mirarla. Nos separamos en la puerta del café. Ella tomó un taxi y yo me quedé bebiendo un café de muy mal sabor.
Para ella su relación con el alemán era desafiante, algo que transgredía los límites de su vida cotidiana ampliando el horizonte de sus vivencias. Conmigo no tenía nada. Yo había preferido ese estatus de amante lejano, sin compromisos. No tenía ninguna potestad sobre su vida y lo que ella hiciera con su cuerpo a mí no me concernía. Sin embargo apenas la perdí de vista comencé a echar de menos la humedad de su coño sobre el sofá de cuero, el aroma a violetas que exhalaba su piel, la selva de su cabello ensortijado y la mirada triste de sus ojos verdes.
Los hombres somos seres de difícil satisfacción, sufrimos cuando tenemos y también cuando no tenemos amor. Por eso pasé bastante mal algunos días, encerrado en mi oficina, hasta que llegué a la última noche, o más bien a la noche del último encuentro que tuve en mi vida con Javier Ponce de León, con Pilar y con Herr Ortmann.
Llovía. Sobre el asfalto el espejo de agua reflejaba las luces de los automóviles. No había taxis y tuve que caminar hasta conseguir un bus que me llevara al norte. Mientras recorría calles cubiertas de gente con paraguas, ruido de agua bajo las ruedas y el tronar de la lluvia sobre el techo del bus, pensaba en lo que me había sucedido con Pilar. No estaba molesto con ella, tal vez podría sentirme un poco ofendido porque un hombre viejo me hubiera quitado a mi novia, nada más. Solo era una pequeña deuda con mi orgullo, o al menos eso quería creer.
Llegué empapado a la casa de la fachada cubierta de hiedra. Ponce de León salió con su levantadora deshilachada. Parecía más desaseado que de costumbre y olía a licor.
—El abogado poeta —dijo de buen humor—, bien venido a la guarida de Vlad el Empalador.
Sonreí de manera forzada. En realidad no estaba de humor para aguantarme al aristócrata de Popayán.
—¿Un traguito? —ofreció.
Asentí más por aburrimiento que por ganas.
Sonaba Malher en el equipo de sonido escondido en alguno de los baúles de madera que adornaban la sala. Mientras Ponce buscaba hielo y un vaso en la cocina yo busqué, sin resultado, el lugar de donde provenía la música.
—Estamos jodidos abogado —dijo Ponce entrando con una bandeja con vasos y hielo—. Yo porque no tengo plata y usted por tener que soportar un cliente que no le puede pagar.
Me encogí de hombros, acababa de descubrir los parlantes camuflados entre esa imaginería colonial robada en iglesias de provincia. Esa noche nuestras relaciones de trabajo terminaban y yo no sacaba ni para los gastos de transporte. Tal vez mi destino futuro estaba en el negocio del taxi nocturno, así al menos garantizaba que en noches como esta tendría cómo regresar a mi casa.
Le entregué los papeles a Ponce. Quedó hipnotizado, esas escrituras eran el raro testimonio de un tiempo en que los indios no pertenecían a ninguna guerrilla, sino se dedicaban a excavar oro arreados por el fuete de un conquistador español.
—Esto es todo lo que queda de la hacienda —dijo con amargura, acercándolos a la chimenea.
—Qué hace —pregunté alarmado.
—No vale la pena seguir alimentando esperanzas.
—Pero esos documentos valen mucho —dije—. Podemos conseguir un coleccionista.
—Ya estoy harto —dijo Ponce arrojándolos al fuego.
Una llamarada avivó la luz de la habitación cuando los papeles, guardados durante más de dos siglos en baúles de madera seca, ardieron como si estuvieran empapados con gasolina. Permanecimos en silencio mientras el último pedazo terminó de quemarse entre las brasas.
—Ahora me siento mejor. Creo que puedo emborracharme en paz —dijo Ponce.
Suspiré y me acomodé lo mejor que pude sobre la silla. Yo también me dediqué a beber. Durante dos horas lo escuché narrar incoherencias acerca de su familia de vampiros, mientras a mí me crecían unas ganas terribles de orinar. Pero cada vez que intentaba interrumpirlo, Ponce arreciaba en su cháchara con mayor vehemencia.
—Sabe qué, necesito ir al baño —logré decir por fin.
—Vaya, hombre, vaya.
—¿Dónde es?
Hizo un gesto vago indicando una ruta abstracta que llevaba al corredor con vista al jardín. No conocía lo suficiente esa casa como para guiarme por ella con tres whiskys en el estómago y me perdí. Observé el jardín iluminado con lámparas halógenas. Entre los árboles había una fuente con cuatro angelitos que escupían agua, una perrera vacía y la hierba muy alta. Parecía un decorado para Boris Karloff. Continué mi búsqueda pero no encontré ninguna puerta de baño así que me detuve junto a una ventana pensando orinar sobre las azaleas.
Entonces dos figuras emergieron en medio de la vegetación Me hice a un lado de la ventana aterrorizado. Podrían ser ladrones, guerrilleros, o demonios. Alguno de esos enemigos acumulados a lo largo de los siglos por la familia de Ponce de León. Sin embargo, era algo peor. Por la ventana emergió el rostro inconfundible de Herr Ortmann. Ambos nos hicimos hacia atrás como una pareja de cómicos jugando al espejo en una comedia barata. Luego, a través del vidrio, me hizo señas pidiendo que le abriera.
La ventana estaba trabada y me costó mucho esfuerzo abrirla.
—Qué hace aquí —pregunté.
—Déjeme pasar, estoy congelándome.
Cuando ingresó se formó alrededor suyo un charco del agua que escurría por el impermeable. Vi a Lomo de Indio bajo la lluvia. Le hice señas de que se acercara pero permaneció inmóvil, como otro angelito de la fuente del jardín.
—Qué pretende —pregunté.
—Vengo por el libro.
—Está loco.
En ese momento escuché los pasos de Ponce de León por el corredor.
—Escóndase, carajo —dije mientras salía al encuentro de mi anfitrión.
—Pensé que se había extraviado —dijo Ponce, tambaleante—. O que lo había atacado mi tío el vampiro. Esta casa está maldita, sabe usted.
—Tranquilo —dije.
Mientras regresábamos al salón yo trataba de encontrar alguna solución. Necesitaba ganar tiempo y Ponce ayudó.
—Ala, porque no te llamas un par de viejas y nos enrumbamos —propuso.
Por el tono de oficinista bogotano me di cuenta de que el alcohol estaba haciendo estragos en su follaje cerebral, así que continué con el juego. Hice un par de llamadas ficticias y, para cuando terminé la comedia, Ponce dormía sobre el sofá.
Me acerqué sin hacer ruido y lo sacudí. Estaba en otro siglo. Así que le acomodé un cojín bajo la cabeza y regresé al estudio a buscar al alemán.
Lomo de Indio estaba cortando los barrotes de la ventana para simular un robo desde el jardín. Ortmann ya había desactivado la alarma y estaba retirando la campana de cristal que protegía al libro. Sentí que aumentaba el caudal de sangre que circulaba por mis venas. Sin embargo, lo primero era lo primero. Fui al lado de la ventana y oriné sobre el charco de agua de lluvia.
Cuando regresé al estudio, Ortmann había empacado el libro en una bolsa de supermercado.
—No puede llevárselo —dije.
Pero no me respondió. De un salto buscó la ventana para salir al jardín. Yo corrí detrás, como se hace con una mujer que nos está abandonando y uno la sigue, aunque sabe que es inútil.
Trotamos bajo la lluvia por el sendero del jardín iluminado con lámparas halógenas. Pasamos junto a los angelitos que escupían agua. Corrimos en medio de las perreras vacías y cruzamos el seto mal recortado. No sabía muy bien qué hacer, cómo impedir que destruyera el libro. Cómo salvarlo para mí. Saltamos el muro del jardín, yo siempre corriendo tras él y nos acercamos a su auto. Allí, sentada en el puesto del conductor aguardaba Pilar. Me detuve en medio de la calle. Ortmann, junto al auto, regresó a mirarme.
Entonces alcancé a darme cuenta de que sí me importaba el amor de Pilar, de que sí quería tener una razón en la vida que me atara al mundo. Que sí debía luchar por las cosas. Hacer la revolución, fundar un orfelinato o irme a trabajar con la hermana Teresa de Calcuta. Por eso me abalancé sobre Ortmann dispuesto a quitarle el libro.
Mientras forcejeábamos el libro salió de la bolsa de supermercado y quedó expuesto a la lluvia. Junto al andén bajaba un arroyo que venía desde las montañas que rodean a Bogotá. Un enorme y sucio río de agua de lluvia donde flotaban hojas secas, cadáveres de ratón, sapos, preservativos usados, basura urbana.
Ortmann lanzó un golpe que me hizo caer sobre el césped. El libro rodó hasta el agua, se sumergió en el agua lodo y sus hojas abiertas se empaparon. Desde donde estaba yo no podía hacer nada porque en ese momento Herr Ortmann se abalanzó sobre mí inmovilizándome. Apenas pude, estiré el brazo tratando de alcanzar el libro, pero ya era tarde, el alemán de un puntapié lo despedazó. Hice un último esfuerzo pero fue inútil.
En ese momento los papeles impresos por don Juan de la Cuesta se iban navegando calle abajo, como barcos de papel, en el río que bajaba de las montañas arrastrando hojas secas, ratones muertos, preservativos usados, las palabras de don Miguel de Cervantes...

Con una mano me sostengo y con la otra escribo (Art)

El vino, el licor, el trago, o sea todos esos fermentos de frutos y cereales que alteran la percepción, son parte de una amplia farmacopea que el hombre ha utilizado —desde que vive en sociedad—, para celebrar sus alegrías o calmar sus ansiedades. Por lo menos así lo registran los vestigios de vida cotidiana que reposan en los museos del mundo. Copas del más variado diseño, botellas y alambiques testimonian que desde hace miles de años la humanidad se emborracha con lo que puede. En Dinamarca se encontró un recipiente, de la edad de bronce, que contenía los restos de una bebida hecha de la fermentación de cereales. «Para obtener una tosca cerveza —dice Antonio Escohotado— basta masticar algún fruto y luego escupirlo; la fermentación espontánea de la saliva y el vegetal producirá alcohol de baja graduación».
   Las leyendas orales, los primeros versos conocidos, la Biblia y otros libros de origen sagrado y ritual mencionan una y otra vez la presencia de productos embriagantes en la dieta cultural de la humanidad. «Ay de vosotros, los que os levantáis de mañana a beber vino y llegáis a la noche ebrios de vino» (Isaías, 5.11). Un cronista de América, Waman Poma de Ayala, recuerda en el siglo XVI: «De como avía borracheras y taquíes (danzas ceremoniales) y no se matavan ni reñían; todo era holganza y hazer fiesta».
El alcohol como uso ritual, como diversión o como recurso de autoflagelación, tiene una larga lista de usos y costumbres. Hacia el año 1000, Snorri Sturlusson, en su Saga de los jefes del valle del Lago, se queja de que «los jóvenes desean quedarse en casa, sentados junto al fuego, llenándose la panza de hidromiel y cerveza. Por ello la valentía y el ardor se hallan en plena decadencia…». La religión católica, pese a condenar el consumo del alcohol, incluye el vino en su ceremonia principal para hacer a sus feligreses sangre y carne con su redentor. La tradición griega tiene a Dionisio, que en la latina pasa a llamarse Baco. Dos caras para la misma deidad de la borrachera.
  El licor como rito sagrado de transformación personal tiene una larga relación con la literatura. Malcolm Lowry, uno de los autores fulminados por el alcohol, considera que «la agonía del ebrio encuentra su más exacta analogía poética en la agonía del místico que ha abusado de sus poderes».
En todo caso, sea como combustible de trabajo para algunos escritores o ingrediente químico para memorables personajes de novela, la lista de libros escritos bajo los vapores del alcohol o de ilustres escritores beodos es tan larga como la propia literatura. Aunque no cabe decir que literatura sea sinónimo de borrachera, sí puede creerse que sin el vino y sus celebraciones tal vez se habría perdido una buena parte del patrimonio literario de la humanidad.
   No todos los escritores son borrachos y muchos han llegado a cuestionar moralmente el licor. Catulo, poeta y borracho declarado, cantaba las glorias del vino pero también se burlaba del alcoholismo de sus contemporáneos, y de sí mismo, en el siglo I de nuestra era. Boccaccio describió con palabras precisas —«No hay nada que sea tan deshonesto que no pueda ser contado con palabras honestas»— los placeres de la cama y de la mesa así como la picaresca del siglo XIV en los cuentos de su Decamerón, antes de sufrir una transformación espiritual que lo llevó a renegar de esta obra. Tolstoi y Chejov despreciaron a los bebedores. Sin embargo, el proyecto de libelo antialcohólico más célebre puede ser el de Fedor Dostoievski (tahúr e hijo de alcohólico), quien se propuso redactar un pequeño folleto en contra del alcoholismo titulado Los Borrachos y terminó escribiendo Crimen y castigo, una de las novelas esenciales de la literatura rusa del siglo XIX.
   Cada literatura tiene su propia tradición alcohólica. El vino fue compañía inseparable del dramaturgo Lope de Vega, del poeta Francisco de Quevedo y, en general, de los escritores del siglo de oro español. En su reciente saga sobre el capitán Alatriste, Arturo Pérez-Reverte rinde homenaje al insigne poeta bizco, espadachín, burlón, borracho y mujeriego al dibujarlo en su ambiente natural de oscuros mesones y duelos a muerte con acero desnudo. Del mismo modo, la poesía francesa del XIX estaría incompleta sin Baudelaire y sin el licor de ajenjo. Sin el whisky habría sido imposible la obra de Malcolm Lowry, de cuyo relato Cruzando el canal de Panamá son las palabras que dan título a este escrito. El irlandés James Joyce también era adicto al whisky (“Mi reino por un trago”, masculla Stephen Dedalus en alguna página de Ulises) y Samuel Beckett, quien fue su secretario por un tiempo, heredó su gusto por las altas aguas escocesas. Sin el ron, a la obra de Ernest Hemingway le faltaría octanaje, y Robinson Crusoe habría sufrido mucho de no haber sido por los tres barriles de ron que Daniel Defoe le hizo salvar del naufragio.
   El alcohol acompaña las cuitas de los personajes de la literatura más a menudo de lo que sus autores deciden. Por eso, hasta los escritores más insensibles ante la botella han abierto sus páginas a algún borracho, en algún momento de su carrera, para incluirlo en sus obras como personaje.


El bar de los escritores
Resulta obvio que el vino sea la bebida más relacionada con la literatura, porque después de la cerveza es una de las más antiguas formas de la ebriedad conocida por la humanidad. Lo probó Homero en el siglo VIII (AC), bajo la forma de la retsina griega que también emborrachó a los amigos de Lawrence Durrell en Corfú, antes de la segunda guerra mundial, según lo contó su hermano Gerald, biólogo y humorista, quien hizo un amplio retrato de la familia Durrell en varios de sus libros. Se sirvió con abundancia bajo la forma de champaña en las fiestas en las cuales dilapidó su fortuna Alejandro Dumas y con moderación en las escasas visitas que recibió Marcel Proust, un autor que vivió de noche y durmió de día.
   La mayoría de escritores ha dejado una pequeña receta para el gran catálogo universal de la ebriedad. Raymond Chandler, el maestro de la novela negra y borracho profesional, dejó la receta del gimlet en su más acabada novela: El largo adiós. Escribió Chandler: «El verdadero gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al martini». A su vez Hemingway, en Islas en el golfo, incluyó su propia receta del daiquirí, que esencialmente consistía en eliminarle el azúcar. El maestro Faulkner, cuya afición a la botella se materializó en casi todos sus libros plagados de humo de tabaco y violencia, nunca dejó de alabar, entre párrafo y párrafo, el buen whisky de centeno, característico del sur de los Estados Unidos. Claro que la mayor parte de las menciones corresponden al whisky destilado ilegalmente; como denota su relato Cuestión de leyes: «... no estaba dispuesto a permitir que ni George Wilkins ni nadie viniera a la región en la que él había vivido durante 45 años y se pusiera a hacerle la competencia en un negocio que, desde sus comienzos, venía trabajando cuidadosa y discretamente por espacio de 20 años; desde que montó su primer alambique (...) No tenía miedo de que George lograra robarle parte de su clientela de siempre con aquella especie de bazofia para cerdos que había empezado a fabricar hacía tres meses y a la que llamaba whisky».
   El ron, bebida de recios hombres de mar, pertenece con propiedad a la literatura del Caribe, aunque en el siglo XIX emborrachó a los piratas que acompañaron al Tigre de la Malasia en su aventura libertadora narrada en muchas novelas de Emilio Salgari. También a los marineros de Robert Louis Stevenson y a los aventureros de Jack London. Hemingway, en El viejo y el mar, equipó al viejo Santiago que luchó durante tres días con el gigantesco pez devorado por los tiburones, con una pequeña dosis de buen ron cubano. Esta maravilla isleña también está presente, de manera discreta, en algunos pasajes de Alejo Carpentier y bajo la forma de daiquirís y mojitos en Tres tristes tigres, de Cabrera Infante. Una novela escrita a ritmo de guarachas y boleros, y aceitada con muchas copas de variado grado alcohólico. Lo cual no deja de ser una paradoja pues en la época en que está ambientada, su autor era más o menos abstemio. Por último cabe mencionar que el ron fue cantado en la poesía de Nicolás Guillén y bebido por los jóvenes juerguistas de las últimas páginas de Cien años de soledad.
   Existen bebidas regionales, que delimitan territorios literarios. Tal el caso del pisco. Un buen ejemplo de su presencia es Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa, que es una de las más largas bebetas de la novela latinoamericana, pues está situada de principio a fin en un bar de Lima llamado La Catedral. «¿Cuándo se jodió el Perú, Zabalita?». El pisco está presente en la obra de otros escritores peruanos como José María Arguedas y en muchos cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Aunque el cuento alcohólico esencial para este último, también bebedor y empedernido fumador (tanto que escribió un libro titulado Sólo para fumadores), es Las botellas y los hombres, un encuentro entre un hijo arribista y su padre calavera durante el cual viven una larga borrachera de patético final que empieza con cerveza, sigue con pisco y termina con «champán».
Julio Ramón Ribeyro

   Otra bebida andina, la chicha, está presente en la obra de Jorge Icaza, de Arguedas y de Manuel Scorza. También acompañó las noches de bohemia pueblerina de Julio Flórez, el Jetón Ferro y otros poetas que escamparon de la guerra de los Mil Días en las chicherías donde se reunía la Gruta Simbólica a declamar los chispazos y versos festivos que caracterizaron la literatura bogotana de comienzos del siglo XX: literatura de borrachos pueblerinos. En el caso del ecuatoriano Icaza, la chicha, el aguardiente y la cerveza son un recurso dramático para hundir a sus personajes, como El chulla Romero y Flórez, en el fondo de la desesperanza social donde habitan. A diferencia de Lowry, que considera la saga alcohólica una elección individual, Icaza recurre al alcohol como a un látigo para fustigar la miseria de la cultura andina.
   Horacio, en Rayuela, ofrece vino francés «de la casa» a los clochards junto a los puentes del Sena. Y con sus amigos del «club de la serpiente» lo consume con generosidad. Luego, en Buenos Aires, con Traveler y Talita, sigue bebiendo vino argentino para matizar tanto mate. Más al sur de los Andes, en El lugar sin límites, de José Donoso, la Japonesita y la Manuela le sirven vino chileno a don Alejo en un prostíbulo perdido en medio de los viñedos de la región vinatera austral. O más exacto sería decir en medio del infierno, el lugar sin límites.
   Cerca de este sitio, entre la tierra y el cielo, está Jorge Luis Borges, un autor cuya obra está llena de personajes que beben y sin embargo dejan la sensación de que para el autor no es un elemento de interés sino sólo un recurso más de su juego literario. Son cuentos habitados por cuchilleros y borrachos que beben «copas», beben «ginebras», toman «cañas». Como los hermanos Nilsen, de La intrusa, borrachos, pendencieros y asesinos pasionales, que matan a la mujer que comparten para no dañar su relación filial.
   Es que en el amplio bar de los escritores todo cabe, todo vale.

Otras voces, otros tragos
De las bebidas de otras latitudes podemos mencionar el vodka, que inspiró a Dostoievski y produjo repulsa al médico y cuentista Antón Chejov: «El ruso es un cerdo —escribió éste mientras viajaba a la isla de Sajalin, en 1890—: si le preguntan por qué no come carne ni pescado, lo achaca a la ausencia de transporte. Sin embargo se encuentra vodka hasta en los pueblos más apartados de Rusia, y en la cantidad que a usted le plazca...».
   La cerveza, la bebida alcohólica más antigua del mundo, tiene un amplio listado de escritores adictos a ella. Empezando por los japoneses, quienes beben una variante de la cerveza que no tiene gas ni hace burbujas: el sake. Mishima, Oe, Tanizaki o el medio británico Kazuo Ishiguro hacen brindar una y otra vez a sus personajes con este fermento del arroz. Obviamente entre los autores cerveceros hay que citar a Günter Grass, aunque en sus libros éste parece más inclinado al aguardiente alemán. Baudelaire la odiaba: «Se trata de una bebida extraída de los excrementos de la ciudad», pero en cambio a Ernst Jünger (alemán también) le gustaba recordar el lema de una embotelladora: «La cerveza vuelve la sed agradable». Y Rousseau en su Emilio le acreditó diversos beneficios para la salud: «Ese hombre nunca ha bebido otra cosa que cerveza corriente; siempre se ha alimentado con verduras y nunca ha comido carne, salvo en ciertos banquetes que ofrecía la familia. Al presente tiene 113 años, oye perfectamente, tiene buen aspecto y camina sin bastón». En la literatura contemporánea la cerveza aparece en abundancia (y enlatada) en esos moteles baratos y bares de mala muerte frecuentados por los personajes de Raymond Carver y Richard Ford, los más destacados autores de la reciente «literatura de garaje».
   Entre la larga lista de tragos regionales cabe mencionar el aguardiente colombiano, cuyo más destacado proveedor literario es el antioqueño Manuel Mejía Vallejo. Sus personajes lo consumen con el mismo entusiasmo con que su creador solía hacerlo. Jairo, en Aire de tango, bebía un trago de aguardiente antes de lanzar sus certeros cuchillos directo al pecho del enemigo. Las puntas ecuatorianas, un destilado de caña (alcohol al 56%) fermentado con cadáveres de gallinas y patas de vaca, aparecen, junto con la chicha, en Baldomera, de Alfredo Pareja Diezcanseco y otras novelas ecuatorianas. El tequila tiene un amplio catálogo bibliográfico, que va desde Los de abajo de Mariano Azuela hasta Bajo el volcán, aunque como recuerda Vicente Quirarte: «La Revolución no bastó para que el tequila se impusiera como bebida nacional. Los amigos de Ramón López Velarde bautizaron el estreno del vate como cronista con una botella de coñac. En su novela La batalla en el desierto, ubicada en pleno despliegue alemanista, José Emilio Pacheco subraya la urgencia de la clase media por acudir a bebidas extranjeras y «blanquear el gusto de los mexicanos».
Cada país, cada literatura moja su pluma en botellas de licor marcadas por aromas distintos, pero todas regidas por el mismo principio: el de explorar el alma del individuo.

Combustible literario
Cada escritor tiene el trago que se merece. El vaso que acompaña sus cuitas de amor, sus momentos de depresión ante la incapacidad de iniciar una nueva novela, la celebración de un nuevo contrato o algún premio literario. El licor, en una u otra forma, siempre está junto a los escritores: como inspiración, como evasión o como diversión.
   Entre aquellos con vocación para escribir bajo los vapores del alcohol se destaca John O'Brien, autor de Leaving Las Vegas, novela sobre un borracho que decide morir desocupando botella tras botella. O'Brien, en la vida real, ayudó al alcohol a cumplir su mortífera labor pegándose un tiro. Pero el más destacado, sin duda, es Malcolm Lowry, quien no sólo llevó a cabo su obra borracho sino que elevó a categoría estética, en Bajo el volcán, su novela más conocida, la larga borrachera del cónsul de Cuernavaca. Algún acucioso investigador literario hizo una relación de la diversidad y el número de tragos consumidos en esta novela, que es una obra de culto entre lectores y escritores del mundo entero. En ella se consumen todos los tragos occidentales, vodka, gin y whisky. Abundantes cantidades de tequila, —«sabe a agua oxigenada o gasolina», dice alguno de los personajes que dialoga con el cónsul mientras lo beben acompañado de sal con chile anaranjado— y diversas variedades de mezcal, la brava bebida mexicana que puede producir entre bebedores poco expertos alucinaciones y otras variantes psicodélicas. “El mezcal de México es una bebida infernal — dice Lowry en carta a su editor—, pero es, no obstante, una bebida que usted puede adquirir en cualquier cantina, más fácilmente, me atrevería a decir, que el whisky en esos días en nuestra vieja y querida Horseshoe.”
Charles Dickens
   Aunque la embriaguez, el equívoco y la vida maldita fueron expresión del romanticismo de Shelley, Byron y demás colegas de fines del siglo XVIII, en realidad el protagonismo de los escritores borrachos, alcohólicos y perdidos vino a darse con el proceso de industrialización del siglo XIX. Un ejemplo típico es el de Edgar Allan Poe, quien murió víctima del delirium tremens en la puerta de una taberna. Charles Dickens, el cronista de la miseria urbana, hizo un retrato más bien patético de esos desalmados personajes abusadores de niños en Oliver Twist. Emilio Zola, a su turno, presentó la brutalidad del proletariado víctima del vino y la explotación patronal en Germinal.
Resulta curioso mencionar que la palabra «anarquía», que algunos comentaristas de libros relacionan con la vida de los escritores bohemios y borrachos, no tiene nada que ver con la realidad. Como nos recuerda Hans Magnus Ezemberger en El corto verano de la anarquía, los anarquistas eran personas de hábitos muy regulares, con compañeras o compañeros fijos y casi cero alcohol en su vida, el vino sólo era para cenar y poco más. Así que entre el anarquismo y la dipsomanía no existe relación alguna.
   Otra cosa es ir contra la corriente, o lo que hace unas décadas se llamó contracultura. El ajenjo, un licor que caracterizó la contracultura del siglo XIX, fue adoptado por poetas como Baudelaire, considerados malditos por la academia, que veía en las aberrantes costumbres del poeta un delito contra la tradición cultural francesa: «Nada puede igualar, oh botella profunda, / el penetrante bálsamo que tu panza fecunda / guarda para el poeta de las piadosas voces». A esta generación de «flores del mal» pertenecen poetas como Verlaine y por supuesto el más maldito de todos, el joven Rimbaud que escribió (bebiendo y mucho) su obra completa de un tirón y después se fue a traficar armas, marfil y toda clase de mercancías ilegales al África.
   Otra generación bañada en el alcohol industrial fue la que Gertrude Stein bautizó como la Generación Perdida. El grupo de Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Ford Maddox Ford y muchos otros que utilizaron el París de entreguerra para vivir de las ventajas del cambio de moneda y absorber el bagaje cultural que no existía en el provinciano Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX. En uno de los cuentos de París era una fiesta, Hemingway refiere que cuando trabajaba en su hotel de Montmartre «guardaba una botella de kirsch que trajimos de la montaña y echaba un trago cuando se acercaba el fin de un cuento o el final de una jornada de trabajo». Sin embargo, fue Scott Fitzgerald el más destacado borracho de este grupo. Murió a los 46 años, víctima de un paro cardíaco, en Hollywood, mientras trataba de reanudar su fallida carrera de guionista cinematográfico. Estaba borracho al momento de morir.
   Después de este grupo siguió la generación Beat de la posguerra. Escritores que comenzaron a probar toda clase de embriagantes y estimulantes. Allen Ginsberg, Jack Kerouac o William Burroughs abrieron otra dimensión a la embriaguez y los estímulos a la percepción. Si bien se iniciaron con estimulantes bélicos como la benzedrina o la anfetamina, y fueron de los primeros experimentadores con el ácido lisérgico, siempre y sobre todas las cosas, se distinguieron por ser un grupo de ebrios militantes del alcohol en todas su variedades.
   El patrón supremo, Jack Kerouac, el más destacado narrador de la generación Beat, hizo una abundante obra literaria de tumbo en tumbo. Fue tan prolífico que escribió una novela, Del campo y la ciudad, en un largo rollo de papel para no perder tiempo con el cambio de hoja. Cuando mecanografiaron el rollo de manera normal dio una extensión de casi mil cuartillas. Su vida fue una larga borrachera ambientada por los sonidos originales de una música que influiría en todas las generaciones posteriores: el jazz interpretado por otro famoso borracho: Charlie Parker, sobre el cual —para completar la simetría—, Cortázar escribió su conocido relato El perseguidor. Jack Kerouac falleció de una manera típica para un alcohólico: una hemorragia interna producto de la ruptura de las venas del esófago que no pudo ser controlada pese a las 17 transfusiones que le hicieron.
   Muerte parecida tuvo el irlandés Dylan Thomas, uno de los grandes poetas irlandeses de este siglo y conocido borracho. Murió en Nueva York, en el legendario Chelsea Hotel (habitación 206), antes de un recital, víctima de un ataque cardíaco. En este mismo hotel trabajó (borracho) O'Henry y murió (bebiendo) el poeta irlandés Brendan Behan. También bebieron (y escribieron) durante diversas épocas Tennessee Williams y Vladimir Nabokov. Por contradicción, el único que no se mató ni se drogó y casi ni bebió en él fue el padre de todos los vicios: don William Burroughs, quien opinaba que el Chelsea Hotel «Parecía haberse especializado en muertes de escritores célebres... (sin embargo) era un hotel sin problemas, aunque pasaban montones de cosas... asesinatos, suicidios, sobredosis...».
   Los hoteles son lugar favorito de los escritores para vivir, para beber y para escribir. La lista es muy amplia y no caben sino unos pocos ejemplos. En hoteles vivió Jean Genet y por supuesto un impenitente borracho llamado Charles Bukowski. Hemingway escribió en el Dos Mundos de La Habana y en el Crillon de París. En moteles pasó mucho tiempo Raymond Carver y en moteles se desarrolló gran parte de la obra de Kerouac.
   Después de este autor y de la generación Beat, se desencadenó una frenética utilización de fármacos, licores y productos para machacarse el coco que no encuentra fin ni límite alguno. Desde los años sesenta hasta el presente, la humanidad conoció más variedad de formas químicas para disfrutar de la alteración de los sentidos, que todas las culturas humanas anteriores. Por eso hoy la perdición no tiene ese toque de genialidad que se le atribuyó en el pasado. Ahora ser cocainómano o borracho no garantiza la genialidad ni nada parecido.

Servir a dos señores
Para escribir bajo los efectos de la ebriedad se necesitan condiciones culturales específicas. Tal vez una de las muchas diferencias entre el sistema de trabajo de los escritores anglosajones y los hispanoamericanos es que mientras los primeros escriben en medio de la resaca o en la turbulencia de la borrachera, los segundos parecen necesitar que la ebriedad y el trabajo estén separados. Lawrence Durrell, autor del Cuarteto de Alejandría, por ejemplo, pese a su conocida capacidad para absorber alcohol era capaz de componer y dejar lista para imprenta una novela en siete semanas de trabajo.
La energía para el trabajo, en condiciones alcohólicas, es muy común en los escritores anglosajones, pues su educación calvinista les impulsa a cumplir responsablemente con su cuota diaria de palabras escritas sin importar el alto grado de alcohol que circule por su sangre. William Faulkner tenía una habitación pagada en un hospital de Memphis para recuperarse de sus periódicas crisis de alcohol y de esta manera no interrumpir su trabajo, que se hacía manteniendo la caldera a todo vapor mediante amplias dosis de whisky de centeno.
Graham Greene es otro autor que podía recoger información para sus documentadas novelas sin apearse de la botella. Y por supuesto sus personajes eran proclives a beber sin descanso. «El alcohol es como el amor —le hace decir Raymond Chandler a Terry Lennox en El largo adiós—: el primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo único que hacemos es desvestir a la muchacha». Sin embargo, Chandler mezclaba largas horas dedicado a desvestir a la muchacha con disciplinadas jornadas para cumplir sus obligaciones editoriales y cinematográficas.
En Hispanoamérica la situación es más bien inversa. En los años fundacionales del famoso boom era conocida la decisión de Mario Vargas Llosa, que hasta el cigarrillo dejó con el argumento de que no podía servirse al mismo tiempo a dos señores: la molicie y el trabajo. Gabriel García Márquez también cambió su estilo de vida, entre borrachos, putas y chulos, como cuenta Dasso Saldívar en la excelente biografía que le dedicó, para poder desarrollar su obra en la sobriedad de la vida familiar.
Curiosa actitud ésta frente a un oficio como el de la literatura, una de cuyas características es que necesita cierta holgazanería para realizarse. Holgazanería que permite evadirse en los altos tropos de la nada y así crear un mundo paralelo al aburrido mundo cotidiano.
   Por eso, a lo largo de la historia de la literatura, la ebriedad ha estado presente en personajes patéticos o derrotados, “místicos que han abusado de sus poderes”. Ha dibujado escenas de diverso registro social. Pero sobre todo, el alcohol tal vez es una de esas herramientas de caprichosa utilización que mantiene al escritor entre el sueño y la realidad. Entre la mentira y la verdad. Lo mantiene cautivo en el oficio del encantamiento a través de la palabra.